Ezequiel, 33, 7-9
Salmo 94
Romanos 13, 8-10
Mateo 18, 15-20
Jesús es un gran maestro.
La mayoría de sus enseñanzas no se limitan a la vida espiritual, sino que tocan
asuntos muy terrenales y situaciones que todos nos podemos encontrar. Hoy Jesús
nos da una gran lección de lo que significa la corrección fraterna.
A todos nos resulta fácil
corregir a los demás. Tenemos como un sexto sentido para captar las
imperfecciones ajenas, sus injusticias y sus ofensas. Tenemos, también, una
lengua rápida para acusar, criticar y reprochar. Pero no siempre tenemos la
valentía de hablar con la persona que creemos que se equivoca, cara a cara y
con honestidad. Nos resulta más fácil criticarla a sus espaldas, haciendo
corrillo con otros y divulgando a los cuatro vientos toda clase de
difamaciones. A nuestra crítica se suman las habladurías de los demás, y así
acabamos «haciéndole un traje nuevo», como suele decirse. Un traje que, por
desgracia, casi nunca le encaja bien, es exagerado, cruel y a veces totalmente
inadecuado.
Sin embargo, corregir al
que yerra es una obra de misericordia. ¿Cómo hacerlo bien? ¿Cómo corregir y
educar sin caer en la crítica despiadada o el insulto ofensivo? ¿Cómo podemos
corregir sin caer en la injusticia?
Jesús nos da la pauta. Lo
primero es hablar con la persona, en privado, sin dar lugar al chismorreo. De
tú a tú, dialogando con serenidad, la otra persona puede responder y explicar
por qué actúa como lo hace. Quizás tiene motivos que no conocemos y, cuando los
explique, podremos comprenderla mejor y ayudarla, si lo necesita. Muchas veces
creemos que los demás se equivocan porque no actúan como a nosotros nos parece
mejor, pero pueden tener razones bien fundamentadas.
Un segundo paso. Si la
persona no justifica su conducta, y persiste, puede ser necesario tener otra
conversación con testigos discretos que le hagan reconsiderar su forma de obrar.
Finalmente, si la persona
corregida tampoco así hace caso, se puede exponer el caso ante la comunidad,
para que sean todos los que le llamen la atención y le pidan que reconsidere su
conducta. En el caso más extremo, habrá que retirar la confianza a esa persona
que no respeta al grupo y actúa sin tener en consideración a los demás. Pero
siempre evitando la violencia y la humillación.
¿Cómo practicar la
corrección fraterna? La norma es: no lo hagas si no es con caridad. Porque la
caridad evitará la violencia, el murmullo, la calumnia y la dureza. San Pablo
en su carta a los romanos lo explica de manera maravillosa. No debemos nada a
nadie, más que el amor. Porque todos nosotros somos deudores de amor: ¡hemos
recibido tanto! Por eso toda la ley puede resumirse en el mandato del amor.
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
A la hora de corregir o
enseñar a los demás, pensemos: ¿cómo me gustaría que me trataran a mí? ¿Cómo me
gustaría que me corrigieran, si tienen que hacerlo? ¿Cómo me gustaría que me
dijeran las cosas? A buen seguro, nos disgustaría mucho que criticaran a nuestras
espaldas, o que contaran falsedades, o que nos echaran la caballería por
encima, con total grosería y desconsideración. Pues bien, si nosotros pedimos
delicadeza, comprensión, respeto… ¡demos esto mismo a los demás! Concedámosles
el beneficio de la duda y no nos precipitemos a creer cualquier habladuría
malévola. Tampoco fomentemos el cotilleo ni la maledicencia, ¡es tan fácil
hacerlo!
Jesús avisa: lo que
hagamos en la Tierra quedará grabado en el cielo. Todo lo que hacemos en el más
acá tiene su huella en el más allá. La caridad queda grabada, pero también las
heridas causadas por la calumnia. Nuestras acciones y palabras no son inocuas.
¡Cuidemos lo que decimos!
Jesús también nos anima a
hacer algo positivo: rezar juntos y pedir, juntos, cosas buenas a nuestro Padre
del cielo. Si la corrección fraterna es
educadora, la oración comunitaria es poderosa y nos une todavía más. ¡Cuánto
ama a Dios a sus hijos, unidos en plegaria! Las voces de dos o tres que vibran
al unísono son música irresistible ante el corazón de Dios. Por eso, en vez de
reunirnos para criticar y sacar defectos ajenos… reunámonos para rezar y pedir
el bien, nuestro y de los demás. ¡Hay tantas causas por las que rezar! La paz
en el mundo, en nuestra tierra, entre políticos y ciudadanos; la paz entre
familias, la reconciliación entre hermanos, el hambre de pan y de amor. La
necesidad de vocaciones, de coraje, de alegría entre los creyentes… ¡Recemos
juntos! El Padre escucha.
Descarga aquí la homilía en pdf.
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