Isaías 55, 6-9
Salmo 144
Filipenses 1, 20-27
Mateo 20, 1-16
La parábola de los
viñadores de última hora es una gran lección que Jesús nos da a los cristianos
y a los que estamos comprometidos con el evangelio y su anuncio. La viña es el
mundo, el amo es Dios y los viñadores son aquellos que trabajan por expandir su
reino. Somos muchos, algunos llevamos muchos años trabajando en parroquias,
comunidades o movimientos. Otros se han ido incorporando más tarde. Algunos son
recién llegados. ¿Por qué han tardado tanto en sumarse a la gran tarea de la
evangelización? Por motivos muy diversos, que quizás no conocemos. El caso es
que muchas personas pasan buena parte de su vida desorientadas, buscando el
sentido a su vida y esperando, como esos trabajadores desocupados en la plaza,
que alguien los llame.
Tanto si nos hemos convertido
en la infancia como si nuestra conversión es fruto tardío, Dios valora
muchísimo todo lo que hagamos por él y por su reino. No importa si hemos
invertido décadas, días o unas horas. Todo lo que hemos hecho por amor cuenta.
Y lo va a remunerar según su justicia. ¡Y aquí es donde llega la sorpresa!
El amo de la viña paga lo
mismo a todos los obreros: los que trabajaron de sol a sol y los que fueron a
la viña al atardecer y sólo trabajaron una hora. ¿Cómo es posible? Según
nuestros criterios laborales y económicos, eso es injusto. Nadie aceptaría un
trato así. Pero el amo de la viña se explica.
Primero, no comete
injusticia pagando a los obreros lo que acordó con ellos. ¿El trato era un
denario por día? Pues si les paga esta cantidad, cumple lo pactado. Son los
empleados los que se comparan entre ellos y piensan que, a más horas
trabajadas, deberían cobrar más.
Esta es la forma de
pensar del mundo: tanto haces, tanto ganas. Todo el mundo debe recibir según
trabaje. Quien hace más merece más. En la cultura del mérito, el salario se
mide por el esfuerzo, el tiempo y los resultados. Lo prioritario es la faena y
el beneficio material. Pero ¿dónde entra la persona en este esquema? Es una
mera máquina productora. Si trabaja menos, entonces debe ganar menos.
La justicia de Dios no
mira la productividad, sino la persona. Los obreros de última hora han
trabajado menos, sí, pero también tienen familia que mantener. También
necesitan casa, alimento y vestido, igual que los otros, o quizás más. A la necesidad material se suma, quizás, la
angustia por no tener trabajo y la tristeza por sentirse inútiles o
improductivos. El amo de la viña sabe esto y actúa, no siguiendo las leyes del
mercado, sino las del corazón.
Dios recompensa, no según
el merecimiento, sino la necesidad. Esta es su justicia. No nos da lo que
merecemos, sino lo que sabe que necesitamos. ¡Y menos mal que lo hace así! Esto
es lo propio de un corazón lleno de misericordia y amor. Porque, si somos
sinceros, ¿qué merecemos? Todos cometemos errores y fallamos. Todos
traicionamos a Dios, alguna vez en la vida. Todos le ignoramos, le relegamos a
un segundo plano, le olvidamos, somos negligentes y cobardes a la hora de
servir a los demás y trabajar por su reino. Si Dios nos tuviera que dar lo que
merecemos, ¡pobres de nosotros!
Pero no es así. Dios,
como una buena madre, da a sus hijos lo que necesitan, y da generosamente, con
amor y esplendidez. No le importa dar lo mismo a todos, incluso más a quienes
ve más débiles y vulnerables. ¡Puede hacerlo! ¿Estaremos envidiosos porque es
tan bueno?
Lamentablemente, muchas
personas, incluso personas comprometidas con la Iglesia, somos duras de
corazón. Nos enfada que Dios sea tan bueno, tan generoso, tan comprensivo.
Quisiéramos ser los favoritos, ¡porque hemos hecho tanto! Y resulta que Dios
mima a los que han llegado después que nosotros. Al final, lo que sucede es que
el centro de nuestra misión no era ni siquiera Dios: éramos nosotros, nuestro
buen hacer, nuestro ego, nuestro orgullo. Por eso nos irrita que Dios sea
magnánimo con los que no llegan a nuestro nivel.
Si realmente dejamos que
Dios habite en nosotros, su amor nos hará ser como él y seremos los primeros en
alegrarnos de que Dios sea espléndido con los últimos. Nos uniremos a su
alegría cuando abraza a un hijo pródigo. Y colaboraremos con él para llamar a
muchos que están esperando, en la plaza de este mundo, que alguien les dé una
buena noticia y los invite a formar parte de ella.
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