Domingo de Ramos - B
Isaías 50, 4-7
Salmo 21
Filipenses 2, 6-11
Marcos 15, 1-39
La lectura de San Pablo, hoy Domingo de Ramos, resume con
pocas frases, pero muy hondas, todo el sentido de la vida de Cristo.
Nos habla de su pasión, de su muerte, pero también del
último capítulo de su vida, que no está teñido de oscuridad, sino que es
luminoso y nos abre una puerta al infinito.
«Cristo, a pesar de su
condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios». Cuántas personas
quieren ensalzarse, ser grandes, divinizarse. Hoy, incluso, muchas tendencias
filosóficas o espirituales insisten en hacernos creer que somos divinos, quizás
para subir nuestra autoestima. Resulta que Dios actúa de manera muy distinta.
El Altísimo se abaja, se humaniza por completo, no se vale de su poder. Antes de
poderoso, como decía el papa Francisco, Dios es todo-amoroso, y si asume su
humanidad, lo hace a todas, sin concesiones. Hasta la muerte. Jesús no fue un
superhombre ni un espíritu disfrazado: fue plenamente humano.
«…tomó la condición de
esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.» Aquí
hemos de entender la palabra esclavo como servidor, no como alguien privado de
libertad. Jesús fue profundamente libre, ¿qué valor tendría la entrega o la
obediencia forzada de un esclavo? Pero desde su libertad obedeció, porque su
voluntad era una con el Padre, y esta voluntad era servir hasta el fin, hasta
el extremo de morir.
«Por eso Dios lo levantó
sobre todo y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”». Si la vida de Jesús
hubiera terminado con la muerte en cruz, sería una historia trágica, una más,
de un hombre bueno injustamente condenado, de un profeta víctima de los poderes
de su tiempo, de un visionario cuyo proyecto fracasó pisoteado por los
intereses de los gobernantes. Sería una historia hermosa, pero triste y
desesperada. ¿Por qué murió Jesús? ¿Para qué?
Si Jesús hubiera sido
simplemente un hombre justo, un gran profeta o un sanador humanitario, hoy muy
pocos lo recordarían, y no tendría millones de seguidores. Pero después de su
muerte ocurrió algo que ha cambiado toda la historia humana, y que nos prueba
que Jesús, además de hombre, es Dios.
«…al nombre de Jesús toda
rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua
proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.» Jesús es Señor y
todo el universo se postra ante él. ¿Cuál fue el camino hacia la gloria? La
cruz. ¿Cómo se elevó? Humillándose. ¿Cómo ascendió al cielo? Abajándose.
Muriendo en cruz, Jesús nos muestra un camino hacia el Padre: su camino, el
camino del servicio, de la entrega, del amor hasta el fin, de la coherencia
vital.
Ante la amenaza de muerte
Jesús sufrió una terrible angustia y horas de pasión, en Getsemaní. Después
sufrió la tortura de un condenado como cualquier criminal. ¿Qué podía haber
hecho? Ante una muerte tan atroz cualquiera de nosotros tendería a una de dos:
huir o rebelarse. O luchas contra tus enemigos, combatiéndolos con fuerza, o
bien escapas para salvar tu vida. Otra opción ante el peligro es paralizarse:
quedarse inmóvil, como muerto, no hacer nada. Si Jesús hubiera dejado de
predicar y de curar, y hubiera vuelto a su casa, a la tranquilidad de Nazaret,
probablemente hubiera evitado la cruz.
Pero Jesús no optó por
ninguna de estas tres reacciones. No se rebeló, no huyó ni se quedó paralizado.
Vivió intensamente hasta el último suspiro y murió gritando, con fuerza,
exhalando toda su energía vital. Jesús vivió ardiendo hasta el final.
Y Dios Padre lo resucitó.
También este será nuestro destino. Por eso todos somos invitados a vivir como
Jesús, consumiéndonos como una vela que arde por amor, entregándonos hasta el
fin, aceptando rechazos y humillaciones. Todo por amor. Ese mismo amor que nos
da vida ahora y que, un día, nos resucitará.
Descarga aquí la homilía en pdf.
No hay comentarios:
Publicar un comentario