1r Domingo de Cuaresma - B
Génesis 9, 8-15
Salmo 24
Pedro 3, 18-22
Marcos 1, 12-15
Estamos ya en tiempo de Cuaresma,
que nos prepara para la gran fiesta cristiana, la Pascua. En este primer
domingo las lecturas nos hablan del pacto
de Dios, de la salvación de Dios, y
del reino de Dios. ¿Qué significan
estas palabras, que estamos tan acostumbrados a oír? Quizás no comprendemos del
todo su hondura y hasta qué punto pueden cambiar nuestras vidas.
La primera lectura nos habla del pacto de Dios con la humanidad, tras el
diluvio. Es un relato simbólico que viene a expresar una alianza muy desigual:
Dios se compromete a no volver a destruir la humanidad, amándola y
protegiéndola siempre. No hay otra condición, ni compromiso requerido por parte
del hombre. Es un pacto unilateral en el que Dios lo compromete todo. Esta era
la experiencia de los judíos en el Antiguo Testamento: Dios, que tiene el poder
para crear y destruir, decide renunciar a este poder y permite que la humanidad
crezca y se expanda libremente, aunque esta, algún día, pueda volverle la
espalda de nuevo.
En el evangelio, se nos habla de
las tentaciones de Jesús, muy
brevemente, sin detallar cuáles fueron. Marcos explica, simplemente, que Jesús
fue tentado, superó las propuestas del Maligno, y empezó a anunciar el reino de Dios. ¿Cuáles fueron las
tentaciones? Quizás todas ellas puedan resumirse en una: ya que eres hijo de
Dios, ¿por qué no utilizas tu poder para implantar tu reino? ¿Por qué no
valerte de tu omnipotencia y ahorrarte trabajo y sufrimiento?
Pero este no es el estilo de Dios.
Jesús también renuncia a su poder y se lanza a predicar el amor de Dios a pie,
entre sus gentes, pueblo a pueblo, casa por casa y persona a persona, con
sencillez y sin grandes alardes. Dios no ha elegido salvarnos desde una
posición de superioridad, espectacular o abrumadora, sino desde la humildad de
Jesús, hecho hombre como nosotros. Nos salva abajándose, poniéndose a nuestra
altura en todo: en la necesidad, en la fragilidad, en el conflicto ante la
incomprensión de muchos, incluso en la tentación, porque fue tentado como lo
somos nosotros. Pasó por todo lo que pasamos nosotros, porque sólo así podía
salvarnos.
San Pedro, años después,
explica a fondo el gesto de Jesús en su carta, la que leemos hoy: «Con este Espíritu (el de Dios) fue a
proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados que en un tiempo habían sido
rebeldes, cuando la paciencia de Dios aguardaba…». La misión de Jesús es
liberadora. Lejos de él esa imagen del Dios temible y tirano, que nos oprime
con su poder, nos controla y nos juzga. A quienes critican la religión
cristiana por ser opresora, bastaría explicarles bien el evangelio para que
vieran que el mensaje de Jesús es lo contrario de la esclavitud. Dios no
esclaviza. Al contrario, cuando queremos librarnos de Dios es cuando caemos
esclavos de muchos otros poderes que no tienen nada de humanitarios y amables.
¿De qué nos libera Jesús? No nos
libera de nuestras circunstancias, ni de nuestros problemas cotidianos, ni de
otras personas, sino de algo mucho más profundo y destructivo que está en la
raíz de todos los males. Pedro habla de espíritus prisioneros, almas
encadenadas por la rebeldía. ¿Cuántas personas se han sentido así, alguna vez?
Esclavas, atadas no sólo por las obligaciones, la pobreza o la opresión de los
poderosos, sino por el sutil y engañoso poder del mal. En el fondo, lo que nos
encarcela el alma son esas tendencias que nos encierran en nosotros mismos: la
autosuficiencia, la vanidad, el miedo y la desconfianza. Nos atan la pereza, la
impaciencia, la rabia y la tristeza. Todas nos dividen y crean barreras con los
demás, provocan conflictos y malentendidos, y en último extremo hasta
violencia. El problema es que muchas veces no reconocemos esos males que, como
cánceres ocultos, crecen dentro de nosotros.
Jesús asume todo este mal que nos
corroe y lo carga sobre sí mismo. Su bautismo, dice san Pedro, nos limpia, no
físicamente, sino espiritualmente. Un baño del Espíritu Santo nos purifica
hasta el fondo. Y nos hace vivir de forma nueva, con la alegría y la libertad
propias de los hijos de Dios, de quienes se saben infinitamente amados por él.
El inocente muere por los
culpables para que todos se salven por él. Explicaba un sacerdote en su homilía
que Jesús hace por nosotros lo que haría el hijo de un juez ante un condenado
por sus delitos. «Padre, este condenado es culpable, pero deja que sea yo quien
cumpla la pena por él». Y el juez, que es tan compasivo como su hijo, se lo
permite… ¡por amor y compasión hacia el condenado! Sólo un Dios lleno de misericordia
puede hacer algo así. El Padre lo hace, Jesús asume nuestras culpas y nosotros
revivimos su gesto de entrega en cada eucaristía. Muere por nosotros. Resucita
por nosotros: nos resucita y nos hace renacer. ¡Basta ser consciente de esto
como para vivir con una alegría exultante!
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