16º Domingo Ordinario - C
Lecturas:
Génesis 18, 1-10a
Salmo 14
Colosenses 1, 24-28
Lucas 10, 38-42
Homilía
Las lecturas de hoy, que parecen tan distintas, convergen en
un mismo tema, en el fondo. El tema en torno al que giran es la hospitalidad.
Acoger al viajero, al forastero, al visitante esperado o
quizás inesperado que llega a tu puerta. La hospitalidad, sagrada en las
culturas antiguas, adquiere aún más valor a la luz del evangelio. Cuando acoges
a un forastero, es a Dios mismo a quien estás acogiendo.
Abraham, bajo su tienda, acoge a tres viajeros misteriosos
que se acercan a su campamento. Su reacción es espléndida. Ellos parecen ir de
paso, pero es él quien los llama y los invita. Prepara la mejor comida y los
atiende con generosidad. Ellos, a cambio, le dejan con una promesa, la mejor que
podían brindarle a un hombre casado con una mujer estéril: tener un hijo. La descendencia
lo era todo para los antiguos patriarcas. El premio por alojar a los tres
viajeros no podía ser más grande.
En el evangelio encontramos a Jesús, siempre viajando,
acogido en Betania por sus amigos Lázaro, Marta y María. Pero en esta acogida se
da un matiz. No basta, como hace Marta, preparar una buena comida y una
habitación confortable. Marta se afana, se prodiga, y lo hace con la mejor
intención, pero… ¿hasta qué punto es totalmente generosa o quiere lucirse como
buena ama de casa? ¿Por qué ese estrés y esa inquietud? En cambio, María, no
hace nada. Se sienta a los pies del maestro y escucha. No prepara la casa, pero
ha preparado su corazón. Marta hace cosas, María está acogiendo al huésped, y
está centrada, no en sí misma o en sus tareas, sino en él. Toda su atención se
vuelca en Jesús.
Santa Teresa dice que Marta y María deben andar juntas, pues
en la acogida no hay que descuidar los aspectos materiales y el confort del
invitado, por supuesto. Pero hay que organizarse y tener claro qué es lo
primero, qué es lo más importante. María, dice Jesús, ha escogido la mejor
parte. Porque ha querido estar por y para el invitado. Las personas siempre son
más importantes que los detalles materiales, aunque estos también lo sean.
María de Betania, como Abraham, acogió al mismo Dios. No
sabemos cuál fue su recompensa, pero Jesús afirmó que ella se quedaba con la
mejor parte. ¿Y qué mejor parte que el mismo Jesús, su compañía, su presencia,
su amistad?
Cuando alguien viene a visitarte es Dios quien te visita. En
toda persona que acoges está Dios. Deberíamos recordarlo cada día. Y para
acoger hay que abrir la casa. Deberíamos abrir nuestra casa, y también nuestra
morada interior, nuestra alma, para acoger a Cristo que pasa cerca. A veces
Dios se presenta de anonimato, como los tres visitantes de Abraham. Dios viene
disfrazado, escondido, discreto. Viene en el extranjero y en el visitante. Y es
también ese «misterio escondido» del que habla San Pablo en la segunda lectura.
Un misterio que es «Cristo en vosotros». Un misterio que, para los cristianos,
se esconde en esa pequeña casa dorada, el sagrario de nuestras iglesias. Un
misterio que, aún más hondo, se oculta en nuestro corazón si sabemos abrirle
las puertas. ¿Le dejaremos entrar? ¿Lo invitaremos, como Abraham? Si así lo
hacemos, no seremos nosotros quienes le demos de comer, sino él quien se
convertirá en nuestro pan y en nuestra agua viva, el alimento que nos hará crecer
y tocar una vida muy distinta, transformada por su presencia.
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