En la lápida funeraria de una gran mujer puede leerse esta inscripción:
«Dios es Padre». Como si toda su vida se resumiera en esta frase, tan simple,
tan corta en palabras pero tan inmensa en significado. Descubrir que Dios es
Padre puede realmente marcar un hito y transformar por completo la historia de
cada ser humano.
Muchos creen en Dios. Pero ¿en qué Dios? ¿El todopoderoso juez, que puede
condenar una ciudad o una cultura? ¿El Dios terrible ante el que hay que
arrodillarse y someterse? ¿Un Dios inaccesible cuyos designios jamás llegaremos
a comprender? ¿Un poder que mueve el universo? ¿Es Dios una «fuerza»? ¿Una
energía bondadosa, pero impersonal y difusa?
La Biblia, con Abraham, ya nos muestra algo distinto de estas ideas: Dios
es una persona. Con él podemos dialogar, ¡incluso regatear! Dios es un tú con
quien hablar, en quien confiar y a quien pedir. Dios escucha.
Jesús da un paso más allá que el resto de su pueblo judío. Cuando sus
discípulos le piden que les enseñe a rezar, él les muestra que Dios no sólo es
«el-que-es», ser supremo, amor y sabiduría sin límites. Dios es «Padre» en el
sentido más entrañable del término. Es nuestro origen, pero también es alguien
que nos ama con entrañas de madre y padre. Alguien que comprende nuestra
humanidad, nuestras necesidades vitales, desde el hambre de pan hasta el hambre
de sentido. Es padre providente, que da lo mejor a sus hijos. Si nosotros, que
somos malos, sabemos ser buenos y generosos… ¿cuánto más lo será Dios?
Los creyentes tenemos un problema: no acabamos de creer que Dios sea tan
bueno, tan amoroso, y que nos ame tan incondicionalmente. Como nosotros
juzgamos, premiamos, nos vengamos, castigamos y dosificamos nuestro amor,
creemos que Dios también lo hace. ¡Qué equivocados estamos! Cuando Dios
perdona, borra toda culpa y nos deja limpios. Cuando Dios ama, no es por
nuestro mérito sino porque él quiere. Cuando nos regala algo, no pide nada a
cambio ni nos ata con hipotecas ni deudas. Dios nos da todo cuanto necesitamos
para vivir en plenitud pero, sobre todo, se nos da a sí mismo. Nos entrega a su
Hijo, derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Podemos hablarle, podemos
tocarlo, podemos acogerlo como un niño, podemos comerlo en la eucaristía. ¡Qué
Dios tan asombroso el que se hace diminuto para poder entrar dentro de
nosotros! Dios es Padre. Llamémosle así, como Jesús hacía: Abba. Papá. Papá
querido. Esta es la oración más hermosa, más profunda y sanadora. Cuando ya no
nos queden fuerzas para otra cosa, sepamos alzar los ojos al cielo y pronunciar
esta sencilla palabra con la confianza de que somos escuchados: Abbá. Papá.
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