2019-08-02

El verdadero tesoro

18º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Eclesiastés 1, 2; 2, 23
Salmo 89
Colosenses 3, 1-5. 9-11
Lucas 12, 13-21

Homilía


Las cuatro lecturas de este domingo siguen un hilo argumental que podríamos trazar eligiendo algunas frases de cada una. Todas ellas nos dan un baño de realismo acerca de la condición humana, y nos invitan a trascender ciertos límites y a aspirar a algo mejor. 

Empecemos por la primera, del libro del Eclesiastés o Qohélet. Es una exclamación muy conocida: Vanidad de vanidades, ¡todo es vanidad! Y sigue lamentándose el autor de que todo esfuerzo, toda sabiduría y logros humanos, cuando llega la muerte, ¿de qué le sirven al hombre?

Seguimos con el salmo 89: la vida del hombre es efímera y caduca, Tú reduces el hombre a polvo… Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna. Ante la pequeñez de nuestra vida, el salmista pide a Dios que le dé sabiduría para calcular nuestros años. Y también pide que confirme la obra de nuestras manos. Pues sin el sostén de Dios, ¿qué es nuestra vida? Apenas un soplo.

Saltamos al evangelio, y Jesús nos cuenta una parábola en esta misma línea. Un hombre emprendedor recoge una gran cosecha y planea construir un almacén para especular con sus ganancias y hacerse rico. Esa noche, en sueños, Dios le habla: ¡Necio! Esta noche te reclamarán el alma. ¿De quién será todo lo que has acumulado?

Finalmente, la carta de san Pablo, que es el escrito más reciente, concluye diciendo que lo sabio no es acumular riquezas terrenas, sino atesorar bienes en el cielo: Puesto que habéis resucitado con Cristo, aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Nuestra vida, como cristianos, está escondida en Dios. Se ha revestido de divinidad y ya no tiene sus raíces en el mundo, sino en el cielo.

Estas lecturas nos están invitando a rechazar lo que todo el mundo persigue de manera obsesiva: riqueza material, bienestar, prestigio, conocimientos, honor… Todo eso que para san Pablo ya no vale nada, comparado con Cristo. Los críticos dirían que se nos está invitando a negar la vida, a rechazar el disfrute de las cosas, a vivir pendientes de un más allá despreciando el valor del aquí y el ahora… Si entendemos mal estos escritos, es verdad que podríamos caer en un espiritualismo descarnado y falto de realismo, o en una doble moral. Por un lado, despreciamos el mundo y el dinero, pero por otro, como no podemos prescindir de los bienes materiales y nos gusta tener buena reputación, actuamos como el resto de la gente, con lo cual terminamos siendo hipócritas y divididos.

Ni Jesús, ni Pablo ni los autores bíblicos nos dicen que flotemos en el aire, pensando en el futuro cielo, y que ignoremos las realidades terrenas. Al contrario, la vida terrena, el cuerpo, la salud y el alimento, son dones que debemos gestionar bien, y Jesús, con sus milagros y la oración que nos enseñó, mostró su importancia. Pero lo que se nos dice aquí es que no vivamos esclavizados a las cosas. Los medios para vivir son buenos, pero como medios, no como fin y meta de nuestra vida. Necesitamos comer para vivir, pero no vivimos para comer. Necesitamos dinero para sobrevivir, pero no lo adoramos ni lo ponemos en el centro de nuestra vida. Porque, a fin de cuentas, ¿qué es lo que de verdad nos enriquece? ¿Qué es lo único que nos llevaremos a la otra vida, después de morir? ¿Qué es lo que hace grande, profunda y hermosa nuestra vida? Ni herencias, ni bienes, ni títulos, ni honores. Desnudos de todo, nuestro único tesoro será lo que hemos amado y las personas, pocas o muchas, que han llenado nuestro corazón. Eso será lo que contará, al otro lado. Esos son los bienes que, ya en la tierra, nos permiten vivir de otra manera, no atados a las preocupaciones, sino libres para amar, para ser creativos, para compartir lo mejor de nosotros mismos. Son esos bienes del cielo que no caducan ni se los come la carcoma. Que no se gastan, como el dinero, ni desaparecen. Son esos bienes los que nos permiten empezar a vivir el cielo ya aquí en la tierra. 

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