Hechos 10, 34-43
Salmo 117
Colosenses 3, 1-4
Juan 20, 1-9
¿Qué significa resucitar? Los
cristianos basamos nuestra fe en la resurrección de Cristo. En el Credo
repetimos, cada vez que asistimos a Misa: «Creo en Jesucristo… que fue
crucificado, muerto y sepultado; resucitó al tercer día…» Sabemos que Jesús
pasó de la muerte a otra vida, inmortal e infinita, como no podemos imaginar.
Sí, lo creemos, y celebramos
este domingo de Pascua con solemnidad y con ánimo festivo. Que Jesús, tras una
muerte tan atroz, resucitara, ¡es una gran noticia! Que Jesús sea Dios, vivo y
entre nosotros, es un misterio que nos remite a un amor infinito.
Pero hoy, veinte siglos
después… ¿De qué manera nos afecta la resurrección de Jesús? ¿Cambia nuestra
vida, como cambió la de los apóstoles y la de tantos seguidores de Jesús a lo
largo de la historia? ¿O es simplemente una verdad que creemos y confesamos,
para luego volver a casa, a nuestras faenas, y seguir como siempre?
Como preguntaba un niño en
catequesis: «Está muy bien que Jesús resucitara… pero ¿y nosotros?»
San Pablo en la carta a los colosenses,
que leemos hoy, nos dice: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes
de allá arriba…»
Es decir, san Pablo supone que
los cristianos ya estamos resucitados
con Cristo. ¿Cómo entenderlo? Todos vamos a morir, ¿cómo podemos estar
resucitados?
La resurrección es una
promesa que Jesús nos hace a todos: nos llama a vivir como él para unirnos a él
de tal manera que, cuando muramos, también podamos resucitar. Dios nos
resucitará como lo hizo con él. Y cuando estemos resucitados estaremos más allá
del tiempo y del espacio, viviremos en el eterno presente de Dios, con él. Por eso,
como algún día viviremos esta vida resucitada, ahora ya podemos empezar a
saborearla de alguna manera. Es como si un niño aún no nacido, en el vientre de
su madre, comenzara a soñar la vida que tendrá una vez salga a la luz. Vivir
resucitados es vivir en la tierra como si ya estuviéramos en el cielo: con la
misma alegría, gratitud y confianza. Nada nos puede tumbar ni abatir, porque sabemos
Dios nos tiene preparada una vida eterna y plena.
Sigue san Pablo: «Porque
habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios.» ¿Qué
significa que hemos muerto? Pues que hemos cambiado de vida. Hemos dejado atrás
lo que nos separaba de Dios: orgullos, desconfianzas, miedos, cerrazón. Hemos
muerto al mal, al egoísmo, a vivir centrados en nosotros mismos. Este proceso
es como una muerte, un parto. Y después iniciamos una vida que, durante
nuestros años en la tierra es una semilla plantada, una vida «escondida en
Dios», como dice Pablo. Qué bonita imagen: nuestra vida está escondida,
arropada, mecida en el seno de Dios. Él nos sostiene y él nos hará brotar, un
día, como planta resucitada en su Reino.
¿Somos conscientes de todo
esto? La fiesta de Pascua, con el ciclo litúrgico de la Iglesia, nos lo
recuerda, año tras año. Vivamos en Cristo. Crezcamos en él. Que año tras año
nuestra semilla vaya brotando un poco más. Vivamos en la tierra como en el cielo. Aceptando los contratiempos que nos
vienen, sin perder la paz ni la alegría profunda que da saberse resucitados.
Nuestra fe tiene que ser más
que creencia: tiene que ser vida. Se notará cuando realmente vivamos
resucitados y, como dice Pablo, dejemos de interesarnos por las cosas de este
mundo y aspiremos a «los bienes de arriba». Las cosas de este mundo son
brillantes y tentadoras, todos lo sabemos: dinero, confort, prestigio,
reconocimiento, éxito, fama y proyección social… Pero todas, al final, son
caducas y nunca sacian nuestro corazón. Perseguirlas nos estresa, nos agota y
nos entristece. Las cosas de «arriba» son las que realmente nos alimentan y nos
dan plenitud. Más que cosas, son personas. Es Jesús. Es Dios. Y, en ellos,
todos aquellos a quienes amamos. Como decía Jesús en la santa Cena: «donde yo
voy quiero que también vengáis vosotros». Dios no romperá nunca nuestros
vínculos de amor. Al contrario: con él los viviremos en una inagotable
plenitud.
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