2007-08-05

La verdadera riqueza

Lc 12, 13-21

Un mundo lleno de vacío

“Vaciedad de vaciedades”, dice el texto del Eclesiastés este domingo. “Todo es vaciedad”. En nuestro mundo moderno, tan abundante y lleno, saturado de bienes, de palabras, de tecnología, también existe esa vaciedad. Podemos percibirla en la enorme carencia de valores que sufren tantas personas. Viven desorientadas y vacías, faltas de referencias morales, perdidas, sin norte.

La parábola del evangelio de hoy nos muestra al hombre próspero que planifica su futuro. Inmerso en abundancia, decide echarse a vivir plácidamente de las rentas de su riqueza. Ciertamente, cada cual tiene derecho a vivir con prosperidad y a administrar su patrimonio. Todos tenemos derecho a una vida digna e incluso al disfrute y al placer, sanamente entendido. Pero Jesús nos recuerda que no podemos centrar nuestra vida en el dinero y en los bienes materiales, olvidando a los demás. No podemos dedicar nuestra vida exclusivamente al dios dinero, al dios sexo o al dios poder. Cuando lo hacemos así, nuestra vida, paradógicamente, se llena de vacío. Nos volcamos en el sinsentido y nunca tenemos bastante, siempre necesitamos más, porque esas riquezas nunca podrán llenarnos.

Vivir bien es totalmente lícito. Pero, ¿basta sólo con tener las necesidades materiales cubiertas?

El afán de poseer y dejarse poseer por Dios

¿En qué medida nuestra vida es rica de Dios?

Tener más que otros no va a garantizarnos nuestra vida en el cielo. Esta mentalidad mercantilista ha contaminado incluso nuestra fe. Pensamos que, por hacer muchas cosas, por trabajar duramente y acumular méritos, vamos a ganarnos el cielo. Como si la vida eterna fuera una paga a nuestro esfuerzo interesado.

Hemos de trabajar por las cosas del reino de Dios. Pero el culto al trabajo y al dinero no nos dará el cielo.

Otra actitud, contraria a ésta, es todavía más común. Solemos decir: “la vida son cuatro días, ¡hay que pasarlo bien!” Este otro tópico nos puede llevar a la dejadez y al egoísmo.

Vivir bien significa vivir amando. La buena vida consiste en amar a Dios y a los demás. Todas las cosas de este mundo son caducas. Y, no obstante, nos aferramos a ellas. Nos aferramos a las relaciones, a la familia, al dinero, a nuestras posesiones... Nos obsesionamos por poseer bienes efímeros y, en cambio, no nos dejamos poseer por Dios. Y él nos ama. Somos su tesoro. Él es quien hace eterna nuestra vida.

La mayor riqueza es gratuita

Muchas personas viven centradas en sí mismas, encerradas en su ego. Su tesoro son ellas mismas, girando alrededor de sí, en su narcisismo. Esa es una enorme pobreza.

Cuando intentamos amar y esto no cambia nuestra vida, es señal de que algo no hacemos bien. Y tal vez es porque no hemos abierto nuestro corazón y seguimos dando vueltas alrededor de nuestro ego, buscando nuestro tesoro dentro de nosotros mismos.
Hay una riqueza que se hincha, se convierte en vanagloria y se alimenta de sí misma. Muchas veces, esta riqueza –ya sea dinero, propiedades, etc., también nos genera problemas, como al hombre del evangelio, en litigio con su hermano por una herencia.

En cambio, hay otra gran riqueza, que viene de Dios, que nos llega a través de la Iglesia y que nos hace sentirnos bien con nosotros mismos.

Todo lo que tenemos nos lo ha dado Dios. Pensamos que tenemos muchas cosas ganadas por nuestro esfuerzo, nuestro trabajo, nuestros logros. Pero ¡hasta el aire que respiramos nos lo da Dios! Él nos regala la vida, y con ella, todo cuanto hemos obtenido. No somos conscientes de esos dones porque no nos han costado dinero ni hemos tenido que esforzarnos por adquirirlos. Pero su valor es incalculable. ¿Cuánto vale despertarse con la luz del sol? ¿Cuál es el valor de respirar, de contemplar el cielo, de ver la sonrisa en el rostro de un niño o en las arrugas de un anciano?

Dios nos da la existencia, los padres, los hijos, los amigos... También nos da las fuerzas y la capacidad de trabajar y el dinero que obtenemos, fruto de nuestro afán. Todo lo que poseemos es providencia de Dios. Cada día nos regala cosas inmerecidas. Pero la mayor riqueza es tener al mismo Dios. El nos ama, confía en nosotros, tanto, que incluso nos pide algún gesto de amor.

Dar nos enriquece

Nosotros también podemos corresponder a su regalo haciendo cosas por los demás. Podemos dar mucho amor cada día. Seamos ricos para Dios. Nos enriquecerá venir a la eucaristía, recibir los sacramentos, entregarnos a los demás. Dar nuestra vida, nuestro tiempo, es el don más espléndido que podemos hacer.

Nuestro tiempo es una gran riqueza. A menudo no tenemos tiempo para Dios ni para los demás. Nos falta tiempo para ser solidarios, para hacer un voluntariado, para visitar la casa de Dios y dejarnos acunar en sus brazos... El siempre nos espera, en su templo, y en el corazón de las personas. Dediquemos tiempo a Dios y a quienes nos rodean. Esta es nuestra verdadera riqueza, el tesoro que se acumulará en el cielo.

2007-07-29

Pedid y se os dará

Dios es Padre

En su intensa vida misionera, Jesús siempre sabía encontrar tiempo para nutrir su vida espiritual. No se podría explicar su energía incansable sin esos momentos de paz y de sosiego que dedicaba a su comunicación con Dios.

Además, su oración produce un efecto pedagógico en los discípulos. Al verlo, quieren aprender a rezar como él. Y él les enseña.

Su primera palabra es ésta: “Padre”. No podemos confiar en Dios si no lo consideramos igual a un padre. “Padre” evoca confianza, ternura, cercanía. La plegaria de Jesús rezuma confianza en Dios Padre. Sin sentirse hijo del Padre difícilmente podría darse esa sintonía y esa comunicación tan estrecha.

Llamar a Dios Padre es reconocer la centralidad de su presencia en su vida. Jesús nos presenta una imagen de Dios muy alejada del Dios implacable que fiscaliza al hombre. Dios es padre, respeta a sus hijos y su libertad. Un padre da la vida, nos mima, nos cuida, nos educa, nos lo da todo. Ese es el Dios de Jesús de Nazaret.

Dios, en el centro de la vida

Continúa Jesús: “santificado sea tu nombre”. Dios es el santo de todos los santos. A imitación de nuestro Padre, la Iglesia nos llama a vivir cada día la santidad. Nuestra vida entera ha de ser santificada. Jesús es modelo y reflejo para todos nosotros.

“Venga tu reino”. Esta invocación expresa un deseo de paz, de justicia, de bienestar. Es el deseo de que reine el amor de Dios en nuestro corazón, que la vida de Dios invada nuestra vida; que su cielo venga aquí, ahora, entre nosotros.

El Padrenuestro es un compendio del Nuevo Testamento y la revelación de Jesús. Cada cristiano está invitado a trabajar por ese reino de Dios, donde la gente se ama, confía y construye espacios de cielo. Cuando las personas abren su corazón a Dios y viven la gran aventura de su amor, están comenzando a levantar ese reino en la tierra.

“Danos el pan de mañana”. Más allá de la necesidad de pan físico y de sustento, esta petición significa: danos la fuerza necesaria para alimentarnos de ti. El trigo es perecedero. Sacia hoy, pero no alimenta el alma. Danos alegría para vivir, ternura, amistad, compañía, el pan existencial que necesitamos para crecer como personas y ser pan para los demás.

El valor del perdón

“Perdona nuestros pecados como también nosotros perdonamos”. Perdonar, ¡cuesta tanto! Pero el perdón es intrínseco de Dios. No podemos comprender su bondad sin su infinita capacidad de perdón. Siempre somos pecadores, siempre fallamos. Y él siempre nos está perdonando. A ejemplo suyo, si queremos seguir a Jesús, hemos de perdonar. Él nos enseña con su vida. El perdón ha de ser algo vital en nosotros. Sin perdón no podemos crecer ni avanzar. Tampoco estaremos preparados para recibir los sacramentos.

Perdonar es vibrar al unísono con el corazón de Jesús, la expresión más nítida de la capacidad de misericordia de Dios.

Solemos ser ambiguos, egoístas, mentirosos; generamos conflictos a nuestro alrededor, no somos transparentes, nos ensimismamos, nos gusta ser el centro de todo, actuamos sin pensar en los demás… Pero, cada día, Dios nos restaura con su perdón. Nuestra vida espiritual sería imposible si él no nos perdonara.
Tan importante es dar como recibir perdón. Esta es, quizás, nuestra asignatura pendiente. Nuestro corazón está agrietado, hemos de resolver muchas cosas, ser más humildes, más sencillos, más pobres… No podremos crecer como persona, como familia, como comunidad, como grupo de amigos, si no tenemos el corazón abierto al perdón y si no sabemos perdonar. ¿Cuántas veces? Jesús responde a Pedro, que le pregunta: hasta setenta veces siete. ¡Toda la vida hemos de perdonar! Porque a lo largo de toda nuestra vida necesitamos también la mirada cálida, tierna, dulce, de Dios que nos levanta.

Aprender a confiar

Continúa este evangelio: “Pedid y se os dará, llamad y se os abrirá”. No podemos iniciar ningún proyecto si antes no confiamos. Y es la confianza la que nos llevará a pedir, a llamar, a caminar para conseguir llegar a nuestra meta.

Muchos de los males existenciales que afectan a las personas tienen su raíz en la desconfianza. Muchos psicólogos y especialistas así lo ratifican. La desconfianza genera miedo, mentiras, distanciamiento de los demás, ambivalencia y una fisura profunda en la persona.

Jesús confió totalmente en Dios, aún en los momentos más críticos de su vida. Pero lo más extraordinario es que ¡Dios confía en nosotros! Si Adán, el primer hombre, falló a esta confianza, en Cristo ha quedado restaurada plenamente la confianza entre Dios y la humanidad. La desconfianza facilitó la caída del hombre en el abismo. La confianza de Jesús en el Padre hizo posible su redención.

Confiar en Dios ha de llevarnos a confiar en los demás: la familia, los buenos amigos, la Iglesia… también en las intuiciones de nuestro propio corazón. Creamos, de verdad, que Dios nos ama.

Muchos males psíquicos, que se somatizan y acaban degenerando en enfermedades físicas, podrían resolverse si confiáramos más en Dios. ¿Por qué nos suceden las cosas? Pensemos en ello. También se ha comprobado que muchas personas que padecen diversos trastornos psicológicos y mentales se recuperan antes o mejoran mucho si creen en Dios. La fe les da una fuerza interior enorme. ¿Cómo puede ser de otro modo? Dios es nuestra salud, nos quiere sanos y quiere que nos sintamos plenamente amados.

Nos cuesta confiar. El evangelio nos dice que, ante las ofensas, volvamos la otra mejilla. Nos dice que amemos al enemigo. Es difícil. Pero podemos hacerlo. Imitemos a Jesús. Abandonémonos, con total confianza, en manos de Dios, y él nos dará fuerza para vivir con plenitud nuestra existencia.

2007-07-22

Marta y María

La hospitalidad ante Dios
El evangelio de este domingo nos presenta a dos mujeres judías hospitalarias, que saben acoger al Señor.

La hospitalidad es intrínseca de la cultura judía. Además, Marta y María tenían un vínculo de amistad con Jesús, formaban parte de la familia de amigos de Betania.

Qué importante es saber acoger y abrir las puertas a los demás. Y aún más, qué importante es abrir las puertas del corazón a Dios.

El activismo de Marta

Las dos hermanas tienen reacciones diferentes ante la visita de Jesús. Marta se multiplica en el servicio para atender a su amigo. María se sienta a sus pies para escucharlo. Marta nos recuerda el hiperactivismo, ese afán por hacer, aplicado a muchos aspectos de nuestra vida. Aunque siempre es bueno trabajar por los demás, también es bueno encontrar espacios para hacer silencio, rezar y acoger. Muy a menudo, en nuestro empeño por acoger y servir, nos perdemos en detalles y olvidamos lo más importante: la misma persona a la que recibimos. A veces, la mejor acogida es la escucha.

Hoy la gente va deprisa, corriendo, estresada, preocupada. Y nunca llega. Nos falta tiempo, calma, sosiego. Nos ponemos nerviosos y de aquí pasamos a la inquietud, la angustia y, en muchos casos, la depresión. Hoy día tenemos que plantearnos, no tanto qué hemos de hacer, sino qué hemos de dejar de hacer para encontrar esos momentos necesarios de paz y sosiego. No podremos ser acogedores si en nuestro interior reinan el nerviosismo y la prisa.

La acogida de María

Jesús elogia a María y le dice que nadie le quitará su parte –la mejor parte. María ha centrado su acogida en el amigo que viene a visitarlas y es ella quien recibe el regalo que les trae Jesús: su presencia, sus palabras.

Hoy, viniendo a la eucaristía, los cristianos hemos escogido la mejor parte del día: estar cerca de Jesús, escucharle y, además, tomarle y llevarle dentro. Ese elogio de Jesús a María puede ser extensivo a todos los cristianos. Hemos de aprender a encontrar espacios para acercarnos a Dios e intimar con El. El núcleo de la revelación cristiana es la amistad de Dios con el hombre. Dios no desea otra cosa que cultivar esa amistad, pero sólo será posible si somos capaces de encontrar esos momentos de paz y de silencio.

Dios busca nuestra amistad

Jesús no quiere el servilismo de Marta, no desea que le sirva como una criada, sino que sea su amiga. Hacer muchas cosas puede convertirse, inconscientemente, en un afán por ganar méritos y buscar una recompensa. A Dios, en cambio, sólo le basta que dejemos de hacer y nos pongamos ante él.

La fe cristiana no es tanto lo que yo puedo hacer por Dios sino lo que él hace por mí, ya que se me ha revelado.

Hemos de lograr ser buenas Marías para ser buenas Martas. Con Dios en nuestro corazón, podremos servir y nuestro trabajo será fructífero. Sólo desde la escucha y la contemplación podremos ejercer la caridad.

2007-07-15

Cómo ganar el cielo

Lo que dice la ley

¿Qué hacer para ganar el cielo? Es una pregunta que nos concierne a todos. Nos inquieta el más allá. Venimos a misa, rezamos, practicamos la caridad… y, al igual que aquel judío, preguntamos a Jesús qué hemos de hacer para heredar la vida eterna.

Jesús responde al maestro de la Ley. ¿Qué lees en la Ley? Amarás al Señor tu Dios con todas tus fuerzas, con toda tu mente, con todo tu corazón, con todo tu ser. Esto significa poner a Dios en el centro de nuestra vida, no como una realidad abstracta o esotérica, sino vivida en lo más hondo de nuestro ser. Amarlo con todas las fuerzas, con todo el corazón y toda la mente es amarlo con tenacidad, con pasión, con plenitud.

Pero, a continuación, la Ley también habla del prójimo. “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Esa es la clave de esta lectura.

¿Quién es mi prójimo?, pregunta el judío. Y Jesús le explica la parábola del buen samaritano.

¿Quién es el prójimo?

Un hombre que viaja de Jerusalén a Jericó es asaltado por unos bandoleros, apaleado y dejado medio muerto en medio del camino. Lo ven un sacerdote y un levita, dan un rodeo y pasan de largo. En su actitud, están desoyendo incluso las escrituras del antiguo testamento, que exhortan a practicar la misericordia. Los mismos representantes de esta ley pasan, ignorando el dolor de la persona.

En cambio, pasa un samaritano por allí y se compadece del hombre apaleado. Es el forastero, el mal visto, hoy diríamos “el inmigrante”, el “marginado”. Y es él quien ejerce la caridad. Cuida al hombre herido y lo leva a un lugar donde podrán atenderlo, pagando sus gastos por él.

Con esta parábola, Jesús está universalizando al prójimo. Ya no es el cercano, el pariente, el compatriota o el que practica la misma fe. El concepto de prójimo salta por encima de la Ley, del pueblo judío, de la cultura o las convicciones. Lo importante no es quién es, o de dónde procede. Es un ser humano que necesita ayuda. El samaritano se convierte en un símbolo del mismo Jesús y de la Iglesia. Cura sus llagas ungiéndole con aceite y vino, signos que evocan los sacramentos de la unción y la eucaristía. Jesús vino a curar y a rescatar al hombre caído. Y la Iglesia continúa su labor.

La caridad por encima del precepto

En nuestro mundo vive mucha gente apaleada por el sufrimiento, la soledad, la angustia, la falta de sentido de la vida… Como cristianos, no podemos quedarnos en el cumplimiento del precepto. La ley que quiere Dios, como leemos en el Deuteronomio, está en nuestro corazón y en nuestra boca. No está más allá de nuestro alcance, no es nada que no podamos cumplir.

Hemos de responder al sufrimiento de quienes padecen, llagados anímica y existencialmente. No podemos pasar de largo. En el corazón de la Iglesia también están los pobres, los moribundos, los enfermos, los marginados… Hemos de cumplir los preceptos de la Iglesia, sí, pero también la ley del amor, las exigencias de la caridad.

No basta con venir a misa y cumplir. La caridad es aún más importante. Después de explicarle la parábola, Jesús dice al maestro de la ley: “Anda, haz tú lo mismo”.

Nuestra cultura del progreso tecnológico nos arrastra en la marea del estrés y la prisa. La velocidad nos impide ver lo que hay a nuestro alrededor. La prisa es tremenda, porque nos aleja de la realidad. En cambio, si uno camina despacio puede ver, contemplar, escuchar y saborear.

El progreso científico es estupendo. Pero el bienestar material y tecnológico no basta para hacer feliz a la persona. En medio de la prosperidad, vemos que brota el malestar social, psíquico y existencial. Algunos sociólogos señalan que vivimos en un mundo hiper-tecnificado y narcisista, que nos aleja de lo pequeño, lo humano, lo cotidiano. Nos aleja, también, del que nos necesita.

Jesús revela el corazón compasivo y la bondad de Dios. Como hijos suyos, estamos llamados a alimentar un corazón misericordioso. No podemos permanecer impasibles ante el dolor. Hay que invertir en humanidad, en medios para acoger a los que sufren y viven abandonados, en el arcén. Los cristianos no podemos callar esto. Seamos el corazón de Cristo en medio del mundo, torrente de bálsamo y dulzura para el que sufre.

2007-07-08

Los envió de dos en dos

Una experiencia de evangelización

A parte de los doce, mucha gente se movía alrededor de Jesús, deseosa de descubrir el rostro de Dios. Jesús designa a setenta y dos discípulos y los envía a predicar a las aldeas de su tierra. Los manda para que se entrenen en la gran tarea de ansiar el mensaje de Dios a todos los pueblos.

“La mies es mucha y los obreros pocos”, dice Jesús. “Pedid al amo de la mies que envíe operarios a su mies”. Hay muchos campos para evangelizar, pero somos pocos para ese gran cometido. A los cristianos de hoy, Jesús nos invita a incorporarnos a esa labor misionera de proclamar la buena nueva.

Os envío como corderos

Antes de partir, da a sus discípulos varias consignas. Con estas instrucciones, Jesús deja claro que no quiere colonizar ni obligar a nadie a creer en él.

“No llevéis manto ni bastón, ni os entretengáis por el camino”. “Os mando como corderos en medio de lobos”. Es decir, que en la misión no se trata de imponer nada a quien no quiere abrir su corazón. Los misioneros han de ser humildes, sencillos, pacíficos y mansos como corderos. No podemos arrasar, como ciertas ideologías que van coartando las libertades e imponiendo su criterio. Jesús quiere que los suyos anuncien con serenidad el Reino de Dios.

Dad la paz y anunciad el Reino

La primera consigna es desear la paz a quienes los reciben. La gente está falta de paz, inmersa en problemas de toda índole. Lo primero que deben hacer los apóstoles es desear la paz a todos.

Quedaos allí, continúa Jesús, respetad sus costumbres, comed lo que os den, con gratitud. El obrero bien merece su salario.

La siguiente consigna, que es el núcleo de la misión, es anunciar: el Reino de Dios está cerca, está llegando. Los apóstoles preceden a Jesús, que trae consigo un Reino de paz, más allá de las diferencias; un reino solidario, con esperanza y ánimo para crecer. El Reino de Dios no es otra cosa que la encarnación del amor de Dios en el mundo, a través del mismo Jesús.

Él dará sentido y esperanza a nuestra vida. Se entregará del todo para que alcancemos una alegría existencial plena y profunda. Anunciad esto, dice Jesús. Llega aquel que llenará vuestra existencia de sentido y felicidad.

Sanar el cuerpo y el alma

También les dice Jesús: curad a los enfermos. Sanar es el otro gran cometido de los apóstoles. Mucha gente enferma padece dolencias físicas, pero, más honda aún, que debilita la existencia y la mina por dentro, es la falta de razones para vivir. No saber a quién amar, no sentirse amado, no tener un proyecto, una motivación, algo que dé sentido profundo a la vida, es la enfermedad más grave. Hay muchas personas que tienen de todo: dinero, salud, compañía… Y, sin embargo, aún les falta algo.

Hay una terrible enfermedad que afecta a un nivel humano más allá de lo fisiológico y lo psíquico: la carencia de Dios. El Reino de Dios sanará lo más hondo de nuestro ser. Allí donde no llega la psicología ni la psiquiatría, ni la ciencia médica, allí puede llegar Dios. Ese dolor existencial que no pueden curar los psicólogos puede sanarlo Dios.

Curar a los enfermos, aparte del carisma sanador del cuerpo físico, es también sanar el alma, la vida entera. Ante los grandes interrogantes de la persona: ¿en qué creemos?, ¿quién somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Ni siquiera las ciencias tienen respuesta. Pero la sabiduría que emana del propio Cristo es fuente de salud, tanto para el cuerpo como para el alma.

Vuestros nombres están inscritos en el cielo

Los setenta y dos regresaron contentos. Hasta los demonios y los malos espíritus se les sometían. Cómo no iban a hacerlo, ante la fuerza rotunda del amor, del perdón, de la infinita misericordia.

Pero Jesús les dice que no deben estar contentos sólo porque han peleado y vencido contra el mal. Sí, han hecho un buen trabajo, la gente los ha escuchado y se han convertido. Pero la mayor alegría es otra. “Estad contentos porque vuestros nombres están inscritos en el Cielo”. Están grabados en el corazón y en la mente de Dios. Eso debe alegrarnos.

Somos enviados

Cuando finalizamos la misa, el sacerdote nos dice: “Id en paz”. También nos envía, llenos de paz y alimentados por la Eucaristía. Y vamos al mundo como corderos.

No somos lobos ni hemos de ser como ellos para vencerlos. Ser como ovejas, aún llevadas al matadero, como el mismo Jesús, significa renunciar al poder. Después de recibir el alimento eucarístico, tenemos la fuerza suficiente para salir afuera y explicar las grandezas de Dios. Podemos comenzar con la propia historia. ¡Qué gracia tan grande, cuántos dones nos ha dado Dios!

Nuestra misión, hoy, es ésta: anunciar por todo el mundo que el amor de Dios está cerca y que somos instrumentos de ese amor. Ojalá vengamos a misa cada domingo, contentos porque hemos cumplido nuestra labor. El testimonio de una vida entregada a los demás es el mejor mensaje evangelizador que podemos transmitir. No nos rindamos. Continuemos, tenaces, valientes. Demos lo que tenemos y hemos recibido. Comuniquemos.

No podemos quedarnos sólo en la eucaristía, cerrados en el ámbito parroquial. Esto empobrece nuestra fe. No nos quedemos aquí. Fuera la gente nos espera, hambrienta, para que les anunciemos el amor de Dios.

2007-07-01

Déjalo todo… y sígueme

Seguirle sin condiciones

Jesús tenía muy claro que su misión era redimir a la humanidad. Pero esto pasaba por dirigirse a Jerusalén, donde le esperaba la muerte en cruz y, posteriormente, la resurrección. Con su muerte Jesús llevaría a cabo el máximo gesto de entrega. Es en este contexto y en esta tesitura espiritual que Jesús emprende el camino a Jerusalén.

Se encuentra con varios hombres que quieren seguirle, pero… Seguir a Jesús es caminar a la intemperie, sin seguridades. La única certeza es saber que caminamos hacia el Padre. Pero el camino no es fácil y está lleno de riesgos. Unirse a Jesús y caminar con él es tener claro que siempre estaremos en su corazón y que el cielo nos espera en la meta. Pero no tendremos nada seguro en el mundo.

“Deja que los muertos entierren a sus muertos”, dice Jesús. El hombre que quería seguirle le daba un sí, pero con condiciones. De ahí esa respuesta rotunda.

Abrirse a otra familia

Jesús no pide que rompamos los lazos familiares, por supuesto, sino que lo sigamos sin condiciones, con serenidad y total confianza. Cuando se sigue a Jesús no se rompe con nada, más que con aquello que nos puede impedir acercarnos a Dios. No se trata de abandonar la familia de sangre, pero sí de abrirnos a una familia mucho más extensa, que trasciende la biológica: la familia del pueblo de Dios. En esta familia, todos somos hijos de Dios y hermanos, “nación consagrada, estirpe elegida, pueblo santo”.

Dejarlo todo no debe leerse literalmente. Cada cual debe saber estar en su familia, en el trabajo, en su ciudad, en medio de la sociedad, desempeñando sus tareas, dando testimonio y evangelizando desde su lugar. Lo importante es la actitud del corazón.

La excusa más frecuente

Seguir a Jesús no es sencillo, hoy. ¿Qué excusas le podemos poner?

Posiblemente, la más frecuente sea ésta: “No tengo tiempo”. Estamos tan metidos en nuestra familia, en nuestro trabajo, en nuestros compromisos, en mil y una cosas… que no tenemos tiempo para seguirlo. ¿No suena esto un poco a excusa? Dios nos lo ha dado todo. Suya es la existencia que disfrutamos, suyo el tiempo de que disponemos. ¿No sabremos darle, al menos, una parte?

Dios no quiere que seamos irresponsables con nuestras obligaciones, pero sí nos pide un tiempo para él. Un tiempo que quizás perdemos vanamente en ocio innecesario, en televisión, en cosas vacías y estériles… Seguir a Dios implica un sacrificio. Pero podemos seguirlo desde nuestro hogar y desde nuestras opciones profesionales.

El que mira atrás no es apto para el Reino del Cielo, leemos en los evangelios. Vemos cómo Eliseo, fiel a la llamada del profeta Elías, lo sigue para ser su ayudante y, más adelante, lo sucederá como profeta. Mata a sus bueyes, obsequia a su familia y lo deja todo. Entierra su pasado. “Enterrar” no es sólo lo físico, sino todo aquello que nos quita vida. Para ello es preciso ser valientes.

Fidelidad para perseverar

La llamada hoy no es sólo a seguir a Jesús. Para los que ya somos cristianos, la llamada es a mantenerse fiel.

La gente se cansa. A todos nos cuesta desvelar nuestra fe, nos olvidamos de Aquel que nos ha hecho existir y nos lo ha dado todo. Nos cuesta seguirle. Porque sabemos que esto implica tiempo, compromiso, cambiar nuestras actitudes, nuestro criterio, nuestra forma de pensar… y poner toda nuestra confianza en Él.

Muchas personas rehusarán escucharnos. Jesús es paciente, no se enfada ante los que rechazan su mensaje. Cuando sus discípulos le piden que haga descender fuego del cielo sobre aquella aldea que no los quiere recibir, él los reprende y se marchan de allí. La verdad no puede ser impuesta a nadie, y Jesús lo sabe. Con dolor, puesto que los que se cierran al amor de Dios viven ensimismados, intoxicados en su cerrazón, faltos de oxígeno. Pero Jesús nos dice que, si bien unos lo rechazarán, otros abrirán su corazón. Por esto hemos de continuar trabajando, entusiastas, tenaces, para difundir nuestra fe.

Valentía, tenacidad y confianza: con estas tres virtudes podremos emprender nuestro camino de seguimiento a Jesús.

2007-06-24

El nacimiento de San Juan Bautista

Un espejo para los cristianos

Coincidiendo con el solsticio de verano, la Iglesia celebra la fiesta del nacimiento de san Juan Bautista, una figura entrañable que nos permite ahondar en las características y la misión del cristiano.

Juan Bautista, el precursor, anunció la venida del Señor. Nosotros también estamos llamados a anunciar a Cristo, no el que ha de venir, sino el Cristo resucitado, ya presente en la historia de la humanidad.

Todos los cristianos somos misioneros. Nuestra vida ha de ser espejo del testimonio de Juan Bautista. Detengámonos a reflexionar sobre ello. A veces vamos tan cansados y estresados que no tenemos tiempo ni de rezar, no podemos oír la llamada de Dios. Y Dios nos llama a todos. Como a Juan, nos llama a anunciar al Cristo vivo, aquí y ahora. Y nos da la fuerza del Espíritu Santo, que irrumpe en Pentecostés.

Incorporemos a nuestra vida el elemento anunciador. La Iglesia prepara a su pueblo para el gran acontecimiento de la Pascua. En la eucaristía, él ya está presente, vivo, entre nosotros.

Humildad para saber retirarse

San Juan Bautista es humilde. Reconoce que hay alguien que está por encima de él y se aparta para dar paso a Jesús. Ni siquiera se siente digno para desatarle las sandalias, dice. Él no es la luz, ni la verdad, sino testimonio de la luz y la palabra de Dios. En cambio, nosotros a veces somos prepotentes y nos gusta acaparar la atención y el éxito.

La tarea educadora de los sacerdotes debe mostrarnos que el centro de nuestra vida es Cristo. Él es la Verdad y nosotros somos instrumentos a su servicio.

Los laicos también están llamados a la misión de anunciar y predicar. Ellos ayudan a los sacerdotes en la evangelización. También, como san Juan, saben retirarse a tiempo cuando conviene. Esta es una gran lección para los padres, educadores, sacerdotes… Saber retirarse en el momento adecuado, para dejar que otros puedan crecer.

Señalar a Cristo sin temor

Juan Bautista ve llegar a Jesús y lo señala. "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo". También nosotros hemos de señalar la gran Verdad, el gran Amor, el gran mensaje, que no es otro que Jesús de Nazaret, el que morirá, dando la vida por nosotros. También Juan dará testimonio, con su vida, de la figura de Jesús.

En la Iglesia hay salvación; en Cristo se encuentra la felicidad. Señalemos a la gente que en Cristo y en la Iglesia está la Verdad, sin miedo, como lo hizo Juan.

Juan es decapitado por una frivolidad, injustamente. Los cristianos también estamos llamados a la entrega sin límites, hasta asumir, si es necesario, el martirio.

La palabra creíble

La palabra, si no está acompañada de gestos y de acciones, no es creíble. La palabra tendrá credibilidad cuando esté apoyada por los actos, las virtudes y la coherencia de la propia vida. Los cristianos hemos de predicar con nuestra vida. Hemos de pasar del mutismo y del miedo al coraje y al testimonio, cálido y dulce. No se trata de lanzar voces estridentes, sino de pronunciar palabras suaves y penetrantes.

La vocación fecunda nuestra vida

Juan es un regalo de la misericordia de Dios a Isabel, su madre. La historia de Juan guarda un gran paralelismo con la de Jesús, tal como narran los evangelios de la infancia. En ambas se da una anunciación, se pide un gesto de fe de sus padres; en ambas, los dos niños están predestinados por Dios, desde el vientre de sus madres.

Muchas veces podemos sentirnos como Isabel, secos, estériles, vacíos. A pesar de sentirnos así, Dios puede hacer en nosotros el milagro de la fecundidad. Pese a nuestros límites, nuestros pecados, nuestras capacidades más o menos grandes, si abrimos el corazón, Dios lo convertirá en un jardín soleado y fértil.

Si nos abrimos y decimos sí, Él transformará nuestra vida. “Desde el vientre de tu madre te llamé”. Sí, todos estamos llamados. Esa experiencia de sentir la voz de Dios, ser conscientes de nuestra vocación, hará rica y fecunda nuestra vida.

2007-06-18

A quien mucho ama, mucho se le perdona

Más allá del cumplimiento de la ley

En el evangelio de este domingo vemos los hermosos gestos de una mujer ante Jesús. Son gestos de arrepentimiento, pues llora, y también de ternura: le lava los pies, los besa, los perfuma. El autor nos dice que era una pecadora, tal vez se trataba de una mujer de la vida, una prostituta. Y Simón, el fariseo que ha invitado a Jesús, inmediatamente hace un juicio ético sobre ella. Entonces Jesús le explica la parábola del prestamista y los dos deudores y le hace una pregunta. Simón responde con certeza: a quien más le perdonó, más amará a su acreedor.

Los fariseos creían que cumpliendo estrictamente la ley ya podían considerar que todo lo hacían bien. Pero Jesús era un hombre libre, sin prejuicios, más allá de las convenciones sociales y religiosas. Al ver llorar a la mujer arrepentida, debió conmoverse hondamente. Y, ante el fariseo, le hace una relación de sus actitudes ante él. No le ha ofrecido agua; ella le ha lavado los pies con sus lágrimas; no le ha besado, ella no ha dejado de besarle los pies; no le ha ungido, y ella le ha perfumado los pies con aromas. En contraste con Simón, la mujer se vuelca ante la persona de Jesús.

El gesto de Jesús pasa por encima de la ley judía. Se deja tocar, besar, ungir por la mujer. Es una actitud revolucionaria respecto al amor y la libertad. Recordemos que fue la ley quien mató a Jesús. Él nos enseña que, por encima del cumplimiento de la ley, está la caridad y la ayuda a los demás. Lo más importante es el amor, la misericordia, la ternura, la delicadeza.

Tocar la pureza de Dios

Aquella mujer necesitaba sentir que Dios la amaba para poder convertirse. ¡Qué mejor manera de mostrarle este amor que dejarle tocar el corazón de Dios! Dejándola lavar sus pies, Jesús la acoge y le muestra que Dios no la rechaza. Y ella cree en este amor. Por eso Jesús le dice: “Tu fe te ha salvado”.

La mujer pecadora, ungiendo los pies de Jesús, toca la pureza y la hermosura de Dios. Jesús no queda manchado, al contrario: es ella quien queda purificada por la experiencia sublime del amor.

El amor limpia y sana. Cada vez que recibimos a Cristo en la eucaristía nos alimentamos de su amor y quedamos puros.

El corazón arrepentido, la mejor ofrenda

San Pablo lo recuerda en sus cartas: no serán los méritos lo que nos salve, sino la gracia de Dios. Tampoco será el cumplimiento del precepto lo que nos salve a los cristianos. Lo que Dios desea es un corazón convertido, que lo anhele, que lo busque, que lo acaricie.
El fariseo era un perfecto cumplidor de la ley. En cambio, la mujer seguramente vivía con sentimientos de culpa y de pecado. Llora, arrepentida. Por eso Jesús la deja acercarse. El salmo 50 canta: “un corazón quebrantado tú no lo rechazas, Señor”. Dios quiere un arrepentimiento sincero. Él recoge nuestras lágrimas y nuestra ternura. El gesto de aquella mujer demostró a Jesús que necesitaba cambiar su vida. ¿Cómo no iba a acoger a los pecadores, para liberarlos del peso de su pecado y bañarlos con su luz salvadora?

Necesitamos el perdón

Los cristianos necesitamos la dulzura, el perdón, la misericordia de Dios. Si creemos no necesitarla, ¡qué lejos estamos de su amor!

Jesús acoge a todos los pecadores. “Porque has creído, porque te has arrepentido, porque me has amado mucho, tu fe te ha salvado”. Lo que nos salva es la fe, la caridad, el amor, dejarse tocar por Dios. Como la mujer del evangelio, necesitamos abrir nuestro corazón. Dios nos sigue para salvarnos; dejemos que nos revele su amor a través de mil gestos cotidianos, dejémonos acariciar por Él.

Entre el cumplidor y la pecadora que sufre, de rodillas, Jesús opta por ella. No nos creamos mejores que nadie porque cumplimos nuestros preceptos. Jesús muestra una clara preferencia por los que viven en el arcén, los marginados, los mal considerados, los que andan errados, necesitados de ser acogidos.

“Porque has amado mucho, mucho se te perdonará”. Esta es la lógica del amor de Dios. Jesús quiere rescatar a esta oveja perdida. La hace sentirse restaurada, redimida, elevada a la categoría de hija de Dios. Nos quiere viva imagen suya, capaces de transformar el corazón de la gente. Ser cristiano es tener la osadía, por amor a Dios, de ir a contracorriente de los criterios del mundo.

Estar a los pies de Jesús y pedir que nos limpie es una genuina actitud cristiana. Acercarnos a él, dejarnos tocar por él, comerle, vivirle, es participar de la divinidad.

2007-06-10

Corpus Christi: el sacramento del amor

Con la fiesta del Corpus Christi queda patente la donación de Jesús. Un cuerpo desgarrado y una sangre que se derrama expresan su total entrega por amor.

El evangelio de la multiplicación de los panes y los peces nos trae las palabras de Jesús a sus discípulos, ante la muchedumbre hambrienta: “Dadles vosotros de comer”. Hoy se dan grandes hambrunas que se podrían evitar. Esto no es sólo un problema político, sino un reto social y moral. Somos dos mil millones de cristianos en el mundo. Con una fe convencida, podríamos detener, no sólo el hambre, sino muchos otros males.

Uno de los deseos profundos de Jesús es la unidad. Si trabajamos por la sintonía entre comunidades, podríamos conseguir que muchas personas gozaran de una vida digna.

La eucaristía nos ha de llevar a un compromiso de hecho. Eucaristía y vida han de ir de la mano: por nuestras obras verán que estamos unidos a Cristo. Para el cristiano, el eje de su vida es la eucaristía, la permanente actualización del amor de Cristo. De tal modo, que hemos de llegar a eucaristizar toda nuestra vida, para que todo cuanto hagamos sea un acto de entrega para alimentar la vida de los demás.

Cuando nuestra vida se convierta en una constante donación a los demás, estaremos viviendo el sentido auténtico de la eucaristía.

Necesitamos el alimento espiritual

Pero no sólo hay hambre de pan, sino hambre de afecto, de alegría, de paz, y también un hambre más vital y más hondo: el hambre espiritual. Cuántas personas están desnutridas, no sólo de alimento, sino de amor. Y muchas otras, como sucede en nuestras sociedades ricas, están mal alimentadas. El mal alimento provoca sobrepeso y enfermedades; así también ocurre en el plano espiritual. Las enfermedades sociales y tantos problemas como nos afectan, como la violencia, son fruto de esta mala nutrición espiritual.

Los niños, como bien sabemos, necesitan alimento, cuidados y protección para sobrevivir. Pero, para poder crecer sanos y armónicos, necesitan a diario bocados de amor y de besos. Se nutren del cariño que reciben de sus padres. También necesitan estar nutridos del pan de Dios. No basta con traerlos a catequesis para hacer la primera comunión. Después de esa primera vez, el niño necesita alimentarse cada semana, acudiendo a la eucaristía, para que crezca en él la fuerza espiritual que necesita. Y a menudo esto se olvida, cuando ese pan nos da la vida. Muchas personas acaban abandonando la fe porque dejan de comer ese pan y se debilitan.

Un regalo de Dios

La eucaristía no es un invento, viene de Dios: “hacedlo en memoria mía”, nos dice Jesús. Si él nos lo pide es porque se trata de algo muy importante y beneficioso para nosotros. Hemos de pasar de la obligación de la misa a la invitación. Él nos llama a hacer cielo aquí y ahora, y el pan que nos da es el alimento del cielo que nos hace gustar su reino en la tierra.

Incorporemos a nuestra vida la misa como algo fundamental. Ojalá aumente nuestra devoción al Cristo eucarístico, siempre presente. Tomar a Cristo es tomar a Dios.

Si descubriéramos el valor de la misa, dice santa Teresita, habría tanta afluencia de gente que los poderes públicos tendrían que regular la asistencia a los templos.

Después de recibir a Cristo y acogerlo, cada cristiano se convierte en una custodia viviente. Llevamos a Jesús dentro, dejemos que su amor se nos grabe hondamente en el corazón.

2007-06-03

La Trinidad: un Dios comunicación y relación

La fiesta de hoy nos revela las entrañas del mismo Dios. Un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

El Padre Creador

La primera persona de Dios es el Creador. Nos regala la vida, el universo, se recrea en la belleza de todo lo creado y vuelca todo su amor en su criatura predilecta, hecha a su imagen y semejanza: el ser humano.

Dios Padre, esta figura de la paternidad de Dios, nos es revelado por Jesús. Su relación con Él es de hijo a padre, una relación de comunicación, de amistad, de confianza. Evoca donación, generosidad y amor. En definitiva, Jesús nos descubre a un Dios cercano qua ama a su criatura.

El Hijo, Palabra encarnada

Dios Hijo es el Verbo encarnado, Jesucristo. En Jesús el amor de Dios Padre se personifica, se hace humano y se manifiesta en medio de nosotros. Cristo ama como Dios ama. Del Hijo hemos de aprender su vida, su opción por los pobres, su delicadeza con los enfermos, su capacidad de entrega, de dar hasta la vida por amor.

El aliento sagrado de Dios

El Espíritu Santo es el aliento, la fuerza, el beso de Dios. Es el amor de Dios que se desparrama entre los hombres. Así como a Dios Padre podemos adivinarlo reflejado en la Creación, y a Cristo lo vemos a nuestro lado, como hermano, el Espíritu Santo lo tenemos dentro. Es un regalo que Dios nos da. Somos templo de su Espíritu.

El Espíritu Santo nos da la conciencia de unidad. Él es quien nos infunde la fuerza para salir fuera de nosotros mismos y construir comunidad, Iglesia, pueblo de Dios. Es el Espíritu de amor, de unidad, de amistad.

Cultivar nuestra dimensión trinitaria

El cristiano está llamado a ser trinitario en toda su vida, a cultivar la devoción a la Trinidad, que es la esencia más sublime de Dios.

¿Cómo ser trinitarios?

Aprendamos a ser creadores, como Dios Padre. Podemos crear belleza a nuestro alrededor, podemos levantar pequeños universos de buenas relaciones. Aprendamos a ser constructores de bien. Los cristianos hemos de ser muy creativos. La persona que tiene a Dios dentro es bella porque ama, crea, se entrega, está llena de su Espíritu e inspirada por él.

Seamos también como Cristo. Imitemos su vida. Nuestra mejor enseñanza son las bienaventuranzas, maneras directas de encarnar el amor de Dios en el mundo. Recorramos nuestras Galileas y anunciemos la buena noticia de Dios. Seamos buenos predicadores, curemos a los enfermos, aliviemos el dolor de los que sufren… hasta dar nuestra vida por aquello que creemos. Imitar a Cristo significa abrirse a la voluntad de Dios y configurar en ella nuestra vida.

¿Cómo imitar al Espíritu Santo? Siendo dulzura y bálsamo, y a la vez soplo potente, fuerza, empuje. Estamos llamados a ser fuego en medio del mundo, propagadores de la Verdad. Somos inspirados por el Espíritu Santo cuando trabajamos por la unión y por la paz.

Dios es familia

Dios no es un ser solitario ni aislado. La soledad es el primer mal, como señala el Génesis, cuando dice “No es bueno que el hombre esté solo”. Dios tampoco permanece en la soledad, sino que es una familia de tres personas estrechamente unidas: es relación y comunicación.
Para el cristiano de hoy, el espacio de comunicación es la Iglesia.

2007-05-27

Pentecostés, el nacimiento de la Iglesia

Llamados a ser nuevos Cristos

Hoy celebramos que la Iglesia nació en Pentecostés. Pero también celebramos que el Espíritu Santo sigue vivo dentro de la Iglesia a lo largo de la historia.

Por tanto, litúrgicamente hablando, también nosotros, como cristianos y discípulos de Jesús, recibimos al mismo Espíritu Santo que recibieron los apóstoles.

Hemos leído relatos preciosos que reseñan el momento cumbre de los orígenes de la Iglesia. Pero, antes de recibir el don del Espíritu Santo, Jesús prepara a los suyos: les da la paz, dos veces seguidas. La paz ayudará a que el Espíritu pueda abrirse paso hasta sus corazones inquietos.

La Iglesia de hoy no se entendería sin los momentos cruciales que vivieron esos hombres y mujeres que no sólo se abrieron a la Palabra de Dios, sino a su Espíritu. La recepción de sus dones implica una segunda adhesión y una segunda vocación. La primera fue seguir a Jesús, pero ahora él sube al Padre. Esta segunda vocación es una llamada a ser Iglesia, pueblo de Dios, y está ligada intrínsecamente a la misión. La primera llamada fue a estar con Cristo; la segunda es a transformarse en nuevos Cristos en medio del mundo. No sólo llevarán un mensaje sino que se convertirán en aquello que predican. Su vida y sus actos serán los mejores instrumentos de evangelización.

Eucaristía y misión

Recibir al Espíritu conlleva una gran responsabilidad. Podemos pensar que basta con cumplir el precepto y celebrar la eucaristía con fervor. En cambio, la expansión de nuestra experiencia, la misión, nos cuesta mucho más. Sentimos la necesidad, quizás por educación o cultura religiosa, de acudir a misa cada domingo. Pero estamos llamados, no sólo a alimentarnos de Cristo, sino a dar lo que hemos recibido. La eucaristía no alcanza su pleno sentido si no trabajamos por expandir nuestra fe.

Afuera luchamos; dentro nos alimentamos. Eucaristía y misión van estrechamente unidas.

Estamos llamados a dar fruto. No puede haber Iglesia sin vocación, y no hay vocación si no nos sentimos llamados y enviados. La llamada nos hace sentirnos parte de una familia, de un grupo con una misión. No se entiende ser cristiano sin la dimensión comunitaria. La Iglesia no es sólo la imagen de la jerarquía y las instituciones: es el pueblo de Dios, todo él recibe el Espíritu Santo y todo él está llamado a evangelizar. La Iglesia pervive porque en cada bautizado late la semilla de Dios y en cada uno de nosotros puede estallar un Pentecostés. Cada cual alberga una llama viva que puede crecer y expandirse.

Por tanto, vocación, formación, liturgia y apostolado también van íntimamente unidos.

El testimonio en la vida diaria

Hoy nos preocupamos porque la gente viene poco a misa. Quizás no hemos entendido bien que eucaristía y misión van de la mano. Cumplimos nuestro precepto, pero no entusiasmamos con nuestra vida. La fe queda alejada de nuestra vida cotidiana. Y, cuanto menos hablamos de aquello que somos y creemos, más se debilita nuestra identidad. Los que venimos a celebrar la misa juntos hemos de sentirnos llenos del Espíritu Santo o, de lo contrario, la celebración se convertirá en un rito vacío y rutinario. El día que el Espíritu Santo arda con fuerza en nosotros, la gente acudirá a las iglesias, porque Él mismo iluminará a otros y los atraerá. Esto sucederá cuando respiremos el aliento de Dios y desprendamos su calor con cada gesto y acción de nuestra vida.

2007-05-20

La ascensión de Jesús, inicio de una misión

Comienza la misión de los apóstoles

Con la subida de Jesús a los cielos culmina su misión. Pero comienza la de sus apóstoles. De la primera noticia de su partida en el discurso del adiós hasta su partida definitiva sus discípulos han ido recorriendo un proceso de total adhesión, ya no sólo al Jesús histórico, sino al Jesús resucitado

Pero la continuación de la misión de Cristo no sería posible sin haber recibido antes la fuerza de lo alto. Estaba escrito, dice el evangelio, que un día Jesús moriría pero al tercer día resucitaría y se predicaría la conversión a todo el mundo.

La misión de los discípulos tiene una doble vertiente: por un lado, el anuncio del resucitado. Cristo sigue viviendo en ellos. Por otro, la conversión total de los receptores del anuncio, que conllevará un cambio radical de vida.

La experiencia mística, el detonante

Esta misión también es posible gracias a que ellos fueron testigos de la experiencia del resucitado. La vivencia mística, novedosa, les infundió el coraje necesario. Ellos conocieron al Jesús histórico, comieron con él, lo acompañaron en su singladura, lo enterraron. Y también conocieron, acompañaron y comieron con el Cristo resucitado y glorioso. Esto les dio tal vigor que sólo desde aquí se entiende la fuerza arrolladora de los inicios de la misión apostólica. Jesús se convierte en un referente permanente, llegando, muchos de ellos, a dar la vida por él.

Ese impacto fue tan profundo que gracias al entusiasmo de esos apóstoles la fe en el Resucitado ha llegado hasta nosotros.

Avivar nuestra fe vacilante

¿Qué hacemos nosotros, los nuevos apóstoles del siglo XXI? Hemos heredado de los primeros apóstoles la gran experiencia de Jesús vivo. Sin embargo, después de dos mil años, parece que el creyente de hoy ha perdido su alegría y su empuje. ¿Qué nos sucede a los cristianos de hoy? Hemos recibido una cultura religiosa, la hemos valorado en su momento, hemos creído en ella, pero quizás no hemos dejado que arraigue totalmente en nosotros. Esa primera exigencia que espoleaba a los primeros apóstoles los transformó. Quizás nosotros no estamos del todo convertidos y por eso se va apagando la fe. Sólo recuperando el entusiasmo y el gozo de sentirnos amados por Dios podremos renovar las raíces de nuestra fe.

A pesar de todo, el Espíritu Santo sigue actuando y seguimos recibiéndolo en cada eucaristía en la que participamos. Es el mismo Espíritu que recibieron los apóstoles. Posiblemente desde instancias políticas e ideológicas se intenta barrer los valores cristianos. El culto al progreso, a la ciencia y a la tecnología nos puede despistar. Pero no podemos perder el norte ni los valores. Cada uno de nosotros está llamado a ser medio de comunicación de la gran noticia de un Dios que nos ama, se ha encarnado y viene a nosotros. Nada ni nadie podrá ahogar la fuerza del Espíritu Santo. Sólo nos falta intrepidez y osadía. Vale la pena hacerlo por Cristo.

2007-05-13

Quien me ama, escucha mis palabras

No se puede amar sin escuchar

“Quien me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a hacer morada en él”.

Escuchar las palabras de Jesús es escuchar a Dios. Amarle es una consecuencia y a la vez demuestra la coherencia entre la palabra y la vida. Quien ama escucha, está atento, receptivo. Los cristianos hemos de estar abiertos a lo que Jesús nos puede decir. No podemos separar el amor de la escucha. Quien ama a Dios, es receptor de su palabra.

La palabra de Dios es de vida, nos transforma y nos ayuda a crecer. Sólo cuando uno ama y escucha, su corazón está preparado para la acogida, y Dios puede venir a hacer morada en él.

La misión de Jesús: llevarnos al Padre

No olvidemos que estas palabras de Jesús son pronunciadas poco antes de su muerte. Tienen una especial trascendencia; está a punto de reunirse con el Padre y anuncia a sus discípulos que en un futuro próximo volverá para habitar en ellos para siempre.

Jesús recuerda con frecuencia a sus discípulos que sus palabras no son suyas, sino del Padre. Él es un reflejo de la palabra de Dios, la referencia al Padre es continua. Su misión es acercarnos al Padre. Como hermano mayor, nos lleva de la mano hasta la plenitud de su amor. Su intención es hacernos partícipes de esta unidad y comunión con Dios Padre.

La misión de la Iglesia es también ésta: conducirnos al Padre. No podemos llegar a Dios sin pasar por la Iglesia y sin tomar a Jesús –en el pan y el vino– pero tampoco podemos quedarnos en el cristocentrismo. Nuestra meta final es Dios Padre.

La paz que emana de Dios

“Mi paz os dejo… no os la doy como la da el mundo”, dice Jesús. La suya es una paz que viene de Dios, una paz divina, trascendida. En nuestro mundo, muchos somos los que buscamos la paz, pero no siempre la hallamos, porque quizás nos falte la raíz misma de la paz: el mismo Jesús.

Jesús nos transmite su paz: una paz llena de amor, de misericordia, de Dios. No hablamos de una paz social, ni de un pacto político o de una reivindicación. No hay paz sin justicia, y no hay justicia sin amor. Por tanto, sin amor no hay paz posible. El amor nos lleva a la paz y aún más allá: a la fiesta, al gozo. Esa paz emana de Dios.

Os enviaré un Defensor

Finalmente, Jesús promete a los suyos que jamás los dejará solos: les enviará un Defensor, el Espíritu Santo, el mejor compañero. El les recordará sus palabras y los mantendrá unidos. Los apóstoles, años más tarde, irían expandiendo el mensaje de Cristo e incluso dando su vida por la fe. El Espíritu Santo, el Defensor, les dio la fuerza y las palabras para defender su fe.

“Os he dicho esto ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo”, dice Jesús. Hoy, los cristianos seguimos recibiendo su palabra. Necesitamos escucharla para nutrirnos y seguir creyendo y dando testimonio vivo de nuestra fe.

2007-05-06

Amaos como yo os amo

El mandamiento del amor

Jesús se encuentra en las últimas horas antes de su muerte. Durante la cena pascual, en un momento de intimidad con los suyos, Jesús manifiesta su profunda y estrecha relación con el Padre. Padre e Hijo serán glorificados. Será el gesto supremo de donación del Hijo lo que le llevará a su glorificación. Con la glorificación, la unión de Jesús y el Padre alcanza la máxima plenitud.

En un tono emotivo y cálido, y con un fuerte sentido de paternidad hacia sus discípulos, Jesús les manifiesta que el tiempo de estar con ellos se acaba. Durante tres largos años conviviendo, acompañándole en sus viajes de misión, ellos han visto en Jesús el rostro amoroso de Dios. Han sido testigos de la bondad de su maestro, de sus milagros, de sus curaciones. Han palpado su identidad. Es en este contexto de la despedida que Jesús les hace herederos del núcleo de su mensaje: amaos como yo os he amado. Es en este gesto de amor que los demás han de ver que somos sus discípulos, que seguimos su estilo. Será la señal de autenticidad, de que realmente formamos parte de él.

Y será en el "como yo os he amado" donde se halla la clave para saber cómo ama Dios. El amor de Jesús no tiene límites, es incondicional, da la vida por los suyos. Es un amor generoso, dulce, libre y sin prejuicios. Un amor lleno de misericordia, que implica aceptación del otro y de sus límites, un amor que nunca falla.

Tal como yo os he amado

Podemos descubrir ese modo de amar de Jesús a lo largo de su ministerio público, especialmente en momentos álgidos, como en aquella ocasión, cuando dice: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os persiguen; bendecid a los que os calumnien, rezad por ellos.

Podemos descubrirlo en el sollozo ante la muerte de su amigo Lázaro; en la parábola del buen pastor y la oveja perdida. El buen pastor da la vida por sus ovejas.

También podemos verlo cuando dice: El que quiera ser primero, sea el servidor de todos. Estas palabras se ven ilustradas en la última cena, con el gesto del lavatorio de los pies.

El amor de Jesús es un amor consagrado, vocacional. En el mundo, es normal que la gente se quiera, pero Jesús no dice simplemente "amaos", sino, "amaos como yo lo hago".

Ese amor, absolutamente generoso, exige compromiso. San Pablo lo expresa maravillosamente en su carta a los Corintios: el amor es servicial, no se enorgullece, no se enoja; perdona sin límites, aguanta sin límites, todo lo espera, nunca se cansa. Quizás hoy día se rompen tantas relaciones y mueren tantos amores porque no están basados en un compromiso serio y mantenido.

El amor de Dios, ese amor que ejerce Jesús, nunca se cansa, siempre espera. Es capaz de darlo todo por el que ama, hasta la vida.

2007-05-01

San José obrero y la ética del trabajo

El trabajo, más allá de una actividad de subsistencia
A lo largo de la historia, el movimiento obrero ha logrado mejoras muy substanciales en la calidad de vida de los trabajadores. Aún hoy se sigue luchando por mejorar estas condiciones y queda camino por recorrer para que en muchas partes del mundo todas las personas puedan trabajar con dignidad y un salario adecuado.

Además de alentar esta lucha por un trabajo en condiciones dignas, la fiesta de San José Obrero nos ofrece la ocasión de reflexionar sobre otro tema del que se habla mucho menos: la ética del trabajo.

Tradicionalmente, trabajo y subsistencia han ido unidos. Pero hay que ir más allá de esta simple concepción del trabajo por mera necesidad. Quedarnos en el aspecto puramente comercial del trabajo –a cambio de una remuneración- resulta una visión muy pobre. El trabajo también ha de ser entendido como una realización personal, un estímulo para el crecimiento y una proyección de la persona en su contribución a mejorar la economía y el bien común.

El obrero, protagonista de su trabajo

Hoy se habla poco del trabajo bien hecho, del trabajo hecho con amor. Se tiende más a satanizar al empresario, como fruto de una lectura marxista del mundo laboral y del capital y, en cambio, se habla poco de la calidad del trabajo realizado. El desempleo es una lacra social, ciertamente. Pero en nuestro país, actualmente, la gran amenaza para el estado del bienestar, como señalan con preocupación los economistas y expertos, no es el desempleo, sino la baja productividad laboral. Es decir, quizás se trabaja durante muchas horas, pero ese trabajo es de muy baja calidad y el rendimiento en ocasiones es mínimo. La responsabilidad de este hecho no se puede achacar exclusivamente al gobierno y a los empresarios.

Es importante que el trabajo sea libre, en buenas condiciones, con salarios dignos, pero también es importante que sea realizado con amor. Está en manos del empleado dignificar su trabajo y evitar reducir su papel al de un robot; el obrero tiene la posibilidad de convertirse en protagonista de su trabajo, en artífice de una obra realizada con calidad, con esmero, con pasión. El trabajo así emprendido humaniza y llena.

Hacia una visión más generosa del trabajo

Se resaltan mucho las obligaciones del empresario, y muy poco las responsabilidades del trabajador, y de ese mínimo exigible para que la producción sea de calidad.

La economía crecerá y conservaremos la sociedad del bienestar en la medida en que cada cual se sienta protagonista de su trabajo y vuelque en él sus mejores capacidades. El empresario pone sus recursos, su sacrificio y su generosidad. El trabajador pone sus manos, su creatividad, su tiempo.

Desde una perspectiva cristiana, cabe preguntarse cómo debió trabajar san José, y cómo debió trabajar Jesús a su lado. ¿Dónde está la excelencia de san José? Sin duda, en su vocación por un trabajo encaminado a mejorar la vida de los demás. Trabajar en algo que contribuya al bienestar y a la felicidad de las personas es gratificante y llena de sentido una vida. Como señalan algunos santos, en el trabajo está la santificación de la persona.

Perspectiva teológica del trabajo

Trabajar es acariciar la Creación. Estamos construyendo algo nuevo. Cuando ponemos amor, dulzura y creatividad a nuestras tareas estamos culminando la Creación. Como dicen algunos teólogos, estamos ajardinando el mundo.

Llegará un momento en que, superada la ideologización del trabajo, podremos hablar de madurez laboral. En ese momento el trabajo dejará de ser una actividad de subsistencia para convertirse en co-creación al lado de Cristo. Y es entonces cuando el trabajo, hecho con amor, culminará todas nuestras expectativas y metas. Todo cuanto se hace con amor es hermoso y da su fruto.

2007-04-29

El buen pastor

La importancia de saber escuchar

Con imágenes alegóricas, Jesús instruye a las gentes. Es un recurso pedagógico que utiliza con frecuencia para explicar los misterios del Reino. Más allá de la imagen bucólica, Jesús nos está diciendo que entre el pastor y la oveja, es decir, entre el sacerdote y su comunidad, tiene que haber una gran sintonía.

El pueblo de Dios ha de saber escuchar a los ministros responsables de sus comunidades cristianas. La actitud de escucha es necesaria para abrir el corazón a Dios y crecer espiritualmente. La escucha es un signo de humildad para descubrir, desde el silencio, lo que Dios quiere de nosotros. A veces, las prisas, el estrés o la soberbia nos incapacitan para la escucha. La humildad y la confianza en Dios son dos actitudes básicas del cristiano.

Escuchar implica estar abierto al otro y recibir como un don precioso aquello que nos comunica. Implica confianza, sinceridad y transparencia. Escucharemos a Dios en la medida en que dejemos que su palabra nos penetre y pase a convertirse en parte de nuestra vida.

La escucha también significa adherirse a la persona. No consiste sólo en prestar oído. Muchas personas escuchan, vienen a misa y celebran la liturgia. Aparentemente están atentas. ¿Hasta qué punto su escucha las transforma y se convierte en un compromiso? Una escucha que no deriva hacia este compromiso es vacía y pasiva.

Un diálogo recíproco

Si la oveja escucha la voz del pastor, el pastor ha de conocer bien a las ovejas. Qué importante es conocer a fondo nuestro pueblo de Dios, sus inquietudes, sus sueños, sus necesidades, sus dudas, sus sufrimientos, sus alegrías… También los presbíteros han de saber escuchar a su comunidad para conocerla bien. El presbítero ha de doctorarse en la escucha. Sólo así se puede producir un profundo y rico diálogo que nos prepara para seguir la llamada de Cristo.

"Ellas me escuchan, me siguen, y yo les doy la vida eterna", dice Jesús. Vivir unidos en comunión es empezar a vivir, ya aquí, la plenitud. La consecuencia de una escucha comprometida y de una sincera adhesión nos lleva a un anticipo del cielo, promesa de eternidad. En Jesús, Dios nos lo ha dado todo.

La Iglesia nos ha engendrado en la fe. Venimos de Dios, somos de Dios y vamos hacia Dios. Él nunca permitirá que nadie se pierda, porque todos somos fruto de su inmenso amor. Estamos en sus manos y no dejará que nadie nos arrebate de su lado. Su deseo es nuestra permanencia junto a él. Somos hijos de Dios, destinados a vivir en brazos de la Trinidad.

2007-04-22

Almuerzo junto al lago

El trabajo que da fruto

Después de su resurrección, Jesús se aparece a sus amigos en diferentes ocasiones. En cada uno de estos encuentros va alentando sus corazones. Esta vez se les aparece junto al mar de Galilea, aquel lago tan conocido por los apóstoles. Se les aparece, no como el Jesús histórico que un día los llamó y los impulsó a seguirle, sino como el Cristo resucitado que los llama de nuevo a una vida plena de Dios. Los llama a seguirle como resucitados, no como catecúmenos sino como apóstoles maduros para continuar su obra salvadora. Es hermoso ver cómo se les aparece en el contexto de su trabajo. Han pasado toda la noche trajinando, sin pescar nada. Al llegar Jesús, tiran las redes a su derecha y consiguen una pesca tan abundante que apenas cabe en las barcas.

Jesús se nos hace presente en el trabajo de cada día. ¡Cuántas veces nos desesperamos cuando trabajamos con ilusión y no cosechamos el fruto deseado! Entonces nos desanimamos. Así, hoy vemos poca gente en las iglesias. Los estudios sociológicos y nuestra propia experiencia nos muestran que la fe disminuye y nos invade el desánimo. Trabajamos mucho y con empeño, pero no siempre recogemos los frutos que querríamos recoger. Entonces es cuando debemos plantearnos seriamente: ¿Para quién trabajo? ¿Tiene lo que estoy haciendo un sentido trascendente? ¿Trabajo por amor a Dios? ¿Me entrego a mi tarea pastoral para incentivar y motivar a la gente a seguir a Dios?

Jesús nos invita a trabajar de otra manera. Echad la red hacia otro lado. Nos dice: replantead vuestro trabajo apostólico, vuestra fe, vuestra ilusión, vuestro entusiasmo... Revisad todo cuanto estáis haciendo porque, quizás, si tomáis un rumbo diferente, podéis conseguir más fruto.

Los apóstoles se fiaron de Jesús y pudieron pescar. Trabajando por Jesús, con Jesús y en Jesús, nuestro trabajo apostólico será fecundo. Por mucho que hagamos, si no tenemos la conciencia plena de que lo hacemos por Cristo, con Él y en Él, nos cansaremos ante el poco éxito de nuestros esfuerzos. Cuando somos capaces de hacerlo con Él y por Él, Jesús hace el milagro. Por tanto, nunca desesperemos. Mantengamos siempre viva la esperanza.

La pesca milagrosa alude a la firme esperanza de que con Cristo lo podemos todo, incluso más allá de lo imaginable. La barca casi se hunde por el peso de la pesca. Cristo puede transformar nuestro egoísmo en una ofrenda permanente y constante.

Saber celebrar

Después del encuentro junto al mar, Jesús invita a almorzar a sus amigos. Son importantes la fe y la esperanza, pero también la caridad. Después de nuestro trabajo apostólico, ilusionado y esperanzado, necesitamos alimentarnos de Cristo, viviendo y celebrando en fiesta la comunión con él. Si no es así, difícilmente nuestra misión pastoral tendrá éxito. Ese es el momento de dejarse llevar y de fiarse.

Las palabras de Juan, el joven discípulo, son hermosas. Cuando Juan reconoce a Jesús en la playa, exclama: ¡Es el Señor! ¡Es el Señor! Tenemos que saber ver a Dios en los acontecimientos cotidianos de nuestra vida. El Señor nos busca, nos sale al encuentro; reconozcamos que está presente en nuestra vida. Si lo reconocemos, seguirá obrando el milagro de una pesca abundante.

Seguir al Cristo de la Alegría

Después de este encuentro y de este almuerzo de evocación eucarística, Jesús se dirige a Pedro. Le dice: Cuando eras joven ibas donde querías, pero cuando seas mayor, cuando realmente conozcas a Cristo y descubras lo que es el amor a Dios, vas a tener que hacer cosas que no quieras. Y se refiere a su entrega, que le llevará a dar la vida por Jesús. Nuestra adhesión a Cristo implica entrega y también pasión.

Esperanza, eucaristía, entrega, pasión y luego... ¡sígueme! De nuevo Jesús llama a Pedro para que le siga. Pero ahora ya no debe seguirle como a un hombre corriente, sino como a Cristo viviente y resucitado. Nosotros, cristianos de hoy, ¿a quién seguimos? ¿Seguimos al Jesús de la pasión que muere el viernes santo, o estamos siguiendo al Cristo vivo aquí y ahora? Tal vez aún vivimos el romanticismo de la religiosidad piadosa, que reza al Cristo de la cruz. El Cristo de la resurrección vive la plenitud de Dios, que está en Él. Estamos llamados a seguir al Cristo de la alegría, de la resurrección, del gozo. Este es el Cristo que vive y sigue presente aquí entre nosotros. No seguimos a un hombre bueno, ni nos limitamos a leer una historia bonita de un libro. Estamos siguiendo a Jesús resucitado. Hemos seguido a Cristo hasta la cruz para dar nuestra vida, pero también seguimos a Cristo en la gloria.

Este es el nuevo enfoque que ha de tomar la pastoral. Nuestro Cristo vive. Si no nos lo creemos estaremos convirtiendo nuestra fe en un mero espectáculo. Él sigue presente en nuestros corazones, en la Iglesia, en los sacramentos. Si lo creemos de verdad, estaremos casi participando de su vida divina. Ya hemos comenzado a resucitar con Él. El bautismo y la eucaristía nos resucitan.

Así lo sintieron los apóstoles. Llenos de Dios, corrieron a comunicar a su gente y a todo el pueblo que Cristo había resucitado. Hoy, Cristo se nos aparece en la eucaristía. Sigue presente a través del pan. Cristo sigue siendo historia a través de nosotros. Por lo tanto, ¿qué hemos de hacer? Llenarnos de Él, empaparnos, comer de Él y ofrecer lo que llevamos dentro: nuestra fe profunda, el amar por encima de los defectos y de los límites, ser capaces de perdonar, de reconciliarnos... Somos portadores de la auténtica Buena Noticia: Dios está vivo, aquí y ahora.

2007-04-15

Paz a vosotros

Derribar la muralla del miedo

Tras su muerte, los discípulos de Jesús se agrupan, temerosos, en el cenáculo. La noticia del sepulcro vacío ha añadido incerteza a su confusión. Con su aparición en el cenáculo, Jesús debe atravesar mucho más que las paredes de la casa. Jesús atraviesa los muros del miedo, la desconfianza y la incredulidad. Sin ser un fantasma, su cuerpo glorioso traspasa los muros y se pone en medio de ellos.

Jesús quiere que la noticia de su resurrección sea conocida por todos aquellos que le siguen. Así, su aparición en el cenáculo es uno de esos momentos compartidos por el grupo de sus discípulos.

"Paz a vosotros".La primera palabra que Jesús resucitado dirige a los suyos es esta: la paz. Sabe que se sienten acorralados, solos, atemorizados, y sus corazones se cierran a la defensiva. Es importante que reciban la paz. Una paz que no es humana, sino divina. Es la paz trascendida.

Jesús sabe que ha de atravesar el grueso muro del miedo y aún más: el muro del corazón, desesperado y confuso. Por segunda vez les dice: "Paz a vosotros". En esta reiteración, responde a la honda necesidad de los discípulos de recobrar la paz perdida tras la muerte de su maestro.

Todos se alegran al verlo. La aparición genera una inmensa alegría. Vuelven a creer, a tener esperanza. Despierta en ellos el entusiasmo. Y así lo anuncian a Tomás: ¡Hemos visto al Señor!

Tomás, el que no creía

Ante Tomás, todos insisten. Se convierten en apóstoles del discípulo ausente, le comunican su experiencia, movidos por el gozo. Pero Tomás se niega a creer si no ve… Jesús tiene que derribar otro muro: la incredulidad. ¿Cómo abatirlo? Con la evidencia de las llagas. Cuando se aparece de nuevo a los once, se dirige a Tomás: "Trae aquí tu dedo, toca mis llagas; trae tu mano, métela en mi costado". Las llagas son el resto, testimonio que habla por sí solo de la experiencia de dolor y muerte.

Una vez Tomás comprueba las señales de la pasión, se convierte y hace su profesión de fe: ¡Señor mío y Dios mío! El sufrimiento también nos acerca a Dios. Las señales son una evidencia del amor de Dios. En Tomás se refleja la humanidad que sufre, no entiende y duda ante el mal y la violencia que sacuden al mundo. Pero la humanidad también puede regenerarse, como Tomás, con un acto de fe.

El amor más fuerte que la muerte

Como señala el Papa Benedicto en su mensaje Urbi et Orbi, el amor de Dios se revela como la fuerza más poderosa, capaz de vencer la muerte. Jesús no ha podido eliminar el dolor y el sufrimiento del mundo. Los ha padecido en su propia carne. Pero los ha vencido. Ha sido el amor de Dios quien lo ha resucitado. Por amor, Dios vence a la muerte. "Él tiene las llaves de la muerte", leemos en el Apocalipsis. Con Cristo resucitado, la Iglesia entera está viva y resucita también. Los cristianos participamos de su resurrección. Hoy, Cristo se nos aparece, sacramentado, en la liturgia. Y nos da la paz a todos los creyentes.

La misión

Una vez los discípulos reciben la paz, Jesús les da una misión. Ya no sólo les quita el miedo: les envía un poderoso antídoto contra el temor: el amor. La alegría, el entusiasmo y el valor los invaden. “Recibid el Espíritu Santo”. Ya maduros, adultos en la fe, llega el momento en que se abren totalmente a la fuerza de Dios y reciben un regalo. En este aliento sagrado de Dios, infundido en los discípulos, está el origen de la Iglesia.

Jesús los envía a todas las gentes con una misión clara: “Id y anunciad… perdonando los pecados”. Les encomienda ejercitar el ministerio del perdón, que no es otro que la liberación del pecado y la conversión de vida hacia una existencia reconciliada con Dios y con los demás.

Desde este momento, ya no son discípulos, sino apóstoles del resucitado. Irán por todo el mundo a llevar la buena nueva. Está a punto de estallar Pentecostés.
La experiencia de Pentecostés es una bomba cuya onda expansiva alcanza nuestros días, y durará hasta el final de los siglos. La explosión del amor de Dios, semejante a un nuevo Big Bang, ha hecho nacer una humanidad renovada en Cristo.

2007-04-08

Domingo de Pascua

Las mujeres, apóstolas

La muerte de Jesús ha sumido a sus discípulos y seguidores en el desconcierto. Abatidos y temerosos, se encuentran en un momento de desolación y duda. Pero, en la madrugada del primer día de la semana, las mujeres que lo seguían intuyen algo. Y corren al sepulcro. Allí encuentran la tumba abierta y al ángel que les anuncia que su Maestro no está allí. Ha resucitado.

María Magdalena, la que fue rescatada por Cristo, es la primera a quien se aparece Jesús. Es significativo que el autor sagrado reseñe esta primera aparición a una mujer que, además, había tenido mala reputación. En aquella época, el testimonio de las mujeres apenas tenía crédito y no se consideraba digno de mención. Y, sin embargo, toda la fe cristiana descansa en aquel primer testimonio de unas mujeres valientes.

María Magdalena mantenía una pequeña luz en su interior, pese a que aún había oscuridad en su existencia. Y esa llamita creció hasta convertirse en el sol, cuando Jesús le salió al camino.

Después de ese encuentro, María echa a correr para ir a buscar a los discípulos. Es así como se convierte en apóstola de los apóstoles. Es portavoz de la noticia más importante del Nuevo Testamento; una mujer es la que comunica a los varones la nueva de la resurrección.

La resurrección, pilar del Cristianismo

María asume la autoridad de Pedro en el grupo. Va a encontrar a Pedro y a Juan, sabiendo que eran los que tenían más confianza con Jesús. Pedro y Juan corren al sepulcro, se asoman y ven la tumba vacía. Como nos relata el evangelista, el discípulo “vio y creyó”. Desde ese momento, sus vidas darán un vuelco.

El acontecimiento pascual marca el origen genuino del Cristianismo. La fe cristiana se asienta en la resurrección de Jesús. “Vana sería nuestra fe, si Cristo no hubiera resucitado”, recuerda San Pablo. La resurrección es el fundamento, la piedra angular, la roca granítica que soporta nuestra fe.

Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. En la liturgia pascual celebramos la Vida con mayúsculas, que ya empezamos a vivir con la eucaristía. El encuentro con Cristo vivo en la celebración eucarística nos introduce en la vida de Dios. Ya somos partícipes de esa gran experiencia. La Pascua nos prepara para el definitivo encuentro con Jesús en el Paraíso.

La resurrección fue, sin duda, una experiencia sublime. Gracias a Jesucristo, hoy podemos experimentar, ya aquí, en la tierra, una primera vivencia de resurrección. Podemos saborear el más allá, la vida de Dios. Podemos paladear la eternidad.

Una experiencia que transforma

Este es el gran regalo que nos brinda Dios: una vida nueva, regenerada y lavada del pecado. Con Cristo, a través del bautismo, todos morimos y resucitamos. Con Cristo volvemos a vivir la vida de Dios.

La muerte da paso a la vida, la oscuridad se convierte en la luz; el odio se transforma en amor; de la noche pasamos a un cielo iluminado por el Sol de Cristo.

Está vivo. Esta es una afirmación rotunda que podemos hacer desde el corazón. No todo se acaba en la vulnerabilidad, en la limitación, en la levedad del ser. No todo finaliza con la muerte. Cada encuentro con Jesús es una resurrección.

Los cristianos somos cristianos pascuales, pues tenemos la experiencia de Dios en Cristo. Esta experiencia transforma el rostro, la mirada, el cuerpo… Toda la vida queda transformada por los destellos pascuales que inundan el corazón humano. La piedad popular parece insistir mucho más en una devoción del Viernes Santo. Pero hoy, Domingo de Pascua, es el día más importante para el cristiano. Hoy las iglesias deberían rebosar. ¡No es un domingo cualquiera! Es el día de todos los días. En este domingo, hoy, todos somos testigos de esa experiencia sublime de la resurrección.

No lo hemos visto, pero tenemos la certeza. Esta experiencia pasa por el corazón, no se puede medir ni evaluar científicamente. Pero fue esto lo que cambió el corazón de los discípulos. Más tarde, la experiencia de Pentecostés los convirtió en apóstoles. De ser gente sencilla, hombres atemorizados y dubitativos, pasaron a ser líderes entusiastas, que difundirían una nueva religión de alcance mundial. Esta es la grandeza de la Iglesia. Los primeros apóstoles eran hombres y mujeres como nosotros, gente corriente y limitada como los demás, pero que se abrieron al don de Dios.

El impacto de Pentecostés sería como una bomba espiritual que alcanzaría a todos los pueblos, durante siglos. Esta noticia no puede dejarnos indiferentes. También puede cambiar nuestra vida. Hemos de salir de esta celebración radiantes, como el sol que inunda la oscuridad del ser humano para transformar su vida.

2007-04-01

Domingo de Ramos

Jesús muere hoy

En el comienzo de la Semana Santa, la lectura de la pasión nos sitúa ante la muerte de Jesucristo. Su meditación nos recuerda que Jesús sigue muriendo, hoy. Hoy sigue habiendo pasión en el mundo, especialmente en la vida de todos aquellos que sufren. Jesús muere en los niños abandonados, maltratados, hambrientos de amor. Muere en los adolescentes sin norte, en los jóvenes sin futuro. Muere en los adultos que deben recomenzar de nuevo, porque han perdido el trabajo, o han sufrido un contratiempo en sus vidas. Muere en los ancianos solos y abandonados...

¿Quién no se apiada ante la imagen de Cristo en la cruz? ¿Quién es capaz de no compadecerse ante una persona que sufre? No conmoverse ante el rostro del dolor es vivir de lado de los que padecen, indiferentes a su dolor. No conmoverse ante la pasión es cerrar el corazón y hundirse en la vaciedad.

En este mundo que rinde culto a la ciencia y a la tecnología, donde parece que lo tenemos todo, nos falta, sin embargo, algo muy profundo. El mundo está vacío. Sufre de una enorme falta de esperanza. El dinero, el bienestar y la ciencia no acaban de llenar el anhelo humano. Necesita mirar las cosas desde arriba para poder dar sentido a su existir.

Aceptar el dolor con paz

Jesús en la cruz es la máxima expresión del amor de Dios y de su entrega. Por amor, libremente, Jesús asume su muerte tan injusta. Esa libertad conlleva una aceptación serena y pacífica del dolor. La pasión de Jesús contiene una enseñanza pedagógica: la aceptación del sufrimiento. Jesús no muere en medio de la desesperación, su agonía no es rebelde ni agresiva. Se deja llevar, abraza su muerte y abraza el dolor. Se abandona en manos del Padre.

Cuando miramos al Crucificado, su rostro sangrante nos está enseñando cómo asumir el dolor cuando éste nos sobreviene.

La cruz, señal de un nuevo comienzo

La cruz es la sombra de un amanecer. La muerte de Jesús presagia la vida nueva de Cristo. En la muerte hay latente la semilla de la resurrección. En la Semana Santa, los cristianos no hemos retener solamente la imagen plástica del dolor, sino el contenido teológico de la muerte de Jesús. No podemos permanecer en la tragedia del viernes santo. Este día ha de servir para reflexionar sobre el misterio del dolor en el mundo y sobre el sentido último de la muerte. ¡Hay tantas personas que sufren injustamente en el mundo! Los cristianos no podemos recrearnos en la muerte, en una espiritualidad triste y desesperada. La muerte de Jesús no es un final trágico.

El Calvario marca el inicio de una nueva experiencia. Cristo, trascendiendo el dolor y la muerte, comienza una nueva singladura. El cristiano también ha de recorrer un catecumenado largo e intenso durante su vida hasta alcanzar la madurez en la fe, en la esperanza y en la caridad. Ha de morir al hombre viejo para renacer al hombre nuevo. Esta es la auténtica muerte. Expiramos con Cristo en la cruz para poder renacer a una nueva vida de Dios.

Acompañar a Jesús

En la fiesta de Ramos, los cristianos acompañamos a Jesús en procesión. Así como los suyos lo seguían en su entrada triunfante en Jerusalén, hoy también nosotros lo seguimos agitando ramos y palmones.

Jesús entra en Jerusalén como rey sencillo y pobre. No lo hace a lomos de un caballo, como un conquistador, sino a lomos de un borrico, humilde y pacífico. Y la multitud canta de alegría cuando lo ve.

En esta Semana Santa, a través de las procesiones y celebraciones, los cristianos acompañaremos a Jesús. Estas fiestas no deben reducirse a rituales repetitivos, abstractos, meramente estéticos, pero vacíos. Tenemos que interioriar su contenido.

La procesión simboliza el seguimiento a Jesús. En los apóstoles se da un doble seguimiento. Está el seguimiento físico, es decir, caminar con él, por toda Palestina, viviendo con él, compartiendo con él las experiencias de cada día. Y hay otro seguimiento interior, el proceso personal que va desde la llamada hasta la adhesión, a medida que los discípulos descubren el misterio de Dios en la persona de Jesús.

Los cristianos también estamos llamados a vivir este seguimiento interior. Vivamos la Semana Santa como una gran interpelación. En ella seguiremos los momentos cumbre de la vida de Jesús. Que cada cuadro plástico, cada paso procesional, cada lectura, nos lleve a revivir los acontecimientos de la Pasión con hondura.