Jeremías 20, 7-9
Salmo 62, 2-9
Romanos 12, 1-2
Mateo 16, 21-27
Nuestra manera de pensar
es importante. Los pensamientos modelan nuestra visión de la vida y condicionan
nuestras decisiones. Las ideas que tenemos, aprendidas o maduradas por la
experiencia, son el fundamento de cuanto hacemos y decimos.
Por eso, si queremos
vivir en clave cristiana, siguiendo los pasos de Jesús, es imprescindible
aprender a pensar como Dios. Hemos de penetrar en la mentalidad de Jesús para
que nuestra vida cambie de verdad. La lectura del evangelio de hoy nos muestra
que el pensamiento de Jesús es bastante diferente de la forma de pensar
predominante en el mundo.
Sus discípulos tampoco lo
comprendían. Les gustaba oír hablar del reino de Dios, acogían con entusiasmo
la parte gloriosa de la misión de Jesús, su filiación con Dios, su poder y su
libertad. Pero no les gustaba tanto la otra parte: la oscura y penosa, la
difícil. No entendían nada cuando Jesús les vaticinaba que iba a morir ajusticiado.
Pedro, que aún saboreaba
la visión luminosa del monte Tabor y los elogios que Jesús le había dirigido
por haber recibido la revelación del Padre (“Tú eres el Hijo de Dios vivo”), se
atreve, con toda su buena voluntad y confianza, a reprender a Jesús.
¿Ejecución? ¿Muerte? ¡Eso no puede pasarte! ¡No a ti! ¡No es digno de un hijo
de Dios!
La respuesta de Jesús es
rotunda. ¡Aparta de mí, Satanás! Pedro, que ha recibido el mensaje de
Dios y ha comprendido quién es realmente su maestro, ahora es llamado diablo,
tentador. ¿Por qué?
Jesús lo explica. Tú no
piensas como Dios, sino como los hombres. Para ellos no es concebible un Dios
perdedor, un Dios condenado, un Dios muerto. Dios tiene que venir con poder y
con gloria. No hay fracaso posible, ni muerte de por medio. Los discípulos aún
sueñan en un mesías regio y triunfante, envuelto en poder y prodigios, ante el
que nadie podrá resistirse. ¡Sueños!
Jesús dirige a Pedro las
mismas palabras que, unos años antes, lanzara ante el tentador, en el desierto.
¡Lejos de mí, Satanás! ¿Qué le proponía el demonio? Justamente lo mismo que
Pedro. Una carrera triunfante, plagada de éxitos, sin dolor y sin cruz. Salvar
al mundo sin tener que pasar por la muerte. Empleando los medios propios de un
rey, de un hacedor de milagros, de un proveedor de pan y circo para todos. La
gran tentación, para Jesús, era utilizar medios humanos para conseguir sus
fines. Medios que parecen buenos, pero que suponen siempre dominar, someter,
ahogar la libertad humana: esgrimir el poder aplastante de Dios ante el que
nadie puede oponerse.
Y este no es el estilo de
Dios. No es el estilo del Dios que se hace niño y nace en la pobreza. No es el
estilo de un Dios carpintero, que pasa la mayor parte de su vida en el
anonimato, viviendo en una aldea perdida de Galilea. No es la mentalidad de un Dios
que se arrodilla para lavar los pies a sus criaturas. No es la forma de hacer
de un Dios que, antes que todopoderoso, es todo amor.
Jesús tampoco está
diciendo nada extraño. Ya los profetas de Israel conocieron el camino de la
cruz. Como Jeremías, que en la primera lectura se rebela ante la dureza de su
misión. Quisiera dejarlo, arrojar la toalla y callar… pero la palabra de Dios
le arde dentro, le quema el pecho y no puede abandonar. Acepta su cruz y sigue
adelante.
¿Qué quiere decir tomar
la cruz y seguir a Jesús? La cruz somos nosotros. La cruz es nuestra vida y
nuestras circunstancias. La cruz es la parte penosa de la misión que puede
cambiarnos la vida. La cruz es aceptar el rechazo y la incomprensión por seguir
los caminos de Dios: un camino de servicio, de reconciliación, de amor humilde
e intrépido. Un camino con espinas, sí,
pero un camino que lleva a la Vida con mayúsculas.
San Pablo ahonda en esta
idea. ¿Cómo cambiar de mentalidad y aprender a pensar al modo de Dios? ¿Cómo
renovar la mente? Es difícil y con nuestras fuerzas solas no podremos. Pero sí
podemos hacer algo: ofrecernos a Dios. Cuando le ofrecemos toda nuestra vida:
no sólo el corazón y el alma, sino el cuerpo (es decir, nuestro tiempo,
nuestras acciones, nuestras fuerzas), entonces él transforma esta ofrenda y nos
da la gracia suficiente y necesaria para cambiar. No somos nosotros quienes nos
convertimos: es él quien nos cambia. Sin dificultad, con suavidad y alegría,
porque Dios no quiere aniquilarnos, sino vernos crecer y florecer… Esa es su
voluntad para cada uno de nosotros.
¿Queremos cambiar?
Entreguémonos a él. Abandonémonos en sus manos. Del todo. Y él nos transformará
para que vivamos de verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario