2018-02-09

Para gloria de Dios

6º Domingo Ordinario - B

Levítico 13, 1-46
Salmo 31
1 Corintios 10, 31-11, 1
Marcos 1, 40-45

Este domingo es la Jornada Mundial del Enfermo. Las lecturas de hoy nos sitúan en tres posiciones diferentes respecto a la enfermedad. Por un lado, tenemos el libro del Levítico, que prescribe ciertas normas para alejar a los leprosos y evitar el contagio. Son leyes que piensan en el bienestar general de la comunidad, pero no en el bien concreto del enfermo, que se convierte en un marginado, sin derecho alguno. Al dolor de la enfermedad física se suma el de su aislamiento social y familiar. Estas leyes, por razonables que parezcan, se alejan de la misericordia de Dios.

En el evangelio, por contraste, encontramos a Jesús curando a un leproso e ignorando las leyes de Moisés: se acerca a él y lo toca. Para Dios no hay marginados, él quiere la salud y la vida de todos. Eso sí, Jesús tampoco quiere romper con la tradición de su pueblo y manda al leproso que vaya a hacer la ofrenda prescrita por la ley, por haber sido curado. La ley margina, Dios sana e integra. La normativa separa, señala y divide. Dios reúne y restaura. Y esto nos debería hacer pensar en nuestra actitud ante la enfermedad y los enfermos.

La enfermedad es una realidad que nos sitúa ante nuestros límites y pone a prueba nuestros valores y principios. A veces tiene una causa clara, pero otras veces no. Es entonces cuando las personas buscamos todo tipo de explicaciones. Para algunos es una fatalidad, fruto de la mala suerte. Otras veces, la enfermedad es una consecuencia lógica de unos malos hábitos o de una vida poco sana. Hay quienes piensan que tiene un origen emocional y psicológico, que se somatiza de una forma u otra. Para muchos médicos todo se reduce a fallos genéticos del organismo, infecciones, carencias o un proceso degenerativo, a veces inevitable por la edad. En las antiguas culturas era una maldición divina; en Israel se consideraba un castigo por los pecados, propios o heredados de los padres.

Pero todas las explicaciones, físicas o morales, se quedan cortas ante la realidad. El enfermo nos pone contra las cuerdas y nos rompe muchos esquemas. Nos obliga a tocar de pies a tierra y a plantearnos qué significa la vida y la dignidad de la persona. La enfermedad nos pone cara a cara ante el misterio de nuestra fragilidad, el misterio del dolor y de la muerte… ¿Cómo lo vivimos?

Desde la Iglesia hay una respuesta ante el dolor y la enfermedad. No es una respuesta teórica, no es una explicación. Es una acción concreta, que se inspira en los gestos de Jesús. Las antiguas religiones prescribían prohibiciones, tabúes y rituales ante las enfermedades infecciosas. Jesús no las sigue. No se aleja de los leprosos, como vemos hoy. ¿Qué hace? Se acerca, mira con amor. Escucha, atiende, comparte su sufrimiento. Y cura. Utiliza su poder para sanarles y devolverles la dignidad y una vida sana y plena. Las curaciones son de las pocas ocasiones en las que Jesús muestra su poder divino. También lo hará para dar de comer (en la multiplicación de los panes), para alejar el pánico de sus discípulos (calmando la tempestad) y para aliviar el duelo de los familiares, resucitando a dos niños y a Lázaro.

¿Qué hacer ante la enfermedad? San Pablo en su breve exhortación de la segunda lectura nos da una pauta sencilla y profunda. En todo lo que hagamos, demos gloria a Dios. Comiendo, bebiendo, trabajando… o descansando. Sanos o enfermos, en la calle o en cama, activos o en reposo obligado, demos gloria a Dios. También enfermos podemos vivir intensamente. La enfermedad nos enseña algo importantísimo, que es ser humildes y dejarnos amar. Y esto, señalan algunos teólogos, es tan importante o más que amar. Porque quien ama, finalmente, tiene algo que dar, puede sentirse superior, más que el otro. Quien sólo se puede dejar cuidar toca su máxima pequeñez e impotencia, y sólo le queda agradecer.

El papa Francisco señala en su mensaje para esta Jornada del Enfermo un rasgo del cuidado de los enfermos: la alegría. Sí, ¡la enfermedad también puede ser una fiesta! Una fiesta de ternura, de solicitud, de detalles. Una fiesta donde redescubrir el valor de las cosas pequeñas, de una mirada, una caricia, unos minutos, unas horas de silencio o de conversación sosegada junto a un ser querido. Una fiesta donde redescubrir la alegría de dar y recibir. De dar si cuidamos; de recibir si somos cuidados. Una fiesta donde reencontrarnos con el valor de la vida, de toda vida, por el solo hecho de existir, y no por lo que uno hace, tiene o puede. Una fiesta donde descubrir el valor del tiempo “perdido” en estar, solo estar, acompañando a alguien que nos necesita.

“Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo”, dice San Pablo. Jesús fue un hombre sano que curó a muchos. Pero también se dejó cuidar. Se dejó lavar y ungir los pies, y alabó a la mujer que lo hacía. Lavó los pies a sus discípulos. ¿Cómo tratar a los enfermos? Miremos a Jesús. ¿Cómo dar gloria a Dios, estando enfermo? Mirémosle también a él, sentado junto a la mujer, o yaciendo, muerto y descendido de la cruz, en brazos de su madre María. Dócil, paciente, abandonado. Dejándose abrazar y ungir con cariño.  Enfermo también se puede amar, dando, como Jesús, hasta el último aliento.

Sí, Jesús nos abre el camino para vivir la enfermedad de otra manera, nueva y digna, de modo que el dolor y la limitación nunca puedan recortar nuestra libertad y nuestra dignidad de hijos de Dios.

Enlace a la homilía en pdf: aquí.

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