Hechos 8, 5-17
Salmo 65
1 Pedro 3, 15-18
Juan 14, 15-21
Las
tres lecturas de este domingo tienen un co-protagonista: el Espíritu Santo. ¿Quién
es el Espíritu Santo? Todos tenemos una idea más o menos forjada por nuestra
imaginación, la doctrina que hemos aprendido o la catequesis. Pero quizás
todavía nos resulta algo lejano y un tanto inaccesible. Algo muy elevado, ajeno
a nuestra realidad terrenal del día a día. Jesús se ocupa de quitarnos esta
idea con sus palabras. El Espíritu Santo es fuego puro. Es fuego ardiente y amoroso,
el mismo fuego que arde entre dos que se aman tanto que allí donde está uno
está el otro: se pertenecen, se poseen y se entregan mutuamente. Son uno solo,
siendo dos. Su unidad es tan fuerte que nada la puede romper. Se habitan
mutuamente, se sostienen y de su amor brota vida, proyectos, creaciones… El
Espíritu Santo es la llama que funde, amalgama y une. Es el aliento que da vida
y el impulso amante que une personas y libertades. El Espíritu habla en boca de
Jesús cuando dice que «yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros».
¿Quién puede decir eso, sino quien ama hasta el extremo?
Toda
la vida de Jesús y su mensaje resultan incomprensibles si no se leen y se
meditan a la luz de este fuego abrasador. El amor es la clave para entender el
evangelio entero. Desde el amor se puede entender la unidad entre Jesús y el
Padre, entre Jesús y sus discípulos, entre los creyentes de las primeras
comunidades. Desde el amor se puede entender que alguien dé su vida por otros,
y que convierta su obediencia en la máxima libertad. Cuando amas, lo que quiere
tu amado es lo que tú quieres, y escuchar un mandamiento y guardarlo ya no es
una obligación, sino un deseo apasionado. Quien ama obedece con pasión, prontitud
y alegría.
Es
muy difícil ser bueno sólo con nuestro esfuerzo y ejerciendo la virtud
personal. Finalmente, todos acabamos fallando y cayendo. Y si no, caemos en
algo peor, que es el orgullo de creer que somos casi perfectos por mérito
propio. Por eso contamos con el Espíritu Santo. Con él hasta lo más difícil se
hace posible. Él nos permite amar hasta al enemigo, perdonar a quien nos
perjudica, aguantar con paciencia los defectos ajenos y aceptar los nuestros
con paz. El Espíritu Santo, que es pura vida, nos permite escapar de los
patrones de muerte que tanto nos aprisionan: patrones de miedo, de rutina, de
búsqueda de seguridad por encima de la plenitud. Patrones de fijación, de
inmovilidad, de desaliento y de resignación pasiva. Patrones de “mínimos”, de
mediocridad, de conformidad con el “mal menor”, de la ley del mínimo esfuerzo. El
Espíritu Santo nos ayuda a superar esa vida a medio gas para vivir al completo,
dando lo mejor de nosotros, poniendo a trabajar nuestros talentos y abriéndonos
a todos los dones que Dios nos quiere otorgar.
¿Cómo
recibir al Espíritu Santo? Hay al menos dos maneras. Una, abriéndonos a él, en
oración confiada y sincera, vaciando de ruido y egoísmos nuestro interior. De ahí
la importancia de la oración y de buscar tiempo para rezar.
Pero
hay otra todavía más sencilla, que es, simplemente, escuchar y hacer caso de lo
que Jesús nos dice cada día, a través del evangelio, de la voz de un sacerdote,
de un familiar, de un amigo que nos quiere bien. Se trata simplemente de hacer,
confiando en aquellos que nos guían u orientan. A veces nos cuesta rezar, hacer
silencio y sentir esa paz interior que tanto necesitamos. Los sentimientos y el
estado anímico no siempre acompañan. Pero siempre, siempre, podemos obrar. Cuando
aprendemos esta obediencia desde la libertad se produce el milagro: el alma se
abre y recibe a raudales la bendición del aliento sagrado de Dios. Porque, como
dice Jesús, escuchar y guardar sus mandamientos es la forma más clara de
demostrar nuestro amor.
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