2019-07-18

Cuando Dios viene a tu casa



16º Domingo Ordinario - C

Lecturas
Génesis 18, 1-10a
Salmo 14
Colosenses 1, 24-28
Lucas 10, 38-42

Homilía

Las lecturas de hoy, que parecen tan distintas, convergen en un mismo tema, en el fondo. El tema en torno al que giran es la hospitalidad.

Acoger al viajero, al forastero, al visitante esperado o quizás inesperado que llega a tu puerta. La hospitalidad, sagrada en las culturas antiguas, adquiere aún más valor a la luz del evangelio. Cuando acoges a un forastero, es a Dios mismo a quien estás acogiendo.

Abraham, bajo su tienda, acoge a tres viajeros misteriosos que se acercan a su campamento. Su reacción es espléndida. Ellos parecen ir de paso, pero es él quien los llama y los invita. Prepara la mejor comida y los atiende con generosidad. Ellos, a cambio, le dejan con una promesa, la mejor que podían brindarle a un hombre casado con una mujer estéril: tener un hijo. La descendencia lo era todo para los antiguos patriarcas. El premio por alojar a los tres viajeros no podía ser más grande.

En el evangelio encontramos a Jesús, siempre viajando, acogido en Betania por sus amigos Lázaro, Marta y María. Pero en esta acogida se da un matiz. No basta, como hace Marta, preparar una buena comida y una habitación confortable. Marta se afana, se prodiga, y lo hace con la mejor intención, pero… ¿hasta qué punto es totalmente generosa o quiere lucirse como buena ama de casa? ¿Por qué ese estrés y esa inquietud? En cambio, María, no hace nada. Se sienta a los pies del maestro y escucha. No prepara la casa, pero ha preparado su corazón. Marta hace cosas, María está acogiendo al huésped, y está centrada, no en sí misma o en sus tareas, sino en él. Toda su atención se vuelca en Jesús.

Santa Teresa dice que Marta y María deben andar juntas, pues en la acogida no hay que descuidar los aspectos materiales y el confort del invitado, por supuesto. Pero hay que organizarse y tener claro qué es lo primero, qué es lo más importante. María, dice Jesús, ha escogido la mejor parte. Porque ha querido estar por y para el invitado. Las personas siempre son más importantes que los detalles materiales, aunque estos también lo sean.

María de Betania, como Abraham, acogió al mismo Dios. No sabemos cuál fue su recompensa, pero Jesús afirmó que ella se quedaba con la mejor parte. ¿Y qué mejor parte que el mismo Jesús, su compañía, su presencia, su amistad?

Cuando alguien viene a visitarte es Dios quien te visita. En toda persona que acoges está Dios. Deberíamos recordarlo cada día. Y para acoger hay que abrir la casa. Deberíamos abrir nuestra casa, y también nuestra morada interior, nuestra alma, para acoger a Cristo que pasa cerca. A veces Dios se presenta de anonimato, como los tres visitantes de Abraham. Dios viene disfrazado, escondido, discreto. Viene en el extranjero y en el visitante. Y es también ese «misterio escondido» del que habla San Pablo en la segunda lectura. Un misterio que es «Cristo en vosotros». Un misterio que, para los cristianos, se esconde en esa pequeña casa dorada, el sagrario de nuestras iglesias. Un misterio que, aún más hondo, se oculta en nuestro corazón si sabemos abrirle las puertas. ¿Le dejaremos entrar? ¿Lo invitaremos, como Abraham? Si así lo hacemos, no seremos nosotros quienes le demos de comer, sino él quien se convertirá en nuestro pan y en nuestra agua viva, el alimento que nos hará crecer y tocar una vida muy distinta, transformada por su presencia.

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