24º Domingo Ordinario - A
Eclesiástico 27, 33-28, 9.
Salmo 102.
Romanos 14, 7-9.
Mateo 18, 21-35.
Esta semana Jesús toca un
tema muy sensible: el perdón. ¿Cuántas veces hemos oído decir: “Yo perdono,
¡pero no olvido!”? ¿Cuántas veces lo hemos dicho nosotros mismos? En el fondo,
cuando decimos que no olvidamos queremos decir que no perdonamos del todo.
Guardamos la deuda pendiente, bien anotada y grabada en nuestro memorial de
agravios.
Todos sufrimos
experiencias de injusticia y ofensa. Todos sabemos de alguien que, en algún
momento de nuestra vida, nos ha hecho daño, adrede o quizás no. Y casi todos
tenemos algún rencor, más o menos secreto, que nos va corroyendo por dentro. Al
cabo de los años, si no logramos perdonar a esa persona, el resentimiento nos
envenena el alma y nos amarga. Puede incluso dificultar nuestras relaciones y
ser un obstáculo para nuestro crecimiento. El no perdonar ya no hace daño al
otro, pero sí a nosotros. La otra persona quizás ya ha olvidado… Pero nosotros
no, y esto nos merma y nos esclaviza.
Jesús, muy sabiamente,
explica la historia del señor y su siervo deudor para que comprendamos qué
insensatos somos cuando no perdonamos. ¡Dios nos perdona tantísimo! Y, además,
olvida. No lleva cuentas del mal. No nos reprocha nada. Nos restaura y nos
acoge con un abrazo, como el padre del hijo pródigo. ¿Cómo no vamos nosotros a
perdonar a los demás? A veces nos sentimos ofendidos por pequeñeces y, en
cambio, nosotros hemos causado daños mucho mayores. Cuando se trata de
nosotros, pedimos empatía y comprensión. Cuando se trata de los demás, nos
mostramos despiadados.
Perdonar es liberador.
Perdonar es desatar cualquier nudo o trauma que hayamos podido sufrir. No se
trata de aceptar la injusticia, sino de entender que la otra persona también
tiene sus razones, sus fallos y sus heridas. Aunque quisiera causarnos un
perjuicio, pensemos qué mal debe estar alguien que deliberadamente quiere dañar
a otro. Nuestro rencor no va a solucionar nada. Y si llegamos a la venganza,
aún peor, porque estamos alargando la espiral de ofensas y abriendo la herida.
Quien logra perdonar, de
corazón, experimenta una gran liberación interior y recobra la paz. Es
impresionante ver los testimonios de algunas madres de víctimas del terrorismo
cuando logran mirar a la cara a los asesinos de sus hijos y ofrecerles su
perdón. Parece humanamente imposible… En realidad, es humanamente espléndido,
digno de alguien que se siente y actúa como hijo de Dios. Esa grandeza de
corazón redime el delito, puede provocar un cambio en el ofensor y libera de la
amargura a la víctima. Juan Pablo II, visitando en la cárcel al hombre que
intentó matarlo, y perdonándole, nos dio ejemplo a todos los cristianos. Hizo
tal como Jesús nos pidió, tal como Dios mismo lo hace continuamente con todos.
“¿Cómo puede un hombre
guardar rencor a otro y pedir la salud a Dios?”, dice el libro del Eclesiástico
(en la primera lectura de hoy). “No tiene compasión de su semejante ¿y pide
perdón por sus pecados?” Hoy, cuando nos encontremos en la misa con nuestros
vecinos, conocidos y demás feligreses, pensemos con calma. Antes de tomar al
Señor, ¿he perdonado de corazón a mis enemigos? ¿Hay alguien con quien tenga
que arreglar cuentas pendientes? ¿Debo pedir perdón o perdonar? Hagámoslo antes,
si queremos que nuestra ofrenda sea grata a Dios. De lo contrario, por muchas
misas a las que asistamos, todo será hipocresía.
Jesús es muy claro y
rotundo en esto porque conoce la importancia del perdón. Sabe que el perdón
cura, sabe que el perdón sana, tanto el cuerpo como la psique. Cuando Jesús
hace un milagro, siempre perdona. Es una de las peticiones más detalladas del
Padrenuestro. Perdónanos… como nosotros perdonamos…
Aprendamos el arte del
perdón. ¿Cuesta? Sí, pero se aprende practicándolo, y con el tiempo se nos irá
ensanchando el alma, se nos fundirá la dureza de corazón y nos costará menos
ser misericordiosos, como nuestro Padre del cielo lo es. Entonces mereceremos
el elogio de Jesús: Felices los compasivos, porque también recibirán la
compasión inmensa y desbordante de Dios, que todo lo perdona, todo lo limpia,
todo lo salva.
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