Éxodo 24, 3-8
Salmo 116
Hebreos 9, 11-15
Marcos 14, 12-26
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En todas las religiones antiguas hay ritos y sacrificios
para aplacar a los dioses y obtener su favor. Incluso en el antiguo Israel, el
pueblo sacrificaba animales ofreciéndoselos a Dios. De alguna manera, el ser
humano, indefenso y necesitado, quiere obtener algo de la divinidad y, para
ello, ofrece algo a cambio. En este intercambio hay una imagen de Dios poderoso
y temible, que nos juzga y nos puede castigar fácilmente. También hay una cierta
idea, de que todas las cosas malas que nos suceden son a causa de la ira
divina. Y también existe la creencia, quizás inconsciente, de que podemos
“comprar” a Dios y ganárnoslo para nuestra causa si ponemos los suficientes
esfuerzos y recursos.
Alrededor de estas ideas, las religiones desarrollan un
culto, un sistema de recaudación y unas normas, reforzadas por una clase
sacerdotal con poder social y por un templo o templos, que se convierten en
edificios sagrados y referentes para el pueblo.
Jesús vino a echar por tierra esta antigua religiosidad.
Para el israelita devoto había dos cosas intocables: el templo y la Ley. Jesús
las cuestiona ambas. Es más, las supera y las hace innecesarias. La revolución
religiosa de Jesús se sustenta en un cambio de nuestra imagen de Dios. Ya no es
el Dios terrible, poderoso y distante, al que hay que temer: Dios se convierte
en papá. Un Dios cercano y amante,
que quiere la plenitud de su criatura. Su imagen más certera es la del padre
del hijo pródigo: cercano, tierno, olvidadizo de las culpas, siempre dispuesto
a perdonar, a abrazar, a acoger y a echar “la casa por la ventana” para
festejar el retorno de su hijo.
En el camino de Jesús ya no hay ley estricta ni templo. La
ley es el amor y la misericordia. ¿Y el templo? El templo es su cuerpo. ¿Y los
sacrificios? Ya no hay necesidad de que el hombre sacrifique animales, porque
es Dios mismo quien se sacrifica: Jesús es la ofrenda. Ya no es el hombre quien
ofrece algo a Dios, sino Dios quien se ofrece a su criatura.
¿Nos damos cuenta de lo grande que es este cambio? ¡Dios se
nos da! ¿Qué otra cosa podemos ofrecerle? Aceptarlo. Acogerlo. Comer ese pan y
beber ese vino, que son el cuerpo y la sangre sacrificados de Jesús. Y
convertirnos también en pan y en vino para otros.
¿Cuáles son los sacrificios que Dios mira con agrado? Que
amemos al que tenemos a nuestro lado. Que perdonemos. Que seamos compasivos y
comprensivos, que escuchemos, que ayudemos, que socorramos al pobre, al triste,
al enfermo… Pero todo esto, con amor. No por quedar bien o por cumplir, o por
miedo a perder la vida eterna. Como dice San Pablo, sin amor de nada sirve todo
esto.
La mejor ofrenda que podemos brindar a Dios es hacer lo que
hizo su hijo y convertirnos en comida y bebida para los demás. En esta fiesta
del Corpus Christi, acojamos a Cristo en nuestro cuerpo, en nuestra alma, en
nuestra vida. Y dejemos que él nos vaya transformando por dentro. Dicen los
dietistas que “somos lo que comemos…” Cada domingo tomamos el cuerpo de Cristo.
¿Somos también pequeños cristos que pasan por el mundo amando y haciendo el
bien?
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