Crónicas 36, 14-23
Salmo 136
Efesios 2, 4-10
Juan 3, 14-21
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Existe en las filosofías tradicionales una tendencia a
pensar que los males del mundo son consecuencia de nuestros actos, y en buena
medida esto es cierto. Lo que siembres,
eso recogerás, y desde el punto de vista humano, es así. Somos responsables
de lo que decidimos y todo lo que hacemos da un fruto, bueno o malo, fecundo o
destructivo.
Desde un punto de vista religioso, podemos llevar este
razonamiento más lejos: Dios castiga las malas obras y premia, en cambio, las
buenas. Así se nos enseñó a muchos de nosotros cuando éramos niños. Quizás se
nos habló mucho del castigo y se nos explicó poco qué era la gracia.
En la segunda lectura de hoy san Pablo nos da una lección
maravillosa sobre cómo es Dios y cómo se porta con nosotros. Contrasta con la
primera lectura del Antiguo Testamento, donde se dice que Dios primero se
compadeció de los pecados del pueblo y les envió profetas para avisarlo. Al no
hacer caso, su ira se encendió y les envió un terrible castigo: la invasión de
los caldeos, que arrasaron el país, incendiaron Jerusalén, destruyeron el
templo y se llevaron al exilio a una parte de la población. La catástrofe fue
consecuencia de la infidelidad de Israel a Dios. Los años del exilio fueron una
especie de purgatorio, de correctivo, para enseñar al pueblo cómo volver al
buen camino. Pasados 40 años, Dios permite al pueblo regresar, reconstruir su
templo y rehacerse.
Con Jesús, el panorama cambia. Dios ya no envía mensajeros,
¡viene él mismo en persona! Y no viene a juzgar ni a condenar, sino a salvar.
Quiere rescatar a toda la humanidad. ¿Cómo? Vive haciendo el bien y muere en la
cruz, entregándose por todos. Nos abre las puertas del cielo y nos regala una
vida eterna y plena, a todos sin excepción. No mira si somos buenos o malos, si
lo merecemos o no: su ofrenda es por todos. Es un regalo de Dios, dice Pablo,
no fruto de nuestras buenas obras, para que nunca podamos presumir de ellas.
Así es Dios: bueno, amante, enamorado de sus hijos y derrochador
de gracia y amor. Nos viene a traer su vida, a manos llenas. Y gratis. Lo único
que tenemos que hacer es recibirla, abrirnos a la luz. Lo único que necesitamos
es creer, confiar, aceptar su regalo, esa mano tendida que nos salva de la vida
penosa, del sinsentido, de la muerte. Basta acoger a Jesús, en nuestro corazón,
y dejarnos llenar por él.
Muchas espiritualidades modernas se basan en la fuerza de la
voluntad y en el esfuerzo personal para poder transformar nuestra vida. Se
habla de resetear nuestra conciencia, de reprogramarnos, de cambiar de ideas o
de esquemas mentales… La verdad es que todos, por mucho que lo intentemos,
podemos cambiar algo, pero siempre acabamos topando con los mismos obstáculos,
¡nos cuesta mucho dejar de ser nosotros mismos!
Pablo sabía mucho de este voluntarismo estéril: él era un
buen ejemplo. Se esforzaba por ser
perfecto y al final confesaba que hacía
el mal que no quería, y no podía hacer el bien que deseaba. Su vida era una continua lucha interna
hasta que se topó con la gracia de Dios… y cayó del caballo. Después de su
encuentro con Jesús, Pablo nos propone otro camino. Sólo Dios puede
transformarnos y cambiar nuestra vida en aquello que sea necesario, pues él nos
ama y nos acepta tal como somos. Nos ha
hecho vivir con Cristo, dice Pablo. Nos
ha resucitado y nos ha sentado en el cielo con él. Transidos de su amor,
podemos actuar de otra manera: son esas buenas obras que brotarán de nosotros
cuando nos hayamos dejado moldear por él. No es que tengamos que ser diferentes,
sino, como decía Martín Descalzo, lo que necesitamos es cambiar de dirección,
de camino.
Pablo nos habla de la gratuidad de Dios y de la salvación.
No creamos, como los fariseos, que “nos ganaremos” el cielo a pulso, por
nuestros méritos. El cielo ya lo tenemos, regalado y gratis. Sólo basta
acogerlo y aceptarlo. Y para ello se necesita una enorme humildad.
Una vez aceptamos el regalo… ¡qué paz y qué gozo tan
inmensos! Entonces empezamos a vivir, en verdad, una vida resucitada, ya en
esta tierra.
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