Lecturas:
Jeremías 38, 4-10
Salmo 39
Hebreos 12, 1-4
Lucas 12, 49-53
Homilía
Las lecturas de hoy son como aguijones que nos espolean. Las
tres nos ofrecen imágenes muy vivas e inquietantes. Un pozo, una carrera, un
gran fuego.
En la primera vemos al profeta Jeremías, arrojado a un pozo
por decir la verdad alto y claro, sin miedo. Hoy también sucede: cuando alguien
se atreve a decir las cosas como son, suele resultar poco simpático,
políticamente incorrecto, y se le echan encima toda clase de etiquetas
despectivas. ¡La verdad a veces resulta muy incómoda! Hay que taparla,
barrerla, echarla a un pozo. Muchos gobernantes y líderes de opinión, como el
rey Sedecías, prefieren acogerse a un discurso buenista y complaciente, desplazando
a los que consideran agoreros, profetas de desgracias y enemigos del pueblo. El
pobre Jeremías es arrojado a un pozo de barro, pero siempre quedan personas
sensatas y valientes que salen en defensa del justo. El mismo rey que lo ordenó
castigar permite que otros lo rescaten y le salven la vida. Esta blandura, esta
falta de coherencia, esa «liquidez» que hoy vemos en la sociedad y en la
cultura, no es cosa nueva, sino tan antigua casi como la humanidad.
San Pablo nos habla de la gran carrera de su vida, que es la
de todos los cristianos que queremos de verdad comprometernos con lo que somos
y decimos. Este maratón es largo y puede ser penoso, pero culmina en el cielo.
Quien lo corre siempre gana, y gana una vida plena durante el recorrido. Ahora
bien, es una carrera a contracorriente del mundo. Ser cristiano supone, muchas
veces, ir a contraviento. Si no es así, quizás debamos cuestionarnos muchas
cosas. ¿Qué estamos haciendo, y por qué? ¿Qué sentido tiene nuestra vida?
¿Somos cristianos sólo de nombre, o realmente queremos encarnar la vida de
Cristo en nosotros? Hay algo que nos echa para atrás, y Pablo lo sabe: el
rechazo y el ostracismo, el ser tachados de…, el qué dirán, el odio y el
desprecio, todo eso nos acobarda y nos hace ser cristianos casi de anonimato, o
a medio gas. Pero Pablo anima a los cristianos de su tiempo: el mismo Cristo
sufrió ese odio y ese rechazo, hasta la muerte más cruel, en la cruz. Y
vosotros, nos dice Pablo, «todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra
pelea contra el pecado». Es verdad que, poco tiempo después de escribir esto,
los primeros mártires vieron la muerte por su fe. Y hoy los mártires cristianos
siguen regando con su sangre el campo de la Iglesia. Pero nosotros, los que
estamos ahora aquí, leyendo esto cómodamente, escuchando la homilía de nuestro
rector, en la misa, ¿hemos sufrido tanto? ¿Qué son cuatro comentarios, cuatro
insultos o cuatro malas miradas, al lado de la cruz? San Pablo nos anima a
perseverar en esta carrera.
En el evangelio, Jesús es todavía más enérgico. Dice que no
ha venido a traer la paz, sino la espada, y habla de un fuego que debe arrasar
el mundo, ¡y cuánto desea que llegue!
Vemos aquí a un Jesús que es bueno, pero que no es
«buenista». No hay que confundir la bondad con la blandura, ni la misericordia
con la ambigüedad. Pero Jesús tampoco es un pirómano ni un justiciero vengador.
¿De qué nos está hablando un hombre pacífico, que siempre rechazó las armas,
que renunció al poder y murió perdonando a sus verdugos? ¿A qué armas se
refiere Jesús? ¿A qué fuego?
Jesús está hablando de la oposición férrea con que va a
toparse su mensaje. Nos habla del enemigo, que empleará todos sus recursos para
destruir su misión. Si Jesús vino a traer el amor de Dios al mundo, esa gran
guerra no será contra los hombres, sino contra el egoísmo que anida en el
corazón humano. No será contra personas, sino contra el mal que engaña con
apariencia de bien. Y ese fuego no será otro que el fuego del amor, que todo lo
abrasa, quema el egoísmo y lo purifica todo. Ese fuego será el viento del
Espíritu, que recrea la humanidad y renueva toda la creación. Y ese fuego debe
prenderse, chispa a chispa, hoguera a hoguera, en nosotros, en nuestras
comunidades y parroquias, en nuestras familias. Si cada uno de nosotros es una
llama de amor vivo, el mundo arderá, sin duda. Pero no para ser devastado, sino
para renacer resucitado.
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