Lecturas:
Hechos 5, 27-41
Salmo 29
Apocalipsis 5, 11-14
Juan 21, 11-19
Homilía
En
este tercer domingo de Pascua se nos relata una aparición de Jesús a sus
discípulos. En ella hay tres momentos que podemos ir desgranando para entender
qué significan para nosotros, hoy, dos mil años después.
Los
discípulos han regresado a Galilea. Quieren rehacer su vida y vuelven a sus
ocupaciones de antes. Jesús ha muerto y, aunque le han visto resucitado, no
saben muy bien qué hacer. Así que regresan a sus barcas, a su pesca, a su tarea
ordinaria. Todavía están muy desorientados.
Y de
nuevo, como les sucedió años antes, Jesús aparece a orillas del lago y los
llama. Esta vez les pregunta si tienen algo qué comer. La respuesta es no. Han
faenado duro, sin fruto. A veces las personas pensamos que hemos de separar
nuestra vida laboral de nuestra fe, nuestro espíritu de nuestro cuerpo y
nuestra devoción de la economía. Creemos que nuestro esfuerzo basta para
conseguir el éxito. Pero las cosas no siempre funcionan así. Hasta para pescar,
hasta para ir a nuestro trabajo cotidiano, contar con Jesús marca una
diferencia. Él les indica que echen las redes del otro lado. Le obedecen, como
la otra vez… y la pesca es tan abundante que las barcas casi zozobran por el
peso de los peces. Es entonces cuando reconocen a Jesús.
Y
Pedro, el que dudó, el que lo negó, se arroja al agua para ir a su lado. Es un
gesto de coraje, pero también de amor. ¿Quién se lanza al encuentro de un
amigo? El que ama, y ama mucho.
Jesús
no ha estado ocioso: les prepara un ágape en la playa. Jesús, como vemos, sigue
siendo un amante de la amistad, del encuentro, del compartir algo tan sencillo
y tan importante como una comida. Las cosas que nos gustan a los seres humanos
también le gustan a Dios.
Después
del ágape Jesús llama a Pedro aparte. Pedro, que alardeó de dar su vida por el
maestro; Pedro, que lo negó tres veces; Pedro, que fue nombrado jefe, roca del
grupo, y que se tambaleó y falló durante la Pasión, ahora debe pasar su triple
examen. Tres veces negó a Jesús, por tres veces ahora Jesús le pregunta.
Decimos
que Pedro fue el primer papa de la Iglesia. El primer líder después de Jesús, el
pastor, el padre, el guía… ¿Qué le pidió Jesús? No lo examinó de sagradas
escrituras, ni de leyes, ni siquiera de sus virtudes. Tampoco requirió un
perfil psicológico perfecto, ni una gran madurez emocional. Pedro, como
cualquiera de nosotros, estaba muy lejos de la perfección. Jesús sólo le
preguntó una cosa: ¿Me amas? Esa es la única prueba, el único examen, lo único
que le importa a Dios. ¿Me amas?
Porque
quien ama, aunque sea cobarde, se lanza; quien ama supera sus limitaciones;
quien ama sabe comunicar, aunque no sea un orador; quien ama se atreve, quien
ama es fiel. Quien ama de verdad, da la vida por sus amigos. Da la vida por su
maestro. Sólo quien ama es capaz de entregar lo más valioso, lo único que de
verdad posee: la vida.
Pedro
y todos los discípulos de Jesús dieron la vida. Salvo Juan, todos murieron
violentamente. Pero vivieron con pasión y alegría esta nueva llamada de Jesús a
seguirlo y a expandir su mensaje de gozo. Sus vidas ardieron como llamaradas,
dando luz a muchos. Dieron fruto abundante, como la buena semilla. Y murieron
sin temor, sabiendo que los esperaba el Padre de Jesús y Padre de todos ellos,
la misma fuente de la vida, el amor sin fin.
Todos
nosotros somos llamados en nuestra Galilea de hoy: en el trabajo, en casa, en
el barrio, en la familia o entre amigos. Jesús nos llama a vivir y actuar de
otra manera: echad las redes al otro lado. Cambiad. A todos nosotros Jesús nos
ofrece su amistad y nos prepara un banquete: cada domingo nos invita a su
ágape, a la misa. Y nos da su alimento para que tengamos fuerzas. Después, a
todos nosotros nos invita a seguirlo. Quizás un día descubramos que también nos
está preguntando, en lo hondo de nuestro corazón: ¿Me amas? Si somos capaces de
responder, como Pedro, si afirmamos que sí, que le amamos, entonces él nos
pedirá algo más. ¿Sabremos seguirlo?
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