21º Domingo Ordinario - C
Lecturas:
Isaías 66, 18-21
Salmo 116
Hebreos 12, 5-7.11-13
Lucas 13, 22-30
Homilía
El
evangelio de hoy puede indignarnos si lo leemos despacio. Jesús habla con los
fieles devotos de su pueblo, que creen salvarse, y les dice que no se sientan
tan seguros. No se salvarán por su nombre, ni por sus prédicas, ni por formar
parte del pueblo elegido. Esto podría trasladarse a nuestras parroquias y
comunidades de hoy. ¿Qué pensaríamos si Jesús viniera y nos dijera esto? No os
salvaréis por ser cristianos, ni por venir a misa, ni por cumplir los
mandamientos, ni siquiera por ser catequistas, predicadores de mi evangelio,
formadores, activistas de la fe… En cambio, vendrán personas alejadas, de otros
lugares, de otras culturas, incluso de otras religiones y forma de pensar, que se
sentarán a mi mesa en el reino.
Hay
un bonito cómic donde un misionero, en el momento de morir, llega ante una
larguísima cola de gente que está esperando entrar en el cielo. A la puerta del
cielo, san Pedro los va llamando a cada uno por su nombre y ellos acuden. El
misionero observa bien y comienza a ver a personas conocidas en esa cola: un drogadicto
que pedía en la calle, una madre soltera con hijos, un inmigrante sin papeles,
un solitario alcohólico, una mujer de la vida, un obrero ateo y comprometido
con la justicia social… Todas estas personas no creen ser dignas de entrar en
el cielo, pero están allí, contentas y sorprendidas, esperando su turno. Y el misionero
ve cómo todos estos son llamados antes que él y van entrando. Él, que ha pasado
toda su vida entregado a la evangelización y a los pobres, resulta que se queda
el último. Por último, san Pedro lo llama, y él, avergonzado y en lágrimas,
acude. Con la muerte ha recibido la última lección, y es que a los ojos de Dios
las cosas son distintas. Dios no nos acoge tanto por lo que hemos hecho, ni por
los muchos méritos de nuestra vida, sino por la apertura de nuestro corazón. Y,
a menudo, los corazones rotos, por las desgracias o por la vida, son los más
abiertos. Dichosos los pobres que no
tienen nada, porque Dios será su premio.
Jesús
nos previene contra uno de los peores orgullos: el de la fe. Creernos mejores por
ser fieles cristianos y buenas personas puede alejarnos del reino. Quizás no
nos cierre las puertas, pero nos hará esperar a los últimos puestos. Esto nos
debe llevar, poco a poco, a conocer la mentalidad de Dios: todo él
misericordia, atento a acoger a los hijos que más lo necesitan, a los que mejor
pueden recibir su amor. Estos, a menudo, no coinciden con nuestros criterios
humanos de merecimiento.
Quiero
comentar también una conocida frase de la segunda lectura, de san Pablo: Dios
pone a prueba a sus hijos más queridos, para fortalecerlos. Es como un buen
entrenador, que exige más al atleta que sabe que puede responder mejor. Pero el
entrenamiento es fuerte y duele. A veces las personas sufrimos situaciones que
nos parecen injustas y terribles, y nos preguntamos por qué Dios permite esto,
o qué hemos hecho para merecer tal cosa. Pensemos si no será que Dios nos está
entrenando. Nos ama, sabe que podemos dar más de sí, o sabe que necesitamos
aprender una lección, aunque sea dura. No es un castigo, sino un aprendizaje.
¿Sabremos ver su amor detrás de todo lo que nos sucede? A veces, incluso un
accidente, una enfermedad o una pérdida pueden ser, a la larga, un beneficio
para nosotros. Puede ser que estemos viviendo de manera acelerada,
inconsciente, cometiendo errores que nos costarán caros. Ese parón, ese golpe o
esa topada con la realidad nos pueden hacer rectificar y vivir de otra manera. Saldremos
de la prueba fortalecidos, renovados, renacidos. Más sabios, quizás, y con una
mejor actitud ante la vida. ¿Nos rebelaremos y protestaremos, airados? ¿Nos
instalaremos en la amargura y la queja? ¿O nos dejaremos entrenar por Dios, con
humildad, dóciles como un buen deportista que quiere crecer y alcanzar mayores
retos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario