2019-08-09

Ellos ansiaban una patria mejor

19º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Sabiduría 18, 6-9
Salmo 32
Hebreos 11, 1-2. 8-19
Lucas 12, 32-48

Homilía


La semana pasada, las lecturas nos invitaban a no sucumbir a la ansiedad por los bienes materiales y a aspirar a los bienes del cielo, esos bienes espirituales que son los que llenan de sentido la vida entera. Esta semana, las lecturas ahondan en este tema.

¿Dónde está nuestro tesoro? Jesús dice que allí donde esté nuestro tesoro está nuestro corazón. ¿Cuál es nuestro tesoro? ¿Qué nos afanamos por acumular? ¿A qué dedicamos más tiempo, más desvelos y esfuerzos en nuestra vida?

El afán excesivo por acumular dinero y cosas suele venir del miedo. Tenemos miedo a la pobreza y a la carencia, y este miedo a veces está justificado, pero otras veces es una actitud general de desconfianza. No creemos en la Providencia. Por eso, por si acaso, queremos acumular más de lo que nos es necesario, pensando en el día de mañana o en emergencias que quizás nunca sucederán. Es bueno ser previsor, pero muchas veces sobrepasamos la prudencia necesaria y acabamos totalmente agobiados y obsesionados por tener más y más.

Jesús nos invita a confiar en Dios: No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. ¿Qué es el reino? Mucho más que todos los bienes que podamos atesorar. Mucho más que tener lo necesario para vivir. El reino de Dios no es pura supervivencia, sino vida plena y hermosa. El reino de Dios es una vida que vale la pena ser vivida. Una vida que es entrega, generosidad, apertura al amor. Esta vida incluye, y sobrepasa, nuestras necesidades materiales de cada día.

Por eso Jesús nos invita a buscar ese reino, acumulando un tesoro en el cielo. Para ello hemos de estar bien despiertos, como esos sirvientes fieles y en vela, que, aunque el amo está ausente, siguen cumpliendo su deber con la máxima responsabilidad.

Tampoco nosotros vemos a Dios, pero él está en todas partes y está dentro de nosotros. Un buen ejercicio espiritual, que recomiendan muchos santos, es actuar, en todo momento, en presencia de Dios, siendo conscientes de que él nos mira y nos acompaña. No como un juez inquisidor, controlándonos, sino como un Padre amoroso que contempla a sus hijos con inmenso afecto. Ante esa mirada llena de amor, ¿cómo no vamos a hacer las cosas de la mejor manera posible, con calidad, con belleza, con tacto y con cuidado? Si actuamos así seremos como ese servidor fiel y prudente del que habla Jesús en su parábola de hoy. Y Dios nos hará responsables de una pequeña o gran misión en su reino.

San Pablo en su carta a los hebreos, que hoy leemos, nos invita a tener la fe de los patriarcas: Abraham, Isaac, Jacob se fiaron totalmente de la Providencia. Pablo repasa la historia bíblica y explica algo que vale la pena meditar. Todos ellos, dice, salieron de su patria sin saber qué les esperaba. Se fiaron de las promesas de Dios, que les ofrecía otra tierra mejor. La fe es justamente esto: fiarse de lo que te dice alguien digno de confianza. Escuchar a quien te encomienda algo, aunque luego no veas los resultados. Cuando Dios nos llama a una misión, quizás nunca veremos sus frutos. Tan sólo seremos sembradores y otros cosecharán. Pero cuando la misión es muy grande, hemos de aceptar que su cumplimiento necesita más tiempo que el breve intervalo de una vida humana, y hemos de seguir trabajando con ganas y esperanza. No se trata de un fiarse a ciegas, sino de un confiar en quien sabemos que es digno de fe. ¿Y quién más digno de fe que el Creador que nos sostiene y nos acompaña en nuestro existir?

Pero ¿cuál es esa patria, esa tierra prometida que los patriarcas buscan? Ellos venían de Mesopotamia, una tierra rica y fértil, donde tenían todo lo que querían y sus mismas raíces familiares. ¿Qué puede ser mejor que esto? ¿Quién abandona su país, si no es para llegar a un destino mejor? Pablo explica el significado de esta peregrinación de los patriarcas: «Es claro que los que así hablan están buscando una patria; pues si añoraban la patria de donde habían salido, estaban a tiempo para volver. Pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo.»

La patria del cielo: el reino de Dios. Esta es la tierra prometida que Dios nos ofrece y que Jesús nos viene a traer, aquí y ahora. Si no aspiramos a ella, ¿cómo vamos a dejar la otra? Si no aspiramos a los tesoros del cielo, ¿cómo vamos a desapegarnos del dinero, el poder y los bienes materiales? Será imposible.

Si queremos el reino, hemos de enamorarnos. Enamorarnos de Jesús, enamorarnos de Dios. Sólo así tendremos el coraje de abandonar la vieja patria, llena de apegos y ataduras que, en un momento, quizás nos fueron necesarios, pero ahora, cuando somos adultos y libres, ya no pueden seguir atándonos. Sólo así seremos capaces de lanzarnos a la aventura de explorar y descubrir el reino de Dios. Un reino que ya está entre nosotros, y que abre sus puertas cada domingo, muy en especial, cuando celebramos la eucaristía y tomamos a Cristo como pan. Entonces, el reino del cielo ya está dentro de nosotros.

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