Hechos 6, 1-7
Salmo 32
1 Pedro 2, 4-9
Juan 14, 1-12
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En
la última cena, Jesús mantiene una conversación larga y profunda con sus
amigos. Y expresa su deseo de que sigan juntos, incluso más allá de la muerte.
De ahí que les diga que en casa del Padre hay muchas moradas, y él les
preparará un sitio allí, junto a él, para que su amistad en la tierra se
perpetúe en el cielo. ¿No es esto lo que todos deseamos con nuestros seres
queridos? Nuestra esperanza es que en el cielo podamos reencontrarnos para no
separarnos nunca más. Jesús tiene un corazón tierno y humano, y tampoco quiere
alejarse de aquellos a quienes ama. Pero lo que en otros puede ser sólo deseo
en él es promesa cierta. Porque él lo dice, sabemos que en el cielo todos
tendremos un lugar.
A
los discípulos, como a los hombres de hoy, les cuesta creer. ¿Cómo creer en un
Dios al que no ves? Felipe expresa este anhelo: ¡Muéstranos al Padre! Cuántas
personas dicen que creerían si pudieran ver, oír y tocar… Pero Dios no nos pone
las cosas tan difíciles: ¡ya podemos verlo y tocarlo! Jesús reprende a sus
amigos: Quien le ve a él ya ve al Padre, pues están unidos inseparablemente.
Jesús es el rostro y el cuerpo humano, palpable de Dios. Pero aún se podría
discutir: ¿por qué creer que Jesús, además de hombre, es Dios? Jesús también
responde a esto: Si no creéis en mí, al menos creed en las obras, en lo que
habéis visto y oído: creed en los milagros que habéis presenciado, en mis
gestos, en mis enseñanzas y en mi forma de vivir. ¿Quién puede devolver la vida
a los muertos y dominar las fuerzas de la naturaleza sino el mismo Creador y
autor de la vida? Lo que Dios puede hacer, Jesús lo hace. Los milagros de Jesús
no fueron otra cosa que señales para confirmar su divinidad. Pero, con todo,
muchos no creyeron ni siquiera después de ver las obras de Jesús. La increencia
no se da tanto por falta de evidencias, sino por la cerrazón del corazón y el
rechazo de la confianza.
Hoy
los cristianos también podemos ver y tocar a Dios en la eucaristía: Jesús se
hace pan y podemos no sólo tocarlo, sino acogerlo dentro de nosotros y
asimilarlo en nuestra vida. ¿Podemos imaginar una forma más íntima de
relacionarnos con Dios? ¡Qué regalo!
La
confianza es la clave y el fundamento de la fe. Confiar nos lleva a un amor de
comunión, y dos que se aman lo comparten todo. Dios comparte con sus amigos
también su capacidad para hacer grandes obras, y así lo explica Jesús: haréis
obras aún mayores que yo si estáis unidos a mí y al Padre. Basta que sepamos
entregarnos a él y confiar a él nuestra vida, y Dios hará maravillas en
nosotros. Es lo que San Pedro explica en su carta cuando habla de las piedras rechazadas. Las personas que
para el mundo quizás no valen, o son insignificantes, Dios no las desprecia. Él
puede convertirlas en pilares de comunidades enteras. Todos somos piedras
vivas, preciosas ante Dios. Sólo necesitamos confiar y mantenernos unidos a él,
y su amor nos transformará.
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