Génesis 22, 1-18
Salmo 115
Romanos 8, 31-34
Marcos 9, 2-10
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Las lecturas de este domingo
son impresionantes y nos sitúan ante momentos álgidos y misteriosos de esta
larga historia de amor entre Dios y la humanidad. La primera lectura es el
relato del no-sacrificio de Isaac. Muchos hacen hincapié en el aspecto más
sobrecogedor de la historia. ¿Cómo Dios puede pedir a un padre que sacrifique a
su único hijo, el que ha esperado durante tantos años, el que Dios mismo le
prometió? Pero, en realidad, Dios no quiere esa oblación y él mismo detiene la
mano de Abraham. Las explicaciones a este episodio son múltiples: Dios quiere
acabar con los sacrificios humanos, que eran algo común en los pueblos cananeos
de la antigüedad. Dios pone a prueba la fidelidad de Abraham. Dios no quiere
sacrificios, sino lealtad y amor sincero. Lo único que pide es que le pongamos
a él por encima de todo. Es la fe y la adhesión al Dios único que permea todo
el Antiguo Testamento.
Pero vayamos al evangelio. El
relato también nos sitúa en la cima de un monte. Los montes son los templos de
la naturaleza, lugares sagrados de encuentro con Dios. En este monte no sucede
un sacrificio, sino una revelación: Jesús aparece en toda su gloria ante sus
tres discípulos más íntimos, más amados. Pedro, Santiago y Juan lo ven
transfigurado entre dos personajes, Moisés y Elías. El Hijo de Dios aparece
resplandeciendo con luz propia entre los dos puntales de la fe de Israel: la
ley y los profetas. Jesús culmina la ley, Jesús es la promesa cumplida que
anuncia el profetismo.
En la primera lectura veíamos
al Dios que pide total adhesión. Es el hombre quien asciende hacia él, con
esfuerzo y sacrificio. En la segunda, vemos al mismo Dios que se comunica: ya
no es el hombre quien sube, es él quien baja, se revela y se ofrece a sí mismo.
Se terminaron los sacrificios, pues Jesús mismo es la ofrenda.
¿Cómo entender estas lecturas
y aplicarlas a nuestra vida, hoy?
Dios está con nosotros. Y no
sólo en espíritu, sino en presencia física, con Jesús, primero en la tierra, y
ahora en la eucaristía, en el pan. La gran novedad cristiana es que nuestro
Dios, siendo todopoderoso y fuente de nuestra existencia, no nos exige ni nos
pide nada: al contrario, nos lo ofrece todo.
San Pablo lo expresa en su
carta a los romanos: Dios no quiere someternos a su poder, sino elevarnos a su
altura. Nos lo da todo y, al final, entrega a su propio hijo. No somos nosotros
quienes le ofrecemos sacrificios: Dios se ofrece él. ¿Cómo no nos lo dará todo,
con él?, dice san Pablo. Si creemos esto y lo vivimos, nada tiene que
asustarnos, nada puede angustiarnos, nada debería quitarnos la alegría y el
gozo de existir. Incluso con una vida cargada de problemas, ¿qué son todas las
dificultades al lado de saberse tan amado por Dios?
Ya ni siquiera tenemos que
pedirle nada. ¡Él sabe lo que necesitamos y él mismo intercede por nosotros!
Hay una gran tarea que hemos de aprender, superando nuestros orgullos y afanes de ser más… aunque sea más buenos, más virtuoso
y más incansables. Nuestra gran tarea es dejarnos amar por él. Dejarnos salvar
por él. Dejarnos santificar y transformar por él. Dejarnos convertir en otros
Cristos, ungidos, amados y revestidos de la luz de Dios.
Quizás este sea el sentido más genuino del sacrificio y el ayuno, una de las prácticas recomendadas en Cuaresma. Frente al activismo y el voluntarismo, que pueden esconder un sutil orgullo o autosuficiencia espiritual, está la actitud de abandono y receptividad. Frente al sacrificio, que puede convertirse en un acto de vanidad y soberbia espiritual, el sacrificio que realmente agrada a Dios es que nos dejemos amar por él. Que seamos dóciles a su Espíritu, el único que puede cambiarnos y renovarnos por dentro.
¿Por qué nos cuesta tanto?
Confiemos. Si Dios está con
nosotros, ¿quién estará contra nosotros?
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