13º Domingo Ordinario - A
2 Reyes 4, 8-16
Salmo 88
Romanos 6, 3-11
Mateo 10, 37-42
El evangelio de hoy siempre
suena muy fuerte. Quien prefiera a sus padres o sus hijos, antes que a mí, no
puede seguirme, dice Jesús. ¿Cómo podemos explicar estas palabras tan duras?
Como siempre, no podemos sacar una frase del evangelio fuera de contexto. Hay
que entender esta frase de Jesús situándola en toda su vida y su mensaje, e
incluso enmarcándola en el contenido de la Biblia entera, que insiste en la
importancia del amor a los padres y a la familia.
Poner la familia en su lugar
Jesús nunca nos pedirá
abandonar ni descuidar nuestras obligaciones familiares. Pero sí está diciendo
que renunciemos al egoísmo familiar, a la cerrazón del clan que sólo vive para
sí mismo y busca su beneficio al margen del resto del mundo. Hay mucha
endogamia en nuestras familias y comunidades, incluso en las parroquias y en
los movimientos religiosos. Y esta no es la vocación cristiana. Hay que amar y
procurar el bien de los seres queridos y los más allegados, pero si queremos
ser verdaderos seguidores de Jesús, lo primero en nuestra vida ha de ser él. El
primer mandamiento es el amor a Dios, siempre.
Cristo, en el centro
Cristo en el centro de
nuestra vida lo cambia todo. Él nos ayuda a centrar todo lo demás. Con Jesús,
aprendemos a situar nuestras relaciones con padres, hermanos, hijos, esposos y
esposas. Y lo hermoso es que, con él, aprendemos a amarlos de verdad. Pero con
una libertad que no nos impide seguir nuestra propia vocación. Aprendemos a
amar sin posesividad, sin control, sin afán de protagonismo. Muchas veces
amamos sin mesura, pero en el centro de ese amor siempre estamos nosotros. Y el amor que propone Jesús es
totalmente desinteresado y desprendido. Es un amor que no pide cuentas ni busca
recompensas. Un amor que no siempre será comprendido ni correspondido por los
demás. Pero Dios sí lo recogerá, y no dejará de premiarlo.
Renacer a una vida nueva
Cuando Dios llama, su
amor es arrebatador y más fuerte que todo, incluso más que los vínculos familiares.
Porque, ¿quién es más íntimo para nosotros que el mismo Dios, que nos habita y
nos insufla la vida? Como decía san Agustín, Dios es más íntimo que mi
intimidad profunda. Por eso su amor transforma, renueva y recoloca nuestra vida
y nuestras relaciones. Como dice san Pablo en la segunda lectura, nos hace
renacer a una vida nueva. Ser bautizados significa convertirnos en hijos, profetas
y misioneros de Dios. Todos lo somos, nadie está exento. La llamada no es sólo
para los curas y los religiosos. Cualquier laico o laica puede evangelizar,
desde su hogar, su trabajo, su familia. Somos cristianos las 24 horas del día.
Decir sí a Jesús significa
renunciar a muchas ataduras, y también a cargar con nuestra cruz: es decir,
aceptar lo que somos, nuestra historia y nuestros condicionantes, nuestros
límites y nuestros problemas… Pero con él, la carga siempre es más ligera y se
lleva con alegría.
Cómo recuperar la fecundidad pastoral
¿Y qué sucede a quienes
acogen al profeta, al misionero, al apóstol? Quien os recibe, me recibe a mí,
dice Jesús. La misma vida que renueva al vocacionado se transmite a quienes lo
reciben y le ayudan. Como la viuda que acogió al profeta Eliseo, que era
estéril y fue premiada con un hijo a una edad madura. Este episodio nos puede
hacer reflexionar. A veces nuestras vidas parecen estériles. Nuestras mismas
parroquias parecen medio muertas, carentes de vitalidad. Las comunidades se
estancan y envejecen. ¿Acaso van a desaparecer en unas pocas décadas? ¿Cómo
podemos recuperar la fecundidad? Recibiendo al apóstol. Abriéndonos a la
palabra de Dios. Acogiendo al sacerdote, misionero o pastor que nos propone
abrir los ojos y el alma y renacer de nuevo. Escuchemos a nuestros sacerdotes,
y a todos aquellos que vengan a sacudir un poco, con el viento del Espíritu,
nuestras anquilosadas comunidades. No nos cerremos y dejemos que ese Espíritu
Santo, que viene como quiere y a través de quien quiere, nos toque y nos despierte.
Seamos parroquias abiertas, acogedoras, hospitalarias, y volveremos a vivir el
gozo de ser fecundos.
El futuro de la Iglesia
pasa por abrirnos y recuperar nuestra vocación inicial, la de todo bautizado:
vivir unidos a Cristo y ser misioneros. ¿Cómo? Digamos sí, y él nos mostrará el
camino. Cuando Dios llama, también acompaña.
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