15º Domingo Ordinario - C
Lecturas:
Deuteronomio 30, 6-14
Salmo 68
Colosenses 1, 15-20
Lucas 10, 25-37
Homilía
Quisiera empezar hoy con unas líneas de la segunda lectura,
de san Pablo a los colosenses, porque son impresionantes si nos paramos a meditar
su sentido: «en él (en Jesús) quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por
él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la
tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz».
¿Nos hemos detenido a pensarlo? Toda la plenitud de la vida,
todo cuanto podamos anhelar, y mucho más, está en Cristo. En él la humanidad
llega a su cumbre. Y su venida a la tierra tuvo como fin reconciliarlo todo, el
cielo y la tierra. Ya no hay más divorcio ni alejamiento entre las cosas de
Dios y las de los hombres. En Cristo cielo y tierra se abrazan. Nuestro
universo, nuestra realidad, no es algo aparte de la realidad divina, sino que
está penetrada de divinidad. Podemos vivir de otra manera, compartiendo la
hondura de vida que nos ofrece Jesús. En él todo está unido y entrelazado. Y
esto es importante: nuestra vida es una, y no podemos separar, en ella, lo
divino de lo humano. Ambas dimensiones han de ir de la mano y estar
armonizadas. No podemos ser religiosos de una manera y comportarnos en el mundo
de otra, como si no tuviéramos fe.
La primera lectura nos habla de un mandamiento que Moisés
propone al pueblo. El evangelio, con el diálogo de Jesús y el escriba, nos
recuerda este mismo mandamiento. Es la regla de oro, el núcleo de la Torá: el
amar a Dios por encima de todas las cosas… y al prójimo como a uno mismo. La
primera parte es muy clara. Los judíos la tenían clara, y parece que los
cristianos también. Hemos de amar a Dios. Pero una cosa es entenderlo y otra
practicarlo. Y aquí es donde llega la segunda parte del mandamiento, la piedra
de toque y de tropiezo. Porque ¿cómo demostrar nuestro amor a Dios? ¿Bastan las
plegarias, las alabanzas, los sacrificios y el culto? ¿Bastan los sentimientos
y las efusiones íntimas? ¿Bastan las buenas intenciones? Aquí Jesús pone el
dedo en la llaga.
En la parábola del buen samaritano nos muestra a un hombre
herido y tirado en el camino y a dos buenos cumplidores de la ley que, por no
quedar impuros y por llegar a tiempo a sus deberes religiosos, pasan de largo
ante él. Ese sacerdote y ese levita que no ayudan al pobre herido son buenos
creyentes, quizás, y creen amar a Dios. Pero han divorciado la realidad divina
de la humana. Se han olvidado de la segunda parte del mandamiento: amar al
prójimo como a ti mismo. Y no se dan cuenta de que esa es la mejor manera de
amar a Dios.
Jesús es rotundo: equipara el amor a Dios al amor hacia el
prójimo. No hay mejor manera de demostrarlo. Es más, ignorar al prójimo,
abandonarlo a su suerte, desatenderlo, es ignorar, abandonar y descuidar a
Dios. Lo que a uno de estos hicisteis, a
mí me lo hicisteis, dirá en otra parábola. ¿Quieres amar a Dios? Ama a tu
prójimo, sea amigo o desconocido, vecino o extranjero. Cuida de él. Preocúpate
y ocúpate de su bienestar. Hazte cargo de él cuando esté desvalido. Cúralo, llévalo
allí donde puedan ayudarle. Esto es, verdaderamente, amar a Dios.
Quizás, cuando lleguemos al cielo, nos sorprenderemos al ver
allí a muchas personas que no fueron muy religiosas, o incluso fueron
increyentes, pero supieron amar a los demás mucho mejor que nosotros. Quizás nos llevaremos más de una sorpresa…
Ojalá no nos quedemos atrás, y ojalá Dios nos pueda acoger con los brazos
abiertos, porque hemos aprobado el
examen del amor.
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