Lecturas:
Sabiduría 18, 6-9
Salmo 32
Hebreos 11, 1-2. 8-19
Lucas 12, 32-48
Homilía
La semana pasada, las lecturas nos invitaban a no sucumbir a
la ansiedad por los bienes materiales y a aspirar a los bienes del cielo, esos
bienes espirituales que son los que llenan de sentido la vida entera. Esta
semana, las lecturas ahondan en este tema.
¿Dónde está nuestro tesoro? Jesús dice que allí donde esté
nuestro tesoro está nuestro corazón. ¿Cuál es nuestro tesoro? ¿Qué nos afanamos
por acumular? ¿A qué dedicamos más tiempo, más desvelos y esfuerzos en nuestra
vida?
El afán excesivo por acumular dinero y cosas suele venir del
miedo. Tenemos miedo a la pobreza y a la carencia, y este miedo a veces está
justificado, pero otras veces es una actitud general de desconfianza. No creemos
en la Providencia. Por eso, por si acaso, queremos acumular más de lo que nos
es necesario, pensando en el día de mañana o en emergencias que quizás nunca
sucederán. Es bueno ser previsor, pero muchas veces sobrepasamos la prudencia
necesaria y acabamos totalmente agobiados y obsesionados por tener más y más.
Jesús nos invita a confiar en Dios: No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros
el reino. ¿Qué es el reino? Mucho más que todos los bienes que podamos
atesorar. Mucho más que tener lo necesario para vivir. El reino de Dios no es
pura supervivencia, sino vida plena y hermosa. El reino de Dios es una vida que
vale la pena ser vivida. Una vida que es entrega, generosidad, apertura al amor.
Esta vida incluye, y sobrepasa, nuestras necesidades materiales de cada día.
Por eso Jesús nos invita a buscar ese reino, acumulando un
tesoro en el cielo. Para ello hemos de estar bien despiertos, como esos
sirvientes fieles y en vela, que, aunque el amo está ausente, siguen cumpliendo
su deber con la máxima responsabilidad.
Tampoco nosotros vemos a Dios, pero él está en todas partes
y está dentro de nosotros. Un buen ejercicio espiritual, que recomiendan muchos
santos, es actuar, en todo momento, en presencia
de Dios, siendo conscientes de que él nos mira y nos acompaña. No como un
juez inquisidor, controlándonos, sino como un Padre amoroso que contempla a sus
hijos con inmenso afecto. Ante esa mirada llena de amor, ¿cómo no vamos a hacer
las cosas de la mejor manera posible, con calidad, con belleza, con tacto y con
cuidado? Si actuamos así seremos como ese servidor fiel y prudente del que
habla Jesús en su parábola de hoy. Y Dios nos hará responsables de una pequeña
o gran misión en su reino.
San Pablo en su carta a los hebreos, que hoy leemos, nos
invita a tener la fe de los patriarcas: Abraham, Isaac, Jacob se fiaron
totalmente de la Providencia. Pablo repasa la historia bíblica y explica algo
que vale la pena meditar. Todos ellos, dice, salieron de su patria sin saber
qué les esperaba. Se fiaron de las promesas de Dios, que les ofrecía otra
tierra mejor. La fe es justamente esto: fiarse de lo que te dice alguien digno
de confianza. Escuchar a quien te encomienda algo, aunque luego no veas los
resultados. Cuando Dios nos llama a una misión, quizás nunca veremos sus
frutos. Tan sólo seremos sembradores y otros cosecharán. Pero cuando la misión
es muy grande, hemos de aceptar que su cumplimiento necesita más tiempo que el
breve intervalo de una vida humana, y hemos de seguir trabajando con ganas y
esperanza. No se trata de un fiarse a ciegas, sino de un confiar en quien
sabemos que es digno de fe. ¿Y quién más digno de fe que el Creador que nos
sostiene y nos acompaña en nuestro existir?
Pero ¿cuál es esa patria, esa tierra prometida que los
patriarcas buscan? Ellos venían de Mesopotamia, una tierra rica y fértil, donde
tenían todo lo que querían y sus mismas raíces familiares. ¿Qué puede ser mejor
que esto? ¿Quién abandona su país, si no es para llegar a un destino mejor?
Pablo explica el significado de esta peregrinación de los patriarcas: «Es claro
que los que así hablan están buscando una patria; pues si añoraban la patria de
donde habían salido, estaban a tiempo para volver. Pero ellos ansiaban una
patria mejor, la del cielo.»
La patria del cielo: el reino de Dios. Esta es la tierra
prometida que Dios nos ofrece y que Jesús nos viene a traer, aquí y ahora. Si
no aspiramos a ella, ¿cómo vamos a dejar la otra? Si no aspiramos a los tesoros
del cielo, ¿cómo vamos a desapegarnos del dinero, el poder y los bienes
materiales? Será imposible.
Si queremos el reino, hemos de enamorarnos. Enamorarnos de
Jesús, enamorarnos de Dios. Sólo así tendremos el coraje de abandonar la vieja
patria, llena de apegos y ataduras que, en un momento, quizás nos fueron
necesarios, pero ahora, cuando somos adultos y libres, ya no pueden seguir
atándonos. Sólo así seremos capaces de lanzarnos a la aventura de explorar y
descubrir el reino de Dios. Un reino que ya está entre nosotros, y que abre sus
puertas cada domingo, muy en especial, cuando celebramos la eucaristía y
tomamos a Cristo como pan. Entonces, el reino del cielo ya está dentro de nosotros.
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