14º Domingo Ordinario - ciclo C
Lecturas:
Isaías 66, 10-14
Salmo 65
Galatas 6, 14-18
Lucas 10, 1-20
Homilía:
El evangelio de este domingo es una lectura que podemos leer
como si Jesús estuviera hablando a cada uno de nosotros. Jesús nos está
enviando. Sus seguidores no somos meros creyentes o buenas personas que
intentamos cumplir sus mandamientos. Sus seguidores estamos llamados a ser como
él: misioneros, cada uno a su manera, en su lugar. Somos enviados a dar una
noticia al mundo.
¿Cuál es esta noticia? El
reino de Dios ha llegado entre vosotros. En palabras actuales, podríamos
decir: Dios está con nosotros. Dios no sólo existe: nos acompaña en esta vida.
Está presente aquí: habita en nuestro interior y actúa a través de nosotros.
¡No esperemos más ni busquemos más! Lo tenemos aquí. Es hora de empezar a vivir
de otra manera, sabiéndonos hijos amados de Dios.
Esa es nuestra misión: hacer ver o entender a quienes nos
rodean que Dios está presente en nuestra vida y que tenemos mil motivos para
estar agradecidos y contentos.
Por supuesto, esta misión va a topar con todo tipo de
respuestas, desde los que nos escuchan entusiasmados, los que se alegran más o
menos, los indiferentes y los rabiosamente opuestos. ¡De todo hay en la viña
del Señor! Así que Jesús nos prepara y nos da sabios consejos.
El primer consejo es viajar ligeros de equipaje. ¿Qué
significa ir sin manto y sin sandalias, sin bolsa y sin dinero? Que para
anunciar a Dios no necesitamos grandes recursos. Basta nuestra presencia,
nuestra sencillez, nuestra vida. Anunciar a Dios no requiere mucho dinero ni
grandes campañas mediáticas. El mejor marketing somos nosotros, con nuestro
testimonio y ejemplo.
El segundo aviso es dejarse acoger y adaptarse a las
personas que nos reciben, aprender a hablar su lenguaje y comprender su forma
de ser para comunicarnos de manera efectiva con ellas. San Pablo lo sabía hacer
muy bien, decía que él se hacía a todo con
todos. Eso es lo que significa comer lo que nos den y de lo que tienen:
arraigarse en la cultura en la que estamos viviendo. No podemos ser buenos
evangelizadores si parecemos aterrizados de otro planeta, si nos aislamos o
segregamos, o si nuestra actitud y discurso resultan extraños e
incomprensibles.
El tercer aviso es desear la paz: nuestra actitud nunca ha
de ser beligerante ni conquistadora, sino amistosa y pacífica. Y si nos reciben
con hostilidad, nunca devolver el golpe, sino marchar a otro sitio. Sacudirse
el polvo no es vengarse ni sentirse superior a nadie: es no dejar que se nos
pegue el resentimiento y la animadversión que hemos recibido. Todo eso, ni un
momento debe permanecer en nosotros.
¿Qué hemos de hacer? Anunciar a Dios y curar a los enfermos.
Cada cual tiene su carisma y no todos podemos hacer milagros, como hacía Jesús.
Pero todos podemos aliviar y hasta curar muchos dolores, físicos y anímicos,
con nuestra escucha, nuestra bondad y nuestras palabras llenas de amor. Nuestra
presencia puede ser muy sanadora.
Finalmente, Jesús nos da aliento: él está con nosotros y nos
da su poder. ¿Qué poder? El poder del Espíritu Santo, que es el mismo amor de
Dios. Con esto, nada ni nadie nos podrán hacer daño, y sabremos qué hacer y qué
decir en cada momento. No vamos solos, sino bien acompañados.
Además, Jesús hizo algo muy humano: envió a sus discípulos
de dos en dos. Sabía la necesidad de compañía y apoyo que tenemos las personas,
y sabía que el mejor mensaje que podían dar sus seguidores era un testimonio de
amistad mutua, de trabajar en equipo, de ir a una. Jesús nunca nos envía solos
ante el peligro. Él mismo contó con un grupo de discípulos que le ayudaron.
Confía en nosotros. La misión del Reino de Dios es trabajo de grupo, no de
solitarios.
El evangelio sigue contándonos que los discípulos volvieron
al cabo de un tiempo, entusiasmados por el éxito de su misión. Jesús los acoge
con alegría, y les dice algo más: no deben enorgullecerse ni estar contentos
por sus triunfos, sino porque han trabajado en la mies del Señor. Ahora su jefe
es Dios, y es un privilegio estar al servicio de su reino. Estad alegres porque vuestros nombres están escritos en el cielo.
Estemos contentos cuando servimos a Dios, porque trabajar para él es un regalo
y fuente de alegría profunda que no se agota.
Finalmente, una pincelada sobre la segunda lectura, de san
Pablo. Pablo entendió muy bien el mandato de Jesús y él fue un apóstol
incansable, que viajaba siempre con algún otro compañero (Bernabé, Silas,
Lucas…) a anunciar el reino de Dios. Pablo sintió la enorme alegría de esta
misión, y también fue humilde. No se enorgullecía de nada, sino de la cruz.
Aceptaba con entereza y sin abatirse los fracasos, los golpes y los rechazos.
Su gloria era la cruz, pues esto lo identificaba con su Maestro y lo acercaba
más al corazón de Jesús. Lo más importante para él era la nueva criatura: es decir, sentir que él se había convertido en
un hombre nuevo cuando Jesús lo llamó y él respondió.
Así es: Jesús nos llama porque nos ama. Y con la misión que
nos encarga nos hace un don inmenso: convertirnos en hombres y mujeres nuevos,
con una vida densa y vibrante que nos abre las puertas del cielo, ya aquí en la
tierra.
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