2024-05-31

Tomad, esto es mi cuerpo

Cuerpo y Sangre de Cristo - B

Evangelio: Marcos 14, 12-16.22-26


En una habitación del piso alto, una sala para huéspedes, en una casa en medio de Jerusalén, Jesús celebra la última cena con sus discípulos. Es un lugar discreto, un hogar hospitalario a donde van de manera casi clandestina, siguiendo a un hombre con un cántaro de agua, esa es la señal. Además de los Doce, Jesús contaba con muchos amigos: discípulos y familias enteras que le prestaban su casa y lo acogían. Algunos autores piensan que el lugar del cenáculo era la casa de María, madre del futuro evangelista Marcos. En esta casa, según el libro de los Hechos, se reunía una de las primeras comunidades cristianas de Jerusalén.

Durante la cena, Jesús hace un gesto que era propio del padre de familia en la celebración de Pascua: bendecir el pan y el vino. Era una acción de gracias a Dios por los dones de la tierra y por la vida. Pero esta vez, el gesto de Jesús adquiere un significado mucho más hondo. Tomad, esto es mi cuerpo. Tomad, esta es mi sangre. El cuerpo y la sangre representan la vida de la persona. Cuando alguien da su cuerpo, está entregando su vida. La sangre derramada en los sacrificios es una forma de ofrecer a Dios la misma vida que él ha insuflado en las criaturas. Jesús está diciendo a sus discípulos: tomad mi vida. Asumid mi persona: todo lo que soy, lo que digo, lo que hago. Comed de esto, haceos parte de mí y continuad mi obra. Tomando mi cuerpo, yo estaré en vosotros y vosotros en mí.

Este es el sentido de la eucaristía: Jesús se entrega, totalmente, para darnos vida. Y nos pide que, a imitación de él, también nosotros demos nuestra vida. No derramando sangre, no muriendo, sino viviendo por y para los demás. Viviendo para dar vida, para amar, para servir, para mejorar un poco el mundo. Jesús nos pide que seamos generosos, como él, y sepamos vivir entregándonos por el bien de todos.

Cada vez que tomamos el pan sagrado, cada vez que acercamos el cáliz a nuestros labios, seamos muy conscientes de que estamos abriéndonos a la presencia del mismo Jesús; estamos convirtiendo nuestro cuerpo y nuestra alma en un templo; estamos dejándonos habitar por él y dejamos que él conduzca nuestra vida. La divinidad corre por nuestras venas; estamos consagrados a él. Y consagrarse significa entregarse.

¿Un sacrificio? Más que esto: darse a uno mismo es fuente de felicidad y de una calidad de vida inimaginable. Quien vive dándose vive con intensidad y está pisando, ya en la tierra, los umbrales del cielo. La eucaristía es un preludio de lo que un día viviremos en plenitud.

2024-05-24

Id y haced discípulos...

Santísima Trinidad - B

Evangelio: Mateo 28, 16-20


En esta fiesta leemos el final del evangelio de Mateo. Jesús resucitado se aparece a los Once. Después les da su última voluntad y los envía a toda la tierra para que hagan discípulos entre todas las gentes, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.

Vale la pena que meditemos despacio estas últimas frases de Jesús para comprender mejor qué nos dicen, hoy, a los creyentes.

En primer lugar, Jesús envía a los suyos en misión. El cristiano no se entiende como mero seguidor, sino como enviado. No es un simple receptor, sino un transmisor. Aquello que habéis recibido, dice Jesús, compartidlo y dadlo a otros.

¿Qué significa hacer discípulos de Jesús? Discípulo es el que aprende. Jesús quiere que sus enviados hagan como él y enseñen a muchos otros a vivir como él: dando vida, amando, sirviendo, esparciendo paz y amor. Ser discípulos de Jesús es ser imitadores suyos en palabras y obra. Es ser instrumentos de paz en medio de un mundo sacudido por las guerras; ser portadores de perdón y reconciliación, promotores de diálogo y no de conflicto; modelos de coraje frente al miedo; de generosidad frente a la pequeñez de alma y a la cerrazón de espíritu.

El bautismo es un signo: para los judíos era un ritual de purificación. Para Juan Bautista, era el gesto de conversión definitiva. Para los seguidores de Jesús el bautismo es recibir la unción del amor de Dios, como Jesús la recibió en el Jordán. El agua y el óleo son símbolos, pero el don que recibimos es el Espíritu Santo, el aliento sagrado de Dios, que nos da la capacidad de cambiar de vida si lo potenciamos.

Un Dios Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Lo creemos y lo recitamos, pero ¿lo entendemos? Para muchos es un aspecto incomprensible de nuestra fe, difícil de explicar y de entender. Para otros, es politeísmo. Los judíos y los musulmanes creen en un Dios único, y nuestra doctrina sobre la Trinidad les parece herética y desviada. ¿Un Dios o tres? Los alejados o no creyentes consideran que “tres personas y un solo Dios” es un enredo teológico que ni siquiera nosotros entendemos. Ante esto, ¿qué pensar?

La Iglesia se ha esforzado mucho por explicarnos este misterio. Porque es una realidad misteriosa, sí, como el mismo Dios, tan grande e inabarcable que jamás podremos conocerlo, al menos mientras estamos aquí en la tierra. Pero ¿acaso las cosas más importantes de nuestra vida no son misterios? ¿No es un misterio el amor, dar la vida por un ser querido, la entrega sin pedir nada, el sacrificio, la belleza de la amistad o la fuerza de la fidelidad? ¿No son misterios las realidades que más nos afectan?

El misterio de la Trinidad se nos desvela, poco a poco, gracias a Jesús. Él se sabe hijo del Padre: cuando es bautizado en el Jordán, el cielo se abre para él y la voz divina exclama: ¡Tú eres mi hijo amado! Dice un gran teólogo que en el momento en que Dios reconoce a su hijo, comienza a ser Padre. Y en el momento en que hay un Padre, hay un Hijo, y muchos hijos que seguirán su camino. La Trinidad es un misterio de unión amorosa. Dos libertades se unen, dos voluntades concuerdan; el Padre envía al Hijo al mundo y este cumple su misión con todas sus fuerzas.

Y Jesús, cuando abandone esta tierra, enviará al Espíritu Santo, el Consolador, el que no dejará solos a sus amigos. De una unión amorosa siempre sale un tercero. Así como Jesús fue enviado por el Padre, el Espíritu es enviado por el Hijo. Y los tres, Padre, Hijo y Espíritu, nos sostienen y nos guían hacia una vida plena.

El Padre es la fuente de nuestro ser. En él se apoya nuestra existencia. El Hijo nos ha dado a conocer el corazón paternal de Dios y nos abre el camino para ser como él, hijos amados, humanos completos que alcanzan la cumbre de la vida entregándose por amor. El Espíritu Santo es el amor exhalado por el Padre y por el Hijo. Se derrama sobre nosotros y nos santifica: hace de nuestra vida un tiempo sagrado y nos fortalece con sus dones. Viento que nos impulsa, voz que nos inspira, fuego que nos enciende y luz que nos quía, el Espíritu nos conducirá hacia la plenitud.

Cada vez que hagamos la señal de la cruz, cada vez que repitamos sus nombres santos, Padre, Hijo, Espíritu Santo, pensemos despacio, interioricemos: Padre que me amas, Jesús que me llamas, Espíritu que me envías… ¡Habitad siempre en mí! Que todo cuanto haga sea, de verdad, en vuestro nombre y lleve vuestro sello.

2024-05-17

Como el Padre me envió, también os envío yo

Pentecostés - B

Evangelio: Juan 20, 19-23.


La escena que leemos es sencilla y profunda. Tanto, que vale la pena detenerse en cada una de las palabras, porque todas están cargadas de significado.

Jesús se aparece a sus discípulos tras la muerte. Cerradas las puertas, penetra en la casa donde están: un cuerpo resucitado posee cualidades que no tiene un mortal. Jesús puede atravesar los muros, físicos y mentales. Sus discípulos se agazapan tras sus miedos. Jesús derriba esa coraza y disipa el temor.

Paz a vosotros. Paz que es sosiego, confianza, bendición y fuente de futura alegría.

Cuando los discípulos ven sus manos y su costado, por las marcas de las heridas, reconocen a su maestro y el miedo da paso a la alegría. ¡Está con ellos! Aún no salen de su asombro y Jesús repite: Paz a vosotros.

El primer paso es vencer el miedo. El segundo, reconocer al Señor. Pero ahora Jesús los impulsa a dar otro paso. Durante su vida pública, Jesús no dejó de hablar de su Padre del cielo y de sí mismo como enviado. El Padre me envió, ahora yo os envío a vosotros.

Envío es una palabra clave en el evangelio de Juan. El enviado lo es porque está en comunión con el que envía. Es su delegado, su representante, el que goza de su confianza. Jesús es enviado por el Padre. Y ahora, él enviará a sus discípulos. Ellos serán sus enviados, seguirán su tarea, ocuparán su lugar. Como Jesús, sanarán cuerpos y almas, perdonarán pecados y lo que hagan en la tierra dejará su huella en el cielo.

Pero nada de esto es posible sin antes recibir un don: el Espíritu Santo. Dicen los teólogos que Jesús es el Enviado del Padre, y el Espíritu Santo es el Enviado de Jesús. Él obrará en el mundo, pero ¿cómo lo hará, si es puro espíritu? Obrará por medio de manos humanas, ungidas y bendecidas, enviadas por Jesús. Con el Espíritu como viento impulsor, fuego ardiente de caridad, luz que orienta y palabra que inspira, los discípulos podrán ir al mundo.

Paz a vosotros, nos dice Jesús hoy. También a nosotros nos envía y nos unge con el Espíritu y con su paz. Una paz que surge del amor puro e incesante que se profesan Padre e Hijo; una paz que brota del sabernos inmensamente amados por Dios. En las tres personas trinitarias, Dios derrama sobre nosotros su bondad: el Padre nos hace existir, el Hijo nos rescata y nos llama; el Espíritu nos acompaña para continuar su labor. Somos pequeñas llamas que vamos a incendiar el mundo de luz. Esta es la vocación de todo cristiano que abra sus oídos y su corazón a la voz de Jesús.

2024-05-10

Id al mundo entero

 Ascensión del Señor - B

Evangelio: Marcos 16, 15-20


En la fiesta de la Ascensión del Señor leemos el final del evangelio de Marcos. Antes de subir al cielo, Jesús da sus últimas instrucciones a los apóstoles. Vale la pena leer estas frases, porque en pocas líneas el evangelista condensa un mensaje sustancioso. También hemos de saber interpretarlas, pues una lectura literal del texto puede llevar a conclusiones arriesgadas.

Jesús ha cumplido su misión, pero pasa el relevo y deja a los Once su encargo: la buena nueva del Reino de Dios no es exclusiva del pueblo de Israel, debe llevarse al mundo entero. La expresión de Marcos no se limita a la especie humana, sino a toda la creación. Esto sugiere que la salvación de Dios se extiende a todo el cosmos. Hoy podríamos decir que nuestra acción, como seres humanos, afecta a todo ser viviente y a nuestro planeta. Comunicar el mensaje de Jesús se puede traducir en una mejora de la vida humana y de toda forma de vida.

La siguiente frase nos puede chocar, pues nuestra mentalidad de hoy es muy abierta y tolerante. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. ¿Es posible que Jesús, que vino a salvar, esté condenando ahora? ¿Cómo entenderlo?

En realidad, Jesús no condena a nadie. Ni siquiera Dios condena. Fijaos en la expresión: será condenado. ¿Por quién? Por sí mismo. Se autocondena quien rechaza a Dios, quien rechaza la vida, quien rechaza un cambio que lleve al amor y a la apertura al otro. Quien decide vivir cerrado en sí mismo, sin fe ni esperanza, si otro objetivo que sobrevivir o medrar en esta vida mortal, acabará hundido en la desesperación.

La siguiente frase, mal entendida, ha llevado a actos temerarios en algunos creyentes fundamentalistas, como arriesgarse a tomar veneno o agarrar serpientes. La expresión es simbólica: Jesús quiere decir que quienes crean estarán protegidos del veneno de la mentira y del mal. Podrán estar en este mundo sin dejarse arrastrar por la maldad y la violencia. No se rendirán. No sólo permanecerán sanos y fuertes, sino que podrán sanar a otros.

Jesús sube al cielo. Pero deja quienes sigan su labor. Después de los Once vinieron muchos más y así, generación tras generación, la Iglesia se ha extendido por el mundo, como semilla de mostaza, como grano de trigo que se multiplica en cientos, miles de espigas. Las gentes escucharon su mensaje y, como sabemos, muchos creyeron; otros hicieron oídos sordos y otros los persiguieron y maltrataron. Pero los signos del cielo los acompañaban, dice el evangelista. Dios confirmaba su palabra con señales, milagros y obras portentosas que demostraban a la gente que lo que decían era cierto. Así les sucedió a Pedro, Juan y los apóstoles cuando empezaron a difundir el evangelio en Jerusalén. Así le sucedió a Esteban; a Felipe en Samaría, a Pedro en Lida y en Jope, a Pablo en Éfeso, y a tantos otros. Jesús había dicho: Cosas tan grandes como yo haréis, y aún mayores (Juan 14, 12)Al que trabaja por Dios no le falta ayuda del cielo.

Hoy, los cristianos podemos preguntarnos. ¿Cómo seguir el mandato de Jesús? ¿Cómo evangelizar en un mundo tan reticente a la fe? ¿Qué clase de signos y señales haremos? No somos capaces de predicar, ni de hacer milagros ni de curar enfermos. ¿Qué podemos hacer?

Cada cual puede transmitir el mensaje de Jesús allí donde esté: casa, trabajo, ámbito social y cultural. A veces no se trata de predicar, sino de dar ejemplo y testimonio con una vida íntegra, con un trabajo bien hecho, con honestidad y atención a los demás, con cuidado, con alegría. Escuchar, acompañar, llevar consuelo y esperanza ya es mucho. ¿No es un milagro devolver el ánimo y las ganas de vivir a una persona angustiada, sola o enferma? ¿No es un milagro mejorar el ambiente de una comunidad o de un grupo, a base de comprensión, confianza y perdón? ¿No es un milagro trabajar por la paz en medio de un mundo en guerras? ¿No es un milagro despertar en alguien la inquietud y la pregunta por Dios?

Y sí, creer nos ayudará a no dejarnos envenenar por este mundo, que nos invade con la tecnología para absorber nuestra mente y nuestro corazón. Creer nos ayudará a vencer el desánimo y la apatía, el miedo y la falta de sentido. Creer nos hará fuertes y nos permitirá ayudar a otros.

Jesús subió al cielo. Pero hoy lo tenemos más cerca que nunca de nosotros, en la eucaristía. Tomemos su pan con fervor. Es nuestro compañero y aliado en la brega diaria. Con él lo podemos todo. Y con él podremos bajar a la tierra un pedacito anticipado de ese cielo que nos espera a todos.

2024-05-03

Dar la vida por los amigos

 6º Domingo de Pascua B

Evangelio: Juan 15, 9-17

El evangelio de este domingo continúa el discurso de Jesús en la última cena. Recordemos: son palabras cargadas de intensidad, el testamento, la última voluntad de Jesús. En breves frases, Jesús está transmitiendo a los suyos el mensaje más importante. Lo esencial.

Podríamos meditar este evangelio subrayando las palabras clave que se repiten.

La primera es el amor y el verbo amar. Permaneced en mi amor, dice Jesús, como el Padre me ha amado. Jesús quiere estar tan unido a los suyos como él lo está al Padre. Es un amor donde ambos, amante y amado, ya no son dos, sino uno: una sola voluntad, una sola libertad.

Segunda palabra: los mandamientos. ¿Cómo se demuestra que permanecemos en el amor de Jesús? Obras son amores y no buenas razones. Pero Jesús no habla de mandatos ni órdenes, sino de peticiones urgentes: ¡haced esto y viviréis! No obliga, pero invita a los discípulos a definirse y a comprometerse: Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Guardar no significa conservar ni almacenar, como un depósito de doctrina. Guardar es cumplir, llevar a la práctica. Igual que Jesús llevó a cabo la misión que el Padre le encomendaba.

Tercera palabra: ¡alegría! Permanecer en el amor conlleva un gozo enorme. Un buen seguidor de Jesús es una persona profundamente alegre, como él lo fue. No con una jovialidad frívola, sino con la alegría profunda que nada ni nadie puede apagar. Jesús quiere que experimentemos un gozo inmenso, la felicidad del que se sabe amado y se convierte en cauce del amor infinito de Dios.

Cuarta palabra: amigos. Jesús no quiere esclavos ni adeptos, no quiere un ejército de soldados obedientes, ni de fanáticos ciegos. Quiere amigos. Y para ser amigos es imprescindible la libertad. Por eso dice: Ya no os llamo siervos, sino amigos. Y a los amigos uno le abre el corazón. También Jesús revela los secretos del Reino de Dios a sus amigos. Y precisa cómo se demuestra el amor: No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Él mismo fue modelo de este amor.

Quinta palabra: elección, elegir. Jesús ha elegido a sus apóstoles; no son ellos quienes lo han elegido a él. La vocación auténtica a menudo no es una elección personal, fruto de una preferencia o un interés, sino una llamada inesperada. Dios se vale de medios, personas y situaciones que no imaginamos para llamarnos. Jesús nos llama siempre, es tarea de cada cual hacer silencio en el interior para escuchar su voz.

Sexta palabra: fruto. Jesús ha hablado de la vid y los sarmientos. Dar fruto es que cada persona escuche la llamada de Dios y ponga todo su esfuerzo y su dedicación para hacer fructificar los talentos que Dios le da. Frutos de caridad, de buenas obras, de evangelización. Un buen fruto es una comunidad viva, bien trabada, donde unos y otros se aman, regida por el servicio y no por el poder. Jesús quiere que todos demos fruto porque en ese fruto está la plenitud y el sentido de nuestra vida. Dando fruto aprendemos porqué estamos en el mundo y cuál es nuestro propósito.

Séptima palabra. Como un broche de oro, volvemos a encontrar el amor. Después de recordar a los suyos que todo cuanto pidan al Padre en su nombre les será dado, les reitera su gran mandato, el principal: que os améis unos a otros.

Quisiera detenerme un instante en este mandamiento del amor. Los judíos tenían un primer mandamiento, el principal: amar a Dios sobre todas las cosas. Y un segundo: amar al prójimo como a ti mismo. Estos dos resumían la Ley y los Profetas (Mateo 22, 36-40).

Jesús simplifica aún más. Ni siquiera habla de Dios. Simplemente “amaos unos a otros”. Incluso un no creyente, un agnóstico o un miembro de otra religión podría seguir este mandamiento. ¡Es universal! Este es el fundamento y lo que Dios verdaderamente quiere: por encima de cualquier creencia, rito o culto, por encima todo, está el amor de unos a otros. El amor redime al mundo. El amor nos salva. Y el amor “de unos a otros” es la manera más perfecta, en esta tierra, de amar a Dios. Porque, ¿qué es más fácil? ¿Ir a misa cada domingo, rezar una novena y asistir a una procesión, o amar a tu prójimo lleno de defectos, perdonar al que te hizo daño, tener paciencia con el que te fastidia cada día? Los ritos son mucho más fáciles que la caridad.

Jesús lo deja muy claro, aunque los profetas ya lo apuntaron: Misericordia quiero, y no sacrificios (Oseas 6, 6). Quiero vuestra bondad, quiero que os améis, y esto vale más que todas las prácticas rituales que podáis ofrecerme.

Nada más, y nada menos: amaos unos a otros.