Isaías 50, 4-7
Salmo 21
Filipenses 2, 6-11
Mateo 27, 11-54
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En el domingo de Ramos
comenzamos leyendo y reviviendo la entrada de Jesús en Jerusalén, entre
cánticos y agitar de palmas. Un momento glorioso… seguido de una pasión
terrible, una condena injusta y una muerte sangrienta y vergonzosa en la cruz.
Si alguien pensó que Dios es un ser distante y todopoderoso, ajeno al dolor
humano, la imagen de Cristo sufriente da un vuelco a esta suposición. Dios no
se ahorra a sí mismo ninguno de los males que aquejan al hombre. Acepta los
aplausos de un día, asume con gallardía el peso de la cruz. No huye ante la
traición, la tortura y la injusticia. No escapa ni siquiera de la muerte. Entre
los peores sufrimientos que podemos llegar a padecer, él los conoce todos.
Me gustaría detenerme en
las dos primeras lecturas. Isaías, el profeta, se declara dócil a Dios. Escucha
su palabra y da la cara: nada lo detiene ni lo acalla. Acepta las consecuencias
de ser vocero de Dios, ultrajes, maltratos, incomprensión. Sabe que no será
defraudado.
San Pablo recuerda a
Jesús y su misión. También dócil al Padre, hasta la humillación y la muerte. Si
sólo nos quedáramos con una parte de la historia, podría parecer que el Padre
del cielo es cruel con su Hijo, ¿cómo puede permitir que muera de esa manera?
Pero ver sólo una parte de la historia es no comprender nada. La historia
termina con la resurrección, esa exaltación gloriosa en la que Jesús recibe el Nombre-sobre-todo-nombre, y en la que
todo el universo se inclinará ante él y volverá a ser aclamado por todas las
gentes, como en aquel domingo de ramos, ante las puertas de Jerusalén. ¿De qué
nos está hablando Pablo? De un futuro que es ya presente, de un final que ya se
está gestando. Con la resurrección de Cristo se inician el mundo nuevo y la
humanidad resucitada que un día llegarán a su plenitud. Ahora, todos estamos en
camino. Y el camino de los seguidores, como el de Jesús, está lleno de pequeñas
y grandes pasiones.
Cuando se dice que Jesús
sigue siendo crucificado hoy no es ninguna metáfora. Sí, Jesús sigue sufriendo.
Aquello que hiciereis a uno de estos pequeños, me lo hacéis a mí. Muchas
personas viven azotadas, golpeadas y crucificadas, hoy, física o mentalmente,
en su cuerpo o en su alma. No sólo hablo de las víctimas de la guerra, la
tortura y la persecución religiosa. ¿Y en las familias? ¿Y en los vecindarios?
¿Y en el trabajo, en la calle o en la empresa? Cuántas traiciones, abandonos,
juicios injustos, condenas y muertes, cuántas torturas físicas o psíquicas se
viven hoy. Tal vez muchos de nosotros podemos identificarnos con Cristo en su
dolor. Rezando con él, uniéndonos a él, podemos encontrar alivio y consuelo, y
suavidad y paciencia para extraer vida y sabiduría de esos momentos duros que
la vida nos presenta.
Pero también podemos
preguntarnos: ¿y si en vez de ser víctima soy yo el que está crucificando al
prójimo? ¿Cuántas veces estoy azotando con mi lengua criticona, cuántas veces
desnudo con mis calumnias, cuántas veces me burlo con mi cinismo o mi sarcasmo?
¿Cuántas veces hiero con mi actitud, o abandono con mi desidia, mi indiferencia
o mi pereza? ¿Cuántas veces estoy clavando a otra persona con mis dardos de
envidia, rencor o rechazo? ¿Cuántas veces dejo que mi odio o mis intereses
guíen mi conducta?
Meditemos despacio. Quizás
tengamos a muchos cristos sufriendo en silencio en nuestras casas, en las
escuelas, en la oficina o en el taller, en el mercado o en la esquina por la
que transitamos a diario. ¿Qué hacemos ante estos cristos que agonizan, hoy,
entre nosotros?
Meditemos la Pasión del
Señor. Que Dios nos encuentre, no clavando ni azotando, ni riendo o distraídos jugando
a los dados. Que el dolor no nos deje indiferentes. Aprendamos lo que es misericordia,
ternura y compasión. Abramos los ojos para que podamos ver, como lo hizo el
centurión, ¡un militar pagano!, que ahí, sobre la cruz inicua, está muriendo el
mismo Dios. ¿Puede haber un sacrificio de amor más grande?
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