Jeremías 31, 31-34
Salmo 50
Hebreos 5, 7-9
Juan 12, 20-33
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La breve lectura de san Pablo, hoy, enlaza con el evangelio.
San Pablo tuvo un encuentro personal y místico con Cristo, y le fueron
revelados momentos íntimos y profundos de la vida de Jesús y de su relación con
el Padre. Por eso Pablo dice que Jesús rezó, con angustia y con llanto,
suplicando a Dios que lo librara de una mala muerte, de la tortura y la
crueldad. Esta es una de las caras más humanas, más cercanas de Jesús. Su
corazón no es de piedra. En el evangelio que leemos, Jesús mismo confiesa su
turbación: «mi alma está agitada», dice. Como humano, teme el dolor y la
muerte, y tiembla ante los sufrimientos que le esperan. Sabe que los sacerdotes
y los jefes del pueblo quieren acabar con él. Pero esta agitación interior no
le echa para atrás. El valor está en asumir el miedo y el dolor y seguir
adelante. Reza, sigue confiando en su Padre, y este le responde. «He glorificado
mi nombre y volveré a glorificarlo».
¿Qué significa que Dios glorificará su propio nombre? Pues
que Dios no fallará: actuará como lo que es, como Dios, coherente con su ser. Y
Dios es amor, un amor que todo lo puede y todo lo supera. Que Dios glorifique
su nombre significa que ni el mal ni la muerte podrán vencerlo. Jesús morirá,
sí, pero ese no será el final. Su resurrección superará toda expectativa y toda
previsión, y abrirá una nueva era a la humanidad. Porque la resurrección de
Jesús es preludio de la que todos vamos a experimentar, un día. Cuando Pablo
dice que Jesús nos da la salvación eterna se refiere a esto: no sólo nuestra
alma será inmortal. Nuestro cuerpo también disfrutará de esta vida sin fin que
nos ofrece Dios.
Es un misterio, pero los evangelios se han escrito para que
sepamos que esto será así. El mejor testimonio es el mismo Jesús y su mensaje,
que Pablo y los apóstoles intentaron transmitir con la máxima fidelidad y
entusiasmo. La muerte es un destino que nos aguarda a todos. Pero hemos de
saber que el último capítulo de nuestra vida no es este, sino la vida eterna.
Un rasgo de Jesús destaca Pablo: Jesús, siendo Hijo, y
siendo Dios, fue obediente. ¡Cuántas reticencias despierta esta palabra! Cómo
nos cuesta. Nos parece que obedecer es renunciar a ser uno mismo, someterse,
aniquilarse. Hoy vivimos en una cultura de afirmación del yo: nadie quiere
renunciar a ser él mismo, nadie quiere morir, nadie quiere dejar de ser lo que
es… ¿Cómo entender la negación de sí mismo? ¿Y cómo entender la segunda parte
de la afirmación de Jesús? Quien se aborrezca a sí mismo, se guarda para la
vida eterna. ¿Es posible entender esto?
Jesús habla del grano de trigo de muere y da fruto. Él supo
someterse a todas las limitaciones humanas, incluidos el dolor y la muerte. Se
entregó hasta el final: fue un grano de trigo, que, enterrado, dio fruto
fecundo.
Nosotros, si queremos formar parte de él, hemos de imitarle.
¿Cómo? Entregándonos hasta el fin. Sirviendo a los demás. Abriéndonos a Dios,
al prójimo, al mundo. Fuera egoísmos: el grano que germina se abre en la
tierra. También nosotros, si abrimos el corazón y gastamos nuestra vida para el
bien de los demás, seremos fecundos, aún sin proponérnoslo.
Apertura de corazón. Y obediencia, como Jesús. No se trata de
caer en activismos, por muy humanitarios y bien intencionados que sean. El
activismo corre el riesgo de convertirse en nuestra gran obra, nuestro
pedestal, motivo de vanidad inconfesada. A veces lo mejor que podemos hacer es
escuchar al otro y responder a su llamada, a su petición, a su necesidad.
Aprender a amar al otro como necesita ser amado, y no como yo quiero;
integrarse en un apostolado adaptándose al pastor, al sacerdote, a los demás, y
no como yo querría; aceptar los afanes de cada día y la realidad como es, y no
como yo la desearía. Vivir con humildad y coraje, amando siempre, incluso
cuando no es posible hacer otra cosa que estar, estar ahí, al lado del que
sufre, acompañando. El mayor heroísmo, decía santa Teresita, no es una gran
proeza, ni un gran sacrificio, sino un acto de sincera y callada obediencia.
Decía el papa Benedicto que quienes quieren cambiar el mundo
y hacen muchas cosas no lograrán demasiado; pero quienes se entregan hasta el
final, esos construirán el futuro. Ese es el secreto. Entregarse hasta la
última gota de sangre. Y Dios, como hizo con su Hijo, nos resucitará.
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