2007-09-02

Llamados a la humildad

Domingo XXII del tiempo ordinario
Lc 14,
1-14
“Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

El banquete de los fariseos
Jesús nos propone en esta lectura una actitud fundamental en la vida cristiana: la humildad. Aprovecha el contexto de un banquete al que es invitado para asentar criterios.

En ese banquete, Jesús observa a los fariseos. Entre los hombres de esa clase social, muchos pugnaban por los primeros puestos, por la preeminencia y la notoriedad. Hoy hablamos de ese afán por querer salir en la foto.

Hemos de huir de la vanagloria. El único que posee gloria es Jesús, y renunció a ella. Esto supone un cambio de mentalidad, en contra de las corrientes de nuestra cultura.

¿Qué significa la humildad evangélica?

Dios, el primer humilde

Dios es el gran humilde que nos da ejemplo el primero. A través de la encarnación nos va revelando su pequeñez y su sencillez. Asume la condición humana y su fragilidad. Un niño en un pesebre es la imagen más bella de este Dios humilde.

Dios no premia al que se libra a una carrera trepidante por brillar, ya sea intelectualmente, económicamente o de otros modos. Dios, en cambio, enaltece al humilde. Jesús fue el primero. Obediente al Padre, fue dócil y aceptó pasar por todas las humillaciones posibles. Y Dios lo enalteció, resucitándolo después de su muerte.

Ser humilde significa replantearse muchas cosas. Supone renunciar a ser infalibles, a querer tener siempre la razón, a discutir o pelear por imponer nuestra verdad, salvaguardando nuestro orgullo. Es muy difícil aceptar que el otro no piensa igual que nosotros y que podemos equivocarnos, que nuestra percepción de las cosas no es siempre certera. Dios es el único que jamás se equivoca. Pero nosotros, desde el momento en que nos levantamos y damos el primer paso, nos equivocamos una y otra vez. Somos así, y pensar que no podemos fallar es petulancia y vanidad.

Ser últimos

El mundo se ve agitado por las luchas por ser el primero en todos los ámbitos: en el político, el religioso, el social, el cultural… Nos gusta posicionarnos, ser protagonistas de la historia, ser el centro. Para decirlo en una expresión coloquial, nos miramos demasiado el ombligo, o pretendemos que el mundo gire a nuestro alrededor.

Más allá de nosotros existe una realidad muy rica y diferente, ni más ni menos importante que la nuestra, ante la que no podemos cerrar los ojos.

El humilde vive en paz. No busca competir con nadie ni pasar por delante de los demás. La dinámica de la humildad es pacífica. Entraña aceptación, calma y sosiego.

Este evangelio de hoy es una llamada a echar el freno en esa carrera desenfrenada hacia poseer más, dominar más, ser más que nadie, con un orgullo sin límites.

Nuestro lugar es servir

Renunciar a competir también nos evitará mucho sufrimiento. El desgaste psíquico, anímico y espiritual de querer mantenerse siempre en el primer puesto, es enorme. Y ese esfuerzo nos aleja de Dios y de la realidad que nos envuelve. Nuestro lugar es para servir. Si alguien nos coloca ahí donde estamos es porque cree en nosotros y confía que estamos capacitados para prestar un servicio a los demás.

Sólo los últimos son felices, libres de la competitividad, del afán de figurar y de la vanagloria. Tan sólo en una cosa hemos de afanarnos: en correr para ayudar y atender a quienes nos necesitan, a los más pobres y olvidados. Únicamente en esto hemos de apresurarnos para ser primeros. En cambio, a la hora de buscar poder, reconocimiento, prestigio y honor… en esto, seamos últimos.

La imagen del banquete, en los evangelios, ha de leerse como un símbolo de la eucaristía. A este banquete están especialmente invitados los más pobres, los alejados, los que sufren. Esos cojos, ciegos y lisiados de los que habla Jesús son, en realidad, los humildes. Los que no poseen nada ni pueden presumir de nada, en su pequeñez. Los humildes sintonizan con el corazón de Dios de un modo especial. Y nosotros, hijos de Dios y creados a imagen suya, somos transmisores de su humildad. Ser humilde, en clave cristiana, no es otra cosa que ser una persona abierta a Dios. Ser humilde es poner el corazón en Dios, y no en el dinero, el prestigio o el conocimiento intelectual. Los humildes sólo cuentan con su bondad, su sencillez y su gratitud. Pero tienen el mayor tesoro: el amor de Dios.

Ojalá los cristianos vivamos con la sensibilidad despierta y tengamos nuestras puertas abiertas a quienes más sufren. Dichosos los humildes, dice la bienaventuranza, porque ellos verán a Dios. Lo verán en el rostro de tantas y tantas personas sencillas, necesitadas, carentes de ayuda y afecto. En ellos, cuando sepamos acogerlos, veremos a Dios.

2007-08-26

La puerta estrecha

XXI Domingo ordinario

“Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”, y él os replicará: “No sé quiénes sois” Lc 13, 22-30

Las dos puertas

Mientras Jesús va recorriendo las aldeas, predicando el reino de Dios a las gentes, un hombre se le acerca y le pregunta: “¿Serán pocos los que se salven?”. Esa pregunta nos aguijonea aún hoy. En realidad, podría traducirse por un: ¿Me salvaré yo? ¿Podré entrar por esa puerta angosta hacia el banquete del Señor? ¿Serán pocas las personas que entren?

Jesús advierte que muchos querrán entrar por esa puerta y no podrán. “Esforzaos”, dice. Parece difícil acceder. Y es así, porque el Reino de Dios pide exigencia, sacrificio, entrega. ¿Estamos verdaderamente abiertos a los que nos pide Dios?

Esa puerta estrecha, paradójicamente, nos abre un horizonte inmenso. Es la puerta de la generosidad, el corazón abierto y magnánimo. Atravesar la puerta estrecha exige esfuerzo y renuncia de uno mismo. Su paso no es fácil pero, una vez traspasada, nos conduce al cielo.

En cambio, la puerta ancha es engañosa. Es la entrada al egoísmo, a la soberbia, a la frivolidad y al orgullo. Es una puerta fácil de franquear, pero una vez se ha cruzado, nos conduce al abismo.

Heredar la fe no basta

Los cristianos bautizados, que formamos una comunidad y cumplimos nuestros preceptos, ¿nos salvaremos? Tal vez este interrogante nos inquieta. No es suficiente recibir una herencia cristiana. Nuestras creencias adquiridas no bastan para alcanzar el cielo. Así lo sentían los antiguos judíos, que sabiéndose herederos de Abraham y Moisés, pensaban que tenían la salvación garantizada y se creían el pueblo salvado, frente a otros destinados a condenarse. Pero Dios pide algo más que una rutina religiosa o el cumplimiento de unas leyes. El sí a Dios es algo más que cumplir. Es una vocación actualizada diariamente, personal, íntima y profunda. Ser bautizado no asegura el tíquet para la eternidad. Es necesario cultivar nuestra relación con Dios, de tú a tú.

De la misma manera que un matrimonio ha de darse un sí cada día, renovando su amor constantemente, nuestra vocación cristiana nos pide unión con el Padre, dándole nuestro sí cada día.

La vocación cristiana ha de estar estrechamente ligada con todas las facetas de nuestra vida. No podemos separar nuestra vida religiosa de nuestra vida profesional. Estamos llamados a ser testimonios de Jesucristo en medio del mundo. ¿Somos realmente cristianos en nuestro proceder, en nuestro ámbito laboral, en nuestra ciudad? ¿Somos capaces de testimoniar nuestra fe más allá del cumplimiento de los preceptos religiosos?

El día que debamos atravesar esa puerta, en el final de nuestra vida, Dios nos conocerá si hemos sabido dar ese paso más allá de la fe heredada. Nos conocerá si somos sus amigos, si hemos buscado esa experiencia íntima con él y hemos cultivado una rica vida interior. Si hemos vivido como criaturas de Dios, sintiendo su paternidad y su amor sobre nosotros, acercándonos a su corazón, ¿cómo no va a reconocernos?

Hay últimos que serán primeros

Tenemos ante nosotros un reto: replantear cómo vivimos nuestra fe y cómo transformamos en vivencia cotidiana aquello que creemos.

Si hemos participado de la eucaristía pero no hemos vibrado con ella, no nos hemos dejado interpelar, no hemos sintonizado con Dios ni con la comunidad, tal vez llegado el momento seamos unos “desconocidos” ante la puerta del cielo. Y vendrá gente de afuera, que realmente ha conformado su vida según Dios, y el amo de la casa les abrirá la puerta. “Hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”, avisa Jesús.

Quizás muchas personas, que por prejuicios o ideas erróneas consideramos indignas del reino de Dios, pasarán por delante de nosotros. Salgamos de esa mentalidad competitiva social y económica. Alerta ante el orgullo, la petulancia, la vanagloria. Tal vez Dios nos pondrá a la cola, aún cuando creamos ser los primeros. De ahí la importancia de ser humildes, sencillos, atentos con los demás, capaces de perdonar siempre.

Veamos más allá de nosotros mismos y de nuestras percepciones particulares. Sepamos mirar al otro –el inmigrante, el desconocido, aquel que no nos cae bien… Ellos son el prójimo a quien amar. Pues si sólo amamos a quienes nos aman, o a quienes guardamos simpatía o cariño, ¿qué mérito tenemos?, nos recuerda el evangelio de Juan. Estamos llamados a vivir la caridad, y ésta se manifiesta con más fuerza que nunca cuando somos capaces de amar al enemigo. Es decir, cuando sabemos amar y perdonar a quienes nos guardan rencor y hacia quienes abrigamos aversión. Nuestro esfuerzo por perdonar y olvidar, nuestra capacidad de escuchar, de atender, con ternura, de mostrar misericordia, todas estas cosas nos ayudarán a cruzar esa puerta estrecha. Entonces habremos cumplido el anhelo incesante de todo ser humano: encontrarnos con el Creador en un abrazo para siempre.

2007-08-19

He venido a prender fuego

Domingo XX tiempo ordinario
Lc 12, 49-53
“He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.”


El fuego de Dios

Jesús se dirige a sus discípulos con palabras desconcertantes. ¿Cómo es posible que haya venido a traer fuego al mundo? ¿Cómo puede decir que ha venido a traer la división, y no la paz?

“He venido a prender fuego”. Hay que interpretar las palabras en su contexto bíblico y en el momento de la vida de Jesús en que son pronunciadas. El fuego tiene un significado teológico: es el amor de Dios, el fuego del Espíritu Santo, el fuego que depura los corazones para limpiarlos de todo mal. Jesús desea que este fuego del amor anide en nuestros corazones y llegue a arder en todo el mundo.

“¡Ojalá ya estuviera ardiendo!” Estas palabras expresan un deseo y una urgencia. Es urgente que el mundo se abra al amor de Dios. Jesús nos transmite una verdad que nos quema por dentro. Sus palabras queman. Nos instan a decir, ¡basta! Despertad y dejad que el fuego de Dios arda en vuestro interior.

Una verdad que incomoda

En la primera lectura de hoy vemos al profeta Jeremías castigado por el rey Sedecías, porque su discurso no gustaba a las gentes de su pueblo. Muchas veces, la palabra de Dios, lo que dice la Iglesia, también molesta. La exigencia del evangelio nos disgusta y resulta poco grata, porque no estamos preparados para digerirla. Y muchos prefieren acallar esa voz, o rechazar ese mensaje. Los políticos, por ejemplo, quieren hacer callar a los creyentes. Insisten en que la fe ha de quedar relegada al ámbito privado. ¿Cómo pueden impedir que los cristianos expresemos públicamente lo que creemos? La verdad de Cristo molesta mucho porque no es un invento de la Iglesia. Es un regalo de Dios. Nadie la ha inventado. La verdad de Jesús es una experiencia viva que vibra en el germen de las comunidades cristianas, y nada puede matarla.

Molesta que la Iglesia se erija en voz de los más pobres, de los más débiles. La Iglesia es un referente moral para muchas personas. ¿Tenemos claro nuestro norte? ¿Quién nos puede orientar? La Iglesia guarda la palabra de Dios, que nos enseña muchas cosas a través de las encíclicas de los Papas, los sacerdotes, los pastores... La Iglesia habla, y mucho, sobre el mundo y sus problemas, sobre el ser humano y sus inquietudes y anhelos. Ofrece profundas reflexiones sobre nuestro entorno y da orientación para saber por dónde ir.

Afrontar la ruptura y las divisiones

“No he venido a traer la paz”. ¿Cómo puede decir esto Jesús, que es el “príncipe de la paz”? Hemos de comprender bien estas palabras. Las verdades a veces inquietan y son molestas. Nos hacen sentirnos mal y nos provocan divisiones internas, porque comportan una transformación de nuestra vida espiritual y, a menudo, nos exigen cambios y una conversión que nos cuesta asumir. No es que la palabra de Jesús genere conflictos; es la forma en que recibimos esa palabra la que genera rupturas en las personas, en las familias y en la misma sociedad.

“He de pasar un bautismo”, continúa Jesús. Es muy consciente de que su tarea evangelizadora de anunciar el Reino de Dios lo llevará al patíbulo y a la muerte en cruz. Su sí a Dios pasará por subir a Jerusalén, por una entrega absoluta, hasta de su propia vida. ¡Qué angustia hasta que se cumpla!

Dios no quiere la guerra ni el enfrentamiento entre las gentes, de ninguna manera. Pero, a veces, por decir la verdad, o por seguir su palabra, se desencadena el conflicto y las pesonas se desunen, se rompen familias, amistades, grupos... Un joven que quiere ser sacerdote puede toparse con la oposición de su familia, que se cierra a su vocación. O una mujer que desea profesar como religiosa puede tener que luchar contra el rechazo de sus familiares y amigos, como fue el caso de santa Clara... Seguir a Cristo sin temor comporta, en muchas ocasiones, divisiones y rupturas.

¿Qué es la Verdad?

La verdad a veces resulta escandalosa, exigente y rotunda, incluso desconcertante. Pero no por ello deja de ser verdad. Muchas veces seguir la verdad implica una autoexigencia muy fuerte.

¿Qué es la Verdad? En las horas de su pasión, Jesús se encontró ante esta pregunta, formulada por un escéptico Pilatos. La Verdad es Él. La única Verdad es el amor. Lo demás, son ideologías y filosofías. Dios nos ama. Esta es la realidad más intrínseca del cristiano. Y esta Verdad, el amor divino, sólo puede unirnos.

Estamos llamados a ser una unidad en Cristo y realidad viva del amor de Dios en el mundo.

2007-08-15

María asunta al Cielo

En mitad de verano, celebramos esta fiesta mariana tan hermosa, María Asunta al Cielo. Dice la tradición que se quedó “dormida” y Dios la llevó de la mano hasta el cielo. Celebramos que es llevada, resucitada y glorificada, podríamos llamarla la “pascua” de María. María es arca de la alianza, templo que alberga al Hijo de Dios. La asunción culmina ese encuentro de Dios con María en la eternidad.

La llamada de la solidaridad

En la lectura podemos ver a María atenta a las necesidades de los demás. Va aprisa a un pueblo entre montañas, para atender a su prima Isabel. En un mundo donde muchas situaciones claman al cielo: hambre, pobreza, injusticias… el gesto de María nos impulsa a ceñirnos y a correr para atender a tantas personas necesitadas: niños abandonados, ancianos que están solos, enfermos faltos de compañía… María nos enseña a ser solidarios. Su respuesta, además, nos urge. Ella no va despacio, ¡corre! Es urgente responder a los problemas que aquejan nuestro mundo. Y no son sólo responsabilidad de los políticos. En el estado del bienestar del que tanto se habla quizás falte otro pilar, que hemos de poner los ciudadanos: el pilar de la moral social.

Además, vemos que María se apresura. Va corriendo y, en cambio, no tiene prisa por regresar. Se queda junto a su prima el tiempo necesario, tres meses. Muy a menudo, las personas hacemos lo contrario. Cuando se trata de ayudar o de acompañar a alguien, acudimos tarde, y despacio, y marchamos cuanto antes podemos.

El encuentro entre dos humildes

El encuentro entre las dos mujeres refleja una bella sintonía y una comunión mutua con Dios. Ambas se abrazan. María no sólo visita y ayuda a Isabel. Lleva la alegría de Dios en su corazón. Esta es, también, la misión de la Iglesia: transmitir el amor de Dios, llevar a Cristo a todos los hogares, para que la gente pueda experimentar ese Amor en sus vidas.

Isabel, encinta contra toda esperanza, recibe a María con gozo y su retoño ya percibe ese amor, esa amistad, la ternura entre ambas mujeres. Salta de alegría en el seno de su madre. María y la Iglesia nos transmiten la alegría de Cristo, alegría que se fundamenta en una certeza muy honda: Dios nos ama. Para recibirla, tan sólo basta un espíritu abierto y humilde. Sólo entre las personas humildes puede fraguarse una bella amistad, y sólo entre ellas puede estallar una alabanza exultante, como la de Isabel. Y María le responde con su loanza: el Magníficat.

Dios hace maravillas en cada uno de nosotros

María canta la grandeza y el gozo del Señor que la inunda. Los cristianos también hemos de cantar y salir contentos al mundo. Los problemas y las dificultades son muchos, sí, pero no nos pueden quitar esa alegría profunda que da la unión con Dios. Esto, nadie ni nada nos lo puede arrebatar.

María se siente salvada, siente dentro de sí al Espíritu Santo, siente las maravillas que Dios hace en ella. Desde su sencillez, humilde, canta. Y las generaciones venideras cantarán su alabanza por los siglos. Su gozo y su donación sublime a Dios nos llegan hasta hoy.

El Señor “hace proezas con su brazo”, dice María en su canto. Él también hace cosas extraordinarias en nosotros. Ha sacado lo mejor de nosotros. Pese a ser limitados y pecadores, toda persona tiene algo de Dios, incluso aquellas que no entendemos, que no nos caen bien, o a quienes rechazamos. Cada criatura ha sido hecha a imagen de Cristo y lleva dentro la semilla de Dios.

Humildad para recibir sus dones

Cuántas cosas inmerecidas hemos recibido de Dios, cuántas cosas hemos hecho con su fuerza. No neguemos que todo lo bueno que hacemos es porque Dios, de algún modo, ha actuado en nosotros.

Los soberbios de corazón, los que creen ser mejores, los que siempre piensan tener la razón, los prepotentes, los que se aferran a la pedantería espiritual, todos estos se alejan irremediablemente de Dios. La gran fuerza de Dios no es su poder, sino su humildad, su sencillez.

Enaltece a los humildes y colma a los hambrientos, continúa el Magníficat. La Iglesia también ha de colmar de bienes espirituales a la gente hambrienta de Dios. Y de bienes básicos a aquellos que los necesiten, si nadie más lo hace. Si la Iglesia no hace esto, ¿quién lo hará?

En María se culmina la esperanza de la promesa de Cristo. En ella también se dan cumplimiento las promesas del Antiguo Testamento a Abraham. Los cristianos somos herederos de la cultura semita que recibe Jesús, también recibimos esa promesa.

En esta fiesta, cada verano, María nos visita. Miles de pueblos lo celebran. Pese a la paganización de las fiestas, y a que muchas personas ya no conocen su sentido cristiano, nuestra cultura, nuestro calendario, gira entorno a María. Pero María está más allá del calendario: está viva en lo más hondo de nuestro corazón.

2007-08-12

No temáis, pequeño rebaño

XIX Domingo tiempo ordinario
Lc 12, 32-48
Jesús se dirige a los suyos con esta frase entrañable, cargada de ternura: “No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre se complace en daros su Reino”. Lo hace con la consciencia de que son pocos, apenas un grupo de hombres que ha decidido confiar en él e instalarse en la sencillez y la humildad.

Estas palabras llegan hasta nosotros. Son una llamada a la confianza. Hoy, Jesús nos dice: No temáis, pequeña comunidad, familia de feligreses, pequeña parroquia de vuestro barrio. No temáis, aunque el mundo se agita convulso, confiad en mí, porque Dios os ama y quiero llevaros a vivir la hermosa experiencia de su reino.

Desprenderse de aquello que nos aparta de Dios

“Vended vuestros bienes y dad limosna”, sigue diciendo Jesús. Para aquel que comienza a andar el camino de su vocación las cosas no son fáciles. Dejar la familia, su lugar, una parte de su historia atrás, pide desprendimiento y libertad de espíritu. Es entonces cuando empieza una nueva historia, su historia de amor con Dios. Para cada cristiano, “vender todos los bienes” significa dejar atrás todo lo que le impide caminar junto a Dios. No sólo se trata de desprenderse de los bienes materiales, sino de las actitudes, los criterios, el orgullo, incluso su cosmovisión. Ese venderlo todo quiere decir dejar de aferrarse a las posesiones pero también a las formas de ver y de pensar que nos apartan de la confianza en Dios.

“Dar limosna” implica donar dinero o bienes materiales, pero aún va más allá. Demos nuestro tiempo, nuestras virtudes, nuestras capacidades, todo aquello de nosotros que pueda beneficiar a los demás. Ese es nuestro mayor don.

Nuestro mayor tesoro

“Allí donde está tu tesoro, allí está tu corazón”, sigue diciendo Jesús. Nuestro mayor tesoro es Dios. El es el único que puede llenar nuestra alma. Las cosas que tenemos nunca nos pueden saciar totalmente. Nuestros tesoros son Cristo, la Iglesia, los pobres, los que sufren, ya sean niños, ancianos o enfermos… Cuanto menos cosas poseemos, más ricos somos en valores. Y estos valores son los que nos ayudan a crecer como personas.

Ceñíos y encended las lámparas

“Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas”. Estas palabras nos exhortan a estar siempre dispuestos, siempre alerta, a punto para descubrir la presencia de Dios en nuestra vida y salir a atender a quienes nos rodean.

Entonces, continúa Jesús, el mismo Dios, viéndonos preparados y dispuestos, al servicio de los demás, se ceñirá y nos servirá a su mesa. Sí, así lo hará, tal como hizo Jesús con sus discípulos en la última cena, cuando se ciñó y, arrodillándose ante ellos, les lavó los pies.

Dios hará lo mismo con cada uno de nosotros. Nuestro Dios es un Dios pobre, que ha renunciado a todo poder y ha venido a servirnos. Este es el sentido teológico de esta parábola del siervo vigilante. Venid, los siervos que habéis cumplido con vuestro trabajo, porque el Señor se ceñirá y os atenderá. Dios está cercano, nos ayuda, nos apoya y nos sirve.

Vivir siempre alerta

Eso sí, hemos de vivir siempre atentos, porque “a la hora menos pensada vendrá el Hijo del hombre”. Los cristianos hemos de saber que Jesús ya vino, y continúa estando presente entre nosotros, cada día, en el pan y el vino eucarístico. Ya vino, y sigue aquí. Lo importante, ahora, es saberlo ver, porque a veces vamos tan deprisa que no lo vemos. Cuando somos capaces de escuchar a los demás, de hacerles compañía, de ayudarles, de sacrificarnos por ellos; cuando amamos y mantenemos un corazón abierto, entonces es cuando Dios nos encontrará preparados. Ya lo tenemos a nuestro lado. Cada día se nos manifiesta, como en un flash escatológico, en medio de nuestro vida cotidiana.

No temamos, aunque vivimos en un mundo agitado, oscuro, plagado de dificultades. Las tormentas ideológicas también azotan nuestra fe. Pero estamos seguros, protegidos en el corazón de Dios, defendidos por su fuerza. No sólo no hemos de temer, sino, además, estar prestos, con las lámparas del amor encendidas. Jesús es nuestra luz, nuestro fuego –el fuego del Espíritu Santo–, nuestro descanso, nuestra confianza. Por eso no hay lugar para el miedo, tenemos motivos para confiar.

En invierno, la niebla cubre los montes. Pero tenemos la certeza de que la montaña está ahí, y que el sol siempre brilla por encima de las nubes espesas. Ese sol, esa luz, es el mismo Dios, que siempre está presente y viene a calentar y a dar sentido a nuestra existencia.

2007-08-05

La verdadera riqueza

Lc 12, 13-21

Un mundo lleno de vacío

“Vaciedad de vaciedades”, dice el texto del Eclesiastés este domingo. “Todo es vaciedad”. En nuestro mundo moderno, tan abundante y lleno, saturado de bienes, de palabras, de tecnología, también existe esa vaciedad. Podemos percibirla en la enorme carencia de valores que sufren tantas personas. Viven desorientadas y vacías, faltas de referencias morales, perdidas, sin norte.

La parábola del evangelio de hoy nos muestra al hombre próspero que planifica su futuro. Inmerso en abundancia, decide echarse a vivir plácidamente de las rentas de su riqueza. Ciertamente, cada cual tiene derecho a vivir con prosperidad y a administrar su patrimonio. Todos tenemos derecho a una vida digna e incluso al disfrute y al placer, sanamente entendido. Pero Jesús nos recuerda que no podemos centrar nuestra vida en el dinero y en los bienes materiales, olvidando a los demás. No podemos dedicar nuestra vida exclusivamente al dios dinero, al dios sexo o al dios poder. Cuando lo hacemos así, nuestra vida, paradógicamente, se llena de vacío. Nos volcamos en el sinsentido y nunca tenemos bastante, siempre necesitamos más, porque esas riquezas nunca podrán llenarnos.

Vivir bien es totalmente lícito. Pero, ¿basta sólo con tener las necesidades materiales cubiertas?

El afán de poseer y dejarse poseer por Dios

¿En qué medida nuestra vida es rica de Dios?

Tener más que otros no va a garantizarnos nuestra vida en el cielo. Esta mentalidad mercantilista ha contaminado incluso nuestra fe. Pensamos que, por hacer muchas cosas, por trabajar duramente y acumular méritos, vamos a ganarnos el cielo. Como si la vida eterna fuera una paga a nuestro esfuerzo interesado.

Hemos de trabajar por las cosas del reino de Dios. Pero el culto al trabajo y al dinero no nos dará el cielo.

Otra actitud, contraria a ésta, es todavía más común. Solemos decir: “la vida son cuatro días, ¡hay que pasarlo bien!” Este otro tópico nos puede llevar a la dejadez y al egoísmo.

Vivir bien significa vivir amando. La buena vida consiste en amar a Dios y a los demás. Todas las cosas de este mundo son caducas. Y, no obstante, nos aferramos a ellas. Nos aferramos a las relaciones, a la familia, al dinero, a nuestras posesiones... Nos obsesionamos por poseer bienes efímeros y, en cambio, no nos dejamos poseer por Dios. Y él nos ama. Somos su tesoro. Él es quien hace eterna nuestra vida.

La mayor riqueza es gratuita

Muchas personas viven centradas en sí mismas, encerradas en su ego. Su tesoro son ellas mismas, girando alrededor de sí, en su narcisismo. Esa es una enorme pobreza.

Cuando intentamos amar y esto no cambia nuestra vida, es señal de que algo no hacemos bien. Y tal vez es porque no hemos abierto nuestro corazón y seguimos dando vueltas alrededor de nuestro ego, buscando nuestro tesoro dentro de nosotros mismos.
Hay una riqueza que se hincha, se convierte en vanagloria y se alimenta de sí misma. Muchas veces, esta riqueza –ya sea dinero, propiedades, etc., también nos genera problemas, como al hombre del evangelio, en litigio con su hermano por una herencia.

En cambio, hay otra gran riqueza, que viene de Dios, que nos llega a través de la Iglesia y que nos hace sentirnos bien con nosotros mismos.

Todo lo que tenemos nos lo ha dado Dios. Pensamos que tenemos muchas cosas ganadas por nuestro esfuerzo, nuestro trabajo, nuestros logros. Pero ¡hasta el aire que respiramos nos lo da Dios! Él nos regala la vida, y con ella, todo cuanto hemos obtenido. No somos conscientes de esos dones porque no nos han costado dinero ni hemos tenido que esforzarnos por adquirirlos. Pero su valor es incalculable. ¿Cuánto vale despertarse con la luz del sol? ¿Cuál es el valor de respirar, de contemplar el cielo, de ver la sonrisa en el rostro de un niño o en las arrugas de un anciano?

Dios nos da la existencia, los padres, los hijos, los amigos... También nos da las fuerzas y la capacidad de trabajar y el dinero que obtenemos, fruto de nuestro afán. Todo lo que poseemos es providencia de Dios. Cada día nos regala cosas inmerecidas. Pero la mayor riqueza es tener al mismo Dios. El nos ama, confía en nosotros, tanto, que incluso nos pide algún gesto de amor.

Dar nos enriquece

Nosotros también podemos corresponder a su regalo haciendo cosas por los demás. Podemos dar mucho amor cada día. Seamos ricos para Dios. Nos enriquecerá venir a la eucaristía, recibir los sacramentos, entregarnos a los demás. Dar nuestra vida, nuestro tiempo, es el don más espléndido que podemos hacer.

Nuestro tiempo es una gran riqueza. A menudo no tenemos tiempo para Dios ni para los demás. Nos falta tiempo para ser solidarios, para hacer un voluntariado, para visitar la casa de Dios y dejarnos acunar en sus brazos... El siempre nos espera, en su templo, y en el corazón de las personas. Dediquemos tiempo a Dios y a quienes nos rodean. Esta es nuestra verdadera riqueza, el tesoro que se acumulará en el cielo.

2007-07-29

Pedid y se os dará

Dios es Padre

En su intensa vida misionera, Jesús siempre sabía encontrar tiempo para nutrir su vida espiritual. No se podría explicar su energía incansable sin esos momentos de paz y de sosiego que dedicaba a su comunicación con Dios.

Además, su oración produce un efecto pedagógico en los discípulos. Al verlo, quieren aprender a rezar como él. Y él les enseña.

Su primera palabra es ésta: “Padre”. No podemos confiar en Dios si no lo consideramos igual a un padre. “Padre” evoca confianza, ternura, cercanía. La plegaria de Jesús rezuma confianza en Dios Padre. Sin sentirse hijo del Padre difícilmente podría darse esa sintonía y esa comunicación tan estrecha.

Llamar a Dios Padre es reconocer la centralidad de su presencia en su vida. Jesús nos presenta una imagen de Dios muy alejada del Dios implacable que fiscaliza al hombre. Dios es padre, respeta a sus hijos y su libertad. Un padre da la vida, nos mima, nos cuida, nos educa, nos lo da todo. Ese es el Dios de Jesús de Nazaret.

Dios, en el centro de la vida

Continúa Jesús: “santificado sea tu nombre”. Dios es el santo de todos los santos. A imitación de nuestro Padre, la Iglesia nos llama a vivir cada día la santidad. Nuestra vida entera ha de ser santificada. Jesús es modelo y reflejo para todos nosotros.

“Venga tu reino”. Esta invocación expresa un deseo de paz, de justicia, de bienestar. Es el deseo de que reine el amor de Dios en nuestro corazón, que la vida de Dios invada nuestra vida; que su cielo venga aquí, ahora, entre nosotros.

El Padrenuestro es un compendio del Nuevo Testamento y la revelación de Jesús. Cada cristiano está invitado a trabajar por ese reino de Dios, donde la gente se ama, confía y construye espacios de cielo. Cuando las personas abren su corazón a Dios y viven la gran aventura de su amor, están comenzando a levantar ese reino en la tierra.

“Danos el pan de mañana”. Más allá de la necesidad de pan físico y de sustento, esta petición significa: danos la fuerza necesaria para alimentarnos de ti. El trigo es perecedero. Sacia hoy, pero no alimenta el alma. Danos alegría para vivir, ternura, amistad, compañía, el pan existencial que necesitamos para crecer como personas y ser pan para los demás.

El valor del perdón

“Perdona nuestros pecados como también nosotros perdonamos”. Perdonar, ¡cuesta tanto! Pero el perdón es intrínseco de Dios. No podemos comprender su bondad sin su infinita capacidad de perdón. Siempre somos pecadores, siempre fallamos. Y él siempre nos está perdonando. A ejemplo suyo, si queremos seguir a Jesús, hemos de perdonar. Él nos enseña con su vida. El perdón ha de ser algo vital en nosotros. Sin perdón no podemos crecer ni avanzar. Tampoco estaremos preparados para recibir los sacramentos.

Perdonar es vibrar al unísono con el corazón de Jesús, la expresión más nítida de la capacidad de misericordia de Dios.

Solemos ser ambiguos, egoístas, mentirosos; generamos conflictos a nuestro alrededor, no somos transparentes, nos ensimismamos, nos gusta ser el centro de todo, actuamos sin pensar en los demás… Pero, cada día, Dios nos restaura con su perdón. Nuestra vida espiritual sería imposible si él no nos perdonara.
Tan importante es dar como recibir perdón. Esta es, quizás, nuestra asignatura pendiente. Nuestro corazón está agrietado, hemos de resolver muchas cosas, ser más humildes, más sencillos, más pobres… No podremos crecer como persona, como familia, como comunidad, como grupo de amigos, si no tenemos el corazón abierto al perdón y si no sabemos perdonar. ¿Cuántas veces? Jesús responde a Pedro, que le pregunta: hasta setenta veces siete. ¡Toda la vida hemos de perdonar! Porque a lo largo de toda nuestra vida necesitamos también la mirada cálida, tierna, dulce, de Dios que nos levanta.

Aprender a confiar

Continúa este evangelio: “Pedid y se os dará, llamad y se os abrirá”. No podemos iniciar ningún proyecto si antes no confiamos. Y es la confianza la que nos llevará a pedir, a llamar, a caminar para conseguir llegar a nuestra meta.

Muchos de los males existenciales que afectan a las personas tienen su raíz en la desconfianza. Muchos psicólogos y especialistas así lo ratifican. La desconfianza genera miedo, mentiras, distanciamiento de los demás, ambivalencia y una fisura profunda en la persona.

Jesús confió totalmente en Dios, aún en los momentos más críticos de su vida. Pero lo más extraordinario es que ¡Dios confía en nosotros! Si Adán, el primer hombre, falló a esta confianza, en Cristo ha quedado restaurada plenamente la confianza entre Dios y la humanidad. La desconfianza facilitó la caída del hombre en el abismo. La confianza de Jesús en el Padre hizo posible su redención.

Confiar en Dios ha de llevarnos a confiar en los demás: la familia, los buenos amigos, la Iglesia… también en las intuiciones de nuestro propio corazón. Creamos, de verdad, que Dios nos ama.

Muchos males psíquicos, que se somatizan y acaban degenerando en enfermedades físicas, podrían resolverse si confiáramos más en Dios. ¿Por qué nos suceden las cosas? Pensemos en ello. También se ha comprobado que muchas personas que padecen diversos trastornos psicológicos y mentales se recuperan antes o mejoran mucho si creen en Dios. La fe les da una fuerza interior enorme. ¿Cómo puede ser de otro modo? Dios es nuestra salud, nos quiere sanos y quiere que nos sintamos plenamente amados.

Nos cuesta confiar. El evangelio nos dice que, ante las ofensas, volvamos la otra mejilla. Nos dice que amemos al enemigo. Es difícil. Pero podemos hacerlo. Imitemos a Jesús. Abandonémonos, con total confianza, en manos de Dios, y él nos dará fuerza para vivir con plenitud nuestra existencia.

2007-07-22

Marta y María

La hospitalidad ante Dios
El evangelio de este domingo nos presenta a dos mujeres judías hospitalarias, que saben acoger al Señor.

La hospitalidad es intrínseca de la cultura judía. Además, Marta y María tenían un vínculo de amistad con Jesús, formaban parte de la familia de amigos de Betania.

Qué importante es saber acoger y abrir las puertas a los demás. Y aún más, qué importante es abrir las puertas del corazón a Dios.

El activismo de Marta

Las dos hermanas tienen reacciones diferentes ante la visita de Jesús. Marta se multiplica en el servicio para atender a su amigo. María se sienta a sus pies para escucharlo. Marta nos recuerda el hiperactivismo, ese afán por hacer, aplicado a muchos aspectos de nuestra vida. Aunque siempre es bueno trabajar por los demás, también es bueno encontrar espacios para hacer silencio, rezar y acoger. Muy a menudo, en nuestro empeño por acoger y servir, nos perdemos en detalles y olvidamos lo más importante: la misma persona a la que recibimos. A veces, la mejor acogida es la escucha.

Hoy la gente va deprisa, corriendo, estresada, preocupada. Y nunca llega. Nos falta tiempo, calma, sosiego. Nos ponemos nerviosos y de aquí pasamos a la inquietud, la angustia y, en muchos casos, la depresión. Hoy día tenemos que plantearnos, no tanto qué hemos de hacer, sino qué hemos de dejar de hacer para encontrar esos momentos necesarios de paz y sosiego. No podremos ser acogedores si en nuestro interior reinan el nerviosismo y la prisa.

La acogida de María

Jesús elogia a María y le dice que nadie le quitará su parte –la mejor parte. María ha centrado su acogida en el amigo que viene a visitarlas y es ella quien recibe el regalo que les trae Jesús: su presencia, sus palabras.

Hoy, viniendo a la eucaristía, los cristianos hemos escogido la mejor parte del día: estar cerca de Jesús, escucharle y, además, tomarle y llevarle dentro. Ese elogio de Jesús a María puede ser extensivo a todos los cristianos. Hemos de aprender a encontrar espacios para acercarnos a Dios e intimar con El. El núcleo de la revelación cristiana es la amistad de Dios con el hombre. Dios no desea otra cosa que cultivar esa amistad, pero sólo será posible si somos capaces de encontrar esos momentos de paz y de silencio.

Dios busca nuestra amistad

Jesús no quiere el servilismo de Marta, no desea que le sirva como una criada, sino que sea su amiga. Hacer muchas cosas puede convertirse, inconscientemente, en un afán por ganar méritos y buscar una recompensa. A Dios, en cambio, sólo le basta que dejemos de hacer y nos pongamos ante él.

La fe cristiana no es tanto lo que yo puedo hacer por Dios sino lo que él hace por mí, ya que se me ha revelado.

Hemos de lograr ser buenas Marías para ser buenas Martas. Con Dios en nuestro corazón, podremos servir y nuestro trabajo será fructífero. Sólo desde la escucha y la contemplación podremos ejercer la caridad.

2007-07-15

Cómo ganar el cielo

Lo que dice la ley

¿Qué hacer para ganar el cielo? Es una pregunta que nos concierne a todos. Nos inquieta el más allá. Venimos a misa, rezamos, practicamos la caridad… y, al igual que aquel judío, preguntamos a Jesús qué hemos de hacer para heredar la vida eterna.

Jesús responde al maestro de la Ley. ¿Qué lees en la Ley? Amarás al Señor tu Dios con todas tus fuerzas, con toda tu mente, con todo tu corazón, con todo tu ser. Esto significa poner a Dios en el centro de nuestra vida, no como una realidad abstracta o esotérica, sino vivida en lo más hondo de nuestro ser. Amarlo con todas las fuerzas, con todo el corazón y toda la mente es amarlo con tenacidad, con pasión, con plenitud.

Pero, a continuación, la Ley también habla del prójimo. “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Esa es la clave de esta lectura.

¿Quién es mi prójimo?, pregunta el judío. Y Jesús le explica la parábola del buen samaritano.

¿Quién es el prójimo?

Un hombre que viaja de Jerusalén a Jericó es asaltado por unos bandoleros, apaleado y dejado medio muerto en medio del camino. Lo ven un sacerdote y un levita, dan un rodeo y pasan de largo. En su actitud, están desoyendo incluso las escrituras del antiguo testamento, que exhortan a practicar la misericordia. Los mismos representantes de esta ley pasan, ignorando el dolor de la persona.

En cambio, pasa un samaritano por allí y se compadece del hombre apaleado. Es el forastero, el mal visto, hoy diríamos “el inmigrante”, el “marginado”. Y es él quien ejerce la caridad. Cuida al hombre herido y lo leva a un lugar donde podrán atenderlo, pagando sus gastos por él.

Con esta parábola, Jesús está universalizando al prójimo. Ya no es el cercano, el pariente, el compatriota o el que practica la misma fe. El concepto de prójimo salta por encima de la Ley, del pueblo judío, de la cultura o las convicciones. Lo importante no es quién es, o de dónde procede. Es un ser humano que necesita ayuda. El samaritano se convierte en un símbolo del mismo Jesús y de la Iglesia. Cura sus llagas ungiéndole con aceite y vino, signos que evocan los sacramentos de la unción y la eucaristía. Jesús vino a curar y a rescatar al hombre caído. Y la Iglesia continúa su labor.

La caridad por encima del precepto

En nuestro mundo vive mucha gente apaleada por el sufrimiento, la soledad, la angustia, la falta de sentido de la vida… Como cristianos, no podemos quedarnos en el cumplimiento del precepto. La ley que quiere Dios, como leemos en el Deuteronomio, está en nuestro corazón y en nuestra boca. No está más allá de nuestro alcance, no es nada que no podamos cumplir.

Hemos de responder al sufrimiento de quienes padecen, llagados anímica y existencialmente. No podemos pasar de largo. En el corazón de la Iglesia también están los pobres, los moribundos, los enfermos, los marginados… Hemos de cumplir los preceptos de la Iglesia, sí, pero también la ley del amor, las exigencias de la caridad.

No basta con venir a misa y cumplir. La caridad es aún más importante. Después de explicarle la parábola, Jesús dice al maestro de la ley: “Anda, haz tú lo mismo”.

Nuestra cultura del progreso tecnológico nos arrastra en la marea del estrés y la prisa. La velocidad nos impide ver lo que hay a nuestro alrededor. La prisa es tremenda, porque nos aleja de la realidad. En cambio, si uno camina despacio puede ver, contemplar, escuchar y saborear.

El progreso científico es estupendo. Pero el bienestar material y tecnológico no basta para hacer feliz a la persona. En medio de la prosperidad, vemos que brota el malestar social, psíquico y existencial. Algunos sociólogos señalan que vivimos en un mundo hiper-tecnificado y narcisista, que nos aleja de lo pequeño, lo humano, lo cotidiano. Nos aleja, también, del que nos necesita.

Jesús revela el corazón compasivo y la bondad de Dios. Como hijos suyos, estamos llamados a alimentar un corazón misericordioso. No podemos permanecer impasibles ante el dolor. Hay que invertir en humanidad, en medios para acoger a los que sufren y viven abandonados, en el arcén. Los cristianos no podemos callar esto. Seamos el corazón de Cristo en medio del mundo, torrente de bálsamo y dulzura para el que sufre.

2007-07-08

Los envió de dos en dos

Una experiencia de evangelización

A parte de los doce, mucha gente se movía alrededor de Jesús, deseosa de descubrir el rostro de Dios. Jesús designa a setenta y dos discípulos y los envía a predicar a las aldeas de su tierra. Los manda para que se entrenen en la gran tarea de ansiar el mensaje de Dios a todos los pueblos.

“La mies es mucha y los obreros pocos”, dice Jesús. “Pedid al amo de la mies que envíe operarios a su mies”. Hay muchos campos para evangelizar, pero somos pocos para ese gran cometido. A los cristianos de hoy, Jesús nos invita a incorporarnos a esa labor misionera de proclamar la buena nueva.

Os envío como corderos

Antes de partir, da a sus discípulos varias consignas. Con estas instrucciones, Jesús deja claro que no quiere colonizar ni obligar a nadie a creer en él.

“No llevéis manto ni bastón, ni os entretengáis por el camino”. “Os mando como corderos en medio de lobos”. Es decir, que en la misión no se trata de imponer nada a quien no quiere abrir su corazón. Los misioneros han de ser humildes, sencillos, pacíficos y mansos como corderos. No podemos arrasar, como ciertas ideologías que van coartando las libertades e imponiendo su criterio. Jesús quiere que los suyos anuncien con serenidad el Reino de Dios.

Dad la paz y anunciad el Reino

La primera consigna es desear la paz a quienes los reciben. La gente está falta de paz, inmersa en problemas de toda índole. Lo primero que deben hacer los apóstoles es desear la paz a todos.

Quedaos allí, continúa Jesús, respetad sus costumbres, comed lo que os den, con gratitud. El obrero bien merece su salario.

La siguiente consigna, que es el núcleo de la misión, es anunciar: el Reino de Dios está cerca, está llegando. Los apóstoles preceden a Jesús, que trae consigo un Reino de paz, más allá de las diferencias; un reino solidario, con esperanza y ánimo para crecer. El Reino de Dios no es otra cosa que la encarnación del amor de Dios en el mundo, a través del mismo Jesús.

Él dará sentido y esperanza a nuestra vida. Se entregará del todo para que alcancemos una alegría existencial plena y profunda. Anunciad esto, dice Jesús. Llega aquel que llenará vuestra existencia de sentido y felicidad.

Sanar el cuerpo y el alma

También les dice Jesús: curad a los enfermos. Sanar es el otro gran cometido de los apóstoles. Mucha gente enferma padece dolencias físicas, pero, más honda aún, que debilita la existencia y la mina por dentro, es la falta de razones para vivir. No saber a quién amar, no sentirse amado, no tener un proyecto, una motivación, algo que dé sentido profundo a la vida, es la enfermedad más grave. Hay muchas personas que tienen de todo: dinero, salud, compañía… Y, sin embargo, aún les falta algo.

Hay una terrible enfermedad que afecta a un nivel humano más allá de lo fisiológico y lo psíquico: la carencia de Dios. El Reino de Dios sanará lo más hondo de nuestro ser. Allí donde no llega la psicología ni la psiquiatría, ni la ciencia médica, allí puede llegar Dios. Ese dolor existencial que no pueden curar los psicólogos puede sanarlo Dios.

Curar a los enfermos, aparte del carisma sanador del cuerpo físico, es también sanar el alma, la vida entera. Ante los grandes interrogantes de la persona: ¿en qué creemos?, ¿quién somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Ni siquiera las ciencias tienen respuesta. Pero la sabiduría que emana del propio Cristo es fuente de salud, tanto para el cuerpo como para el alma.

Vuestros nombres están inscritos en el cielo

Los setenta y dos regresaron contentos. Hasta los demonios y los malos espíritus se les sometían. Cómo no iban a hacerlo, ante la fuerza rotunda del amor, del perdón, de la infinita misericordia.

Pero Jesús les dice que no deben estar contentos sólo porque han peleado y vencido contra el mal. Sí, han hecho un buen trabajo, la gente los ha escuchado y se han convertido. Pero la mayor alegría es otra. “Estad contentos porque vuestros nombres están inscritos en el Cielo”. Están grabados en el corazón y en la mente de Dios. Eso debe alegrarnos.

Somos enviados

Cuando finalizamos la misa, el sacerdote nos dice: “Id en paz”. También nos envía, llenos de paz y alimentados por la Eucaristía. Y vamos al mundo como corderos.

No somos lobos ni hemos de ser como ellos para vencerlos. Ser como ovejas, aún llevadas al matadero, como el mismo Jesús, significa renunciar al poder. Después de recibir el alimento eucarístico, tenemos la fuerza suficiente para salir afuera y explicar las grandezas de Dios. Podemos comenzar con la propia historia. ¡Qué gracia tan grande, cuántos dones nos ha dado Dios!

Nuestra misión, hoy, es ésta: anunciar por todo el mundo que el amor de Dios está cerca y que somos instrumentos de ese amor. Ojalá vengamos a misa cada domingo, contentos porque hemos cumplido nuestra labor. El testimonio de una vida entregada a los demás es el mejor mensaje evangelizador que podemos transmitir. No nos rindamos. Continuemos, tenaces, valientes. Demos lo que tenemos y hemos recibido. Comuniquemos.

No podemos quedarnos sólo en la eucaristía, cerrados en el ámbito parroquial. Esto empobrece nuestra fe. No nos quedemos aquí. Fuera la gente nos espera, hambrienta, para que les anunciemos el amor de Dios.

2007-07-01

Déjalo todo… y sígueme

Seguirle sin condiciones

Jesús tenía muy claro que su misión era redimir a la humanidad. Pero esto pasaba por dirigirse a Jerusalén, donde le esperaba la muerte en cruz y, posteriormente, la resurrección. Con su muerte Jesús llevaría a cabo el máximo gesto de entrega. Es en este contexto y en esta tesitura espiritual que Jesús emprende el camino a Jerusalén.

Se encuentra con varios hombres que quieren seguirle, pero… Seguir a Jesús es caminar a la intemperie, sin seguridades. La única certeza es saber que caminamos hacia el Padre. Pero el camino no es fácil y está lleno de riesgos. Unirse a Jesús y caminar con él es tener claro que siempre estaremos en su corazón y que el cielo nos espera en la meta. Pero no tendremos nada seguro en el mundo.

“Deja que los muertos entierren a sus muertos”, dice Jesús. El hombre que quería seguirle le daba un sí, pero con condiciones. De ahí esa respuesta rotunda.

Abrirse a otra familia

Jesús no pide que rompamos los lazos familiares, por supuesto, sino que lo sigamos sin condiciones, con serenidad y total confianza. Cuando se sigue a Jesús no se rompe con nada, más que con aquello que nos puede impedir acercarnos a Dios. No se trata de abandonar la familia de sangre, pero sí de abrirnos a una familia mucho más extensa, que trasciende la biológica: la familia del pueblo de Dios. En esta familia, todos somos hijos de Dios y hermanos, “nación consagrada, estirpe elegida, pueblo santo”.

Dejarlo todo no debe leerse literalmente. Cada cual debe saber estar en su familia, en el trabajo, en su ciudad, en medio de la sociedad, desempeñando sus tareas, dando testimonio y evangelizando desde su lugar. Lo importante es la actitud del corazón.

La excusa más frecuente

Seguir a Jesús no es sencillo, hoy. ¿Qué excusas le podemos poner?

Posiblemente, la más frecuente sea ésta: “No tengo tiempo”. Estamos tan metidos en nuestra familia, en nuestro trabajo, en nuestros compromisos, en mil y una cosas… que no tenemos tiempo para seguirlo. ¿No suena esto un poco a excusa? Dios nos lo ha dado todo. Suya es la existencia que disfrutamos, suyo el tiempo de que disponemos. ¿No sabremos darle, al menos, una parte?

Dios no quiere que seamos irresponsables con nuestras obligaciones, pero sí nos pide un tiempo para él. Un tiempo que quizás perdemos vanamente en ocio innecesario, en televisión, en cosas vacías y estériles… Seguir a Dios implica un sacrificio. Pero podemos seguirlo desde nuestro hogar y desde nuestras opciones profesionales.

El que mira atrás no es apto para el Reino del Cielo, leemos en los evangelios. Vemos cómo Eliseo, fiel a la llamada del profeta Elías, lo sigue para ser su ayudante y, más adelante, lo sucederá como profeta. Mata a sus bueyes, obsequia a su familia y lo deja todo. Entierra su pasado. “Enterrar” no es sólo lo físico, sino todo aquello que nos quita vida. Para ello es preciso ser valientes.

Fidelidad para perseverar

La llamada hoy no es sólo a seguir a Jesús. Para los que ya somos cristianos, la llamada es a mantenerse fiel.

La gente se cansa. A todos nos cuesta desvelar nuestra fe, nos olvidamos de Aquel que nos ha hecho existir y nos lo ha dado todo. Nos cuesta seguirle. Porque sabemos que esto implica tiempo, compromiso, cambiar nuestras actitudes, nuestro criterio, nuestra forma de pensar… y poner toda nuestra confianza en Él.

Muchas personas rehusarán escucharnos. Jesús es paciente, no se enfada ante los que rechazan su mensaje. Cuando sus discípulos le piden que haga descender fuego del cielo sobre aquella aldea que no los quiere recibir, él los reprende y se marchan de allí. La verdad no puede ser impuesta a nadie, y Jesús lo sabe. Con dolor, puesto que los que se cierran al amor de Dios viven ensimismados, intoxicados en su cerrazón, faltos de oxígeno. Pero Jesús nos dice que, si bien unos lo rechazarán, otros abrirán su corazón. Por esto hemos de continuar trabajando, entusiastas, tenaces, para difundir nuestra fe.

Valentía, tenacidad y confianza: con estas tres virtudes podremos emprender nuestro camino de seguimiento a Jesús.

2007-06-24

El nacimiento de San Juan Bautista

Un espejo para los cristianos

Coincidiendo con el solsticio de verano, la Iglesia celebra la fiesta del nacimiento de san Juan Bautista, una figura entrañable que nos permite ahondar en las características y la misión del cristiano.

Juan Bautista, el precursor, anunció la venida del Señor. Nosotros también estamos llamados a anunciar a Cristo, no el que ha de venir, sino el Cristo resucitado, ya presente en la historia de la humanidad.

Todos los cristianos somos misioneros. Nuestra vida ha de ser espejo del testimonio de Juan Bautista. Detengámonos a reflexionar sobre ello. A veces vamos tan cansados y estresados que no tenemos tiempo ni de rezar, no podemos oír la llamada de Dios. Y Dios nos llama a todos. Como a Juan, nos llama a anunciar al Cristo vivo, aquí y ahora. Y nos da la fuerza del Espíritu Santo, que irrumpe en Pentecostés.

Incorporemos a nuestra vida el elemento anunciador. La Iglesia prepara a su pueblo para el gran acontecimiento de la Pascua. En la eucaristía, él ya está presente, vivo, entre nosotros.

Humildad para saber retirarse

San Juan Bautista es humilde. Reconoce que hay alguien que está por encima de él y se aparta para dar paso a Jesús. Ni siquiera se siente digno para desatarle las sandalias, dice. Él no es la luz, ni la verdad, sino testimonio de la luz y la palabra de Dios. En cambio, nosotros a veces somos prepotentes y nos gusta acaparar la atención y el éxito.

La tarea educadora de los sacerdotes debe mostrarnos que el centro de nuestra vida es Cristo. Él es la Verdad y nosotros somos instrumentos a su servicio.

Los laicos también están llamados a la misión de anunciar y predicar. Ellos ayudan a los sacerdotes en la evangelización. También, como san Juan, saben retirarse a tiempo cuando conviene. Esta es una gran lección para los padres, educadores, sacerdotes… Saber retirarse en el momento adecuado, para dejar que otros puedan crecer.

Señalar a Cristo sin temor

Juan Bautista ve llegar a Jesús y lo señala. "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo". También nosotros hemos de señalar la gran Verdad, el gran Amor, el gran mensaje, que no es otro que Jesús de Nazaret, el que morirá, dando la vida por nosotros. También Juan dará testimonio, con su vida, de la figura de Jesús.

En la Iglesia hay salvación; en Cristo se encuentra la felicidad. Señalemos a la gente que en Cristo y en la Iglesia está la Verdad, sin miedo, como lo hizo Juan.

Juan es decapitado por una frivolidad, injustamente. Los cristianos también estamos llamados a la entrega sin límites, hasta asumir, si es necesario, el martirio.

La palabra creíble

La palabra, si no está acompañada de gestos y de acciones, no es creíble. La palabra tendrá credibilidad cuando esté apoyada por los actos, las virtudes y la coherencia de la propia vida. Los cristianos hemos de predicar con nuestra vida. Hemos de pasar del mutismo y del miedo al coraje y al testimonio, cálido y dulce. No se trata de lanzar voces estridentes, sino de pronunciar palabras suaves y penetrantes.

La vocación fecunda nuestra vida

Juan es un regalo de la misericordia de Dios a Isabel, su madre. La historia de Juan guarda un gran paralelismo con la de Jesús, tal como narran los evangelios de la infancia. En ambas se da una anunciación, se pide un gesto de fe de sus padres; en ambas, los dos niños están predestinados por Dios, desde el vientre de sus madres.

Muchas veces podemos sentirnos como Isabel, secos, estériles, vacíos. A pesar de sentirnos así, Dios puede hacer en nosotros el milagro de la fecundidad. Pese a nuestros límites, nuestros pecados, nuestras capacidades más o menos grandes, si abrimos el corazón, Dios lo convertirá en un jardín soleado y fértil.

Si nos abrimos y decimos sí, Él transformará nuestra vida. “Desde el vientre de tu madre te llamé”. Sí, todos estamos llamados. Esa experiencia de sentir la voz de Dios, ser conscientes de nuestra vocación, hará rica y fecunda nuestra vida.

2007-06-18

A quien mucho ama, mucho se le perdona

Más allá del cumplimiento de la ley

En el evangelio de este domingo vemos los hermosos gestos de una mujer ante Jesús. Son gestos de arrepentimiento, pues llora, y también de ternura: le lava los pies, los besa, los perfuma. El autor nos dice que era una pecadora, tal vez se trataba de una mujer de la vida, una prostituta. Y Simón, el fariseo que ha invitado a Jesús, inmediatamente hace un juicio ético sobre ella. Entonces Jesús le explica la parábola del prestamista y los dos deudores y le hace una pregunta. Simón responde con certeza: a quien más le perdonó, más amará a su acreedor.

Los fariseos creían que cumpliendo estrictamente la ley ya podían considerar que todo lo hacían bien. Pero Jesús era un hombre libre, sin prejuicios, más allá de las convenciones sociales y religiosas. Al ver llorar a la mujer arrepentida, debió conmoverse hondamente. Y, ante el fariseo, le hace una relación de sus actitudes ante él. No le ha ofrecido agua; ella le ha lavado los pies con sus lágrimas; no le ha besado, ella no ha dejado de besarle los pies; no le ha ungido, y ella le ha perfumado los pies con aromas. En contraste con Simón, la mujer se vuelca ante la persona de Jesús.

El gesto de Jesús pasa por encima de la ley judía. Se deja tocar, besar, ungir por la mujer. Es una actitud revolucionaria respecto al amor y la libertad. Recordemos que fue la ley quien mató a Jesús. Él nos enseña que, por encima del cumplimiento de la ley, está la caridad y la ayuda a los demás. Lo más importante es el amor, la misericordia, la ternura, la delicadeza.

Tocar la pureza de Dios

Aquella mujer necesitaba sentir que Dios la amaba para poder convertirse. ¡Qué mejor manera de mostrarle este amor que dejarle tocar el corazón de Dios! Dejándola lavar sus pies, Jesús la acoge y le muestra que Dios no la rechaza. Y ella cree en este amor. Por eso Jesús le dice: “Tu fe te ha salvado”.

La mujer pecadora, ungiendo los pies de Jesús, toca la pureza y la hermosura de Dios. Jesús no queda manchado, al contrario: es ella quien queda purificada por la experiencia sublime del amor.

El amor limpia y sana. Cada vez que recibimos a Cristo en la eucaristía nos alimentamos de su amor y quedamos puros.

El corazón arrepentido, la mejor ofrenda

San Pablo lo recuerda en sus cartas: no serán los méritos lo que nos salve, sino la gracia de Dios. Tampoco será el cumplimiento del precepto lo que nos salve a los cristianos. Lo que Dios desea es un corazón convertido, que lo anhele, que lo busque, que lo acaricie.
El fariseo era un perfecto cumplidor de la ley. En cambio, la mujer seguramente vivía con sentimientos de culpa y de pecado. Llora, arrepentida. Por eso Jesús la deja acercarse. El salmo 50 canta: “un corazón quebrantado tú no lo rechazas, Señor”. Dios quiere un arrepentimiento sincero. Él recoge nuestras lágrimas y nuestra ternura. El gesto de aquella mujer demostró a Jesús que necesitaba cambiar su vida. ¿Cómo no iba a acoger a los pecadores, para liberarlos del peso de su pecado y bañarlos con su luz salvadora?

Necesitamos el perdón

Los cristianos necesitamos la dulzura, el perdón, la misericordia de Dios. Si creemos no necesitarla, ¡qué lejos estamos de su amor!

Jesús acoge a todos los pecadores. “Porque has creído, porque te has arrepentido, porque me has amado mucho, tu fe te ha salvado”. Lo que nos salva es la fe, la caridad, el amor, dejarse tocar por Dios. Como la mujer del evangelio, necesitamos abrir nuestro corazón. Dios nos sigue para salvarnos; dejemos que nos revele su amor a través de mil gestos cotidianos, dejémonos acariciar por Él.

Entre el cumplidor y la pecadora que sufre, de rodillas, Jesús opta por ella. No nos creamos mejores que nadie porque cumplimos nuestros preceptos. Jesús muestra una clara preferencia por los que viven en el arcén, los marginados, los mal considerados, los que andan errados, necesitados de ser acogidos.

“Porque has amado mucho, mucho se te perdonará”. Esta es la lógica del amor de Dios. Jesús quiere rescatar a esta oveja perdida. La hace sentirse restaurada, redimida, elevada a la categoría de hija de Dios. Nos quiere viva imagen suya, capaces de transformar el corazón de la gente. Ser cristiano es tener la osadía, por amor a Dios, de ir a contracorriente de los criterios del mundo.

Estar a los pies de Jesús y pedir que nos limpie es una genuina actitud cristiana. Acercarnos a él, dejarnos tocar por él, comerle, vivirle, es participar de la divinidad.

2007-06-10

Corpus Christi: el sacramento del amor

Con la fiesta del Corpus Christi queda patente la donación de Jesús. Un cuerpo desgarrado y una sangre que se derrama expresan su total entrega por amor.

El evangelio de la multiplicación de los panes y los peces nos trae las palabras de Jesús a sus discípulos, ante la muchedumbre hambrienta: “Dadles vosotros de comer”. Hoy se dan grandes hambrunas que se podrían evitar. Esto no es sólo un problema político, sino un reto social y moral. Somos dos mil millones de cristianos en el mundo. Con una fe convencida, podríamos detener, no sólo el hambre, sino muchos otros males.

Uno de los deseos profundos de Jesús es la unidad. Si trabajamos por la sintonía entre comunidades, podríamos conseguir que muchas personas gozaran de una vida digna.

La eucaristía nos ha de llevar a un compromiso de hecho. Eucaristía y vida han de ir de la mano: por nuestras obras verán que estamos unidos a Cristo. Para el cristiano, el eje de su vida es la eucaristía, la permanente actualización del amor de Cristo. De tal modo, que hemos de llegar a eucaristizar toda nuestra vida, para que todo cuanto hagamos sea un acto de entrega para alimentar la vida de los demás.

Cuando nuestra vida se convierta en una constante donación a los demás, estaremos viviendo el sentido auténtico de la eucaristía.

Necesitamos el alimento espiritual

Pero no sólo hay hambre de pan, sino hambre de afecto, de alegría, de paz, y también un hambre más vital y más hondo: el hambre espiritual. Cuántas personas están desnutridas, no sólo de alimento, sino de amor. Y muchas otras, como sucede en nuestras sociedades ricas, están mal alimentadas. El mal alimento provoca sobrepeso y enfermedades; así también ocurre en el plano espiritual. Las enfermedades sociales y tantos problemas como nos afectan, como la violencia, son fruto de esta mala nutrición espiritual.

Los niños, como bien sabemos, necesitan alimento, cuidados y protección para sobrevivir. Pero, para poder crecer sanos y armónicos, necesitan a diario bocados de amor y de besos. Se nutren del cariño que reciben de sus padres. También necesitan estar nutridos del pan de Dios. No basta con traerlos a catequesis para hacer la primera comunión. Después de esa primera vez, el niño necesita alimentarse cada semana, acudiendo a la eucaristía, para que crezca en él la fuerza espiritual que necesita. Y a menudo esto se olvida, cuando ese pan nos da la vida. Muchas personas acaban abandonando la fe porque dejan de comer ese pan y se debilitan.

Un regalo de Dios

La eucaristía no es un invento, viene de Dios: “hacedlo en memoria mía”, nos dice Jesús. Si él nos lo pide es porque se trata de algo muy importante y beneficioso para nosotros. Hemos de pasar de la obligación de la misa a la invitación. Él nos llama a hacer cielo aquí y ahora, y el pan que nos da es el alimento del cielo que nos hace gustar su reino en la tierra.

Incorporemos a nuestra vida la misa como algo fundamental. Ojalá aumente nuestra devoción al Cristo eucarístico, siempre presente. Tomar a Cristo es tomar a Dios.

Si descubriéramos el valor de la misa, dice santa Teresita, habría tanta afluencia de gente que los poderes públicos tendrían que regular la asistencia a los templos.

Después de recibir a Cristo y acogerlo, cada cristiano se convierte en una custodia viviente. Llevamos a Jesús dentro, dejemos que su amor se nos grabe hondamente en el corazón.

2007-06-03

La Trinidad: un Dios comunicación y relación

La fiesta de hoy nos revela las entrañas del mismo Dios. Un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

El Padre Creador

La primera persona de Dios es el Creador. Nos regala la vida, el universo, se recrea en la belleza de todo lo creado y vuelca todo su amor en su criatura predilecta, hecha a su imagen y semejanza: el ser humano.

Dios Padre, esta figura de la paternidad de Dios, nos es revelado por Jesús. Su relación con Él es de hijo a padre, una relación de comunicación, de amistad, de confianza. Evoca donación, generosidad y amor. En definitiva, Jesús nos descubre a un Dios cercano qua ama a su criatura.

El Hijo, Palabra encarnada

Dios Hijo es el Verbo encarnado, Jesucristo. En Jesús el amor de Dios Padre se personifica, se hace humano y se manifiesta en medio de nosotros. Cristo ama como Dios ama. Del Hijo hemos de aprender su vida, su opción por los pobres, su delicadeza con los enfermos, su capacidad de entrega, de dar hasta la vida por amor.

El aliento sagrado de Dios

El Espíritu Santo es el aliento, la fuerza, el beso de Dios. Es el amor de Dios que se desparrama entre los hombres. Así como a Dios Padre podemos adivinarlo reflejado en la Creación, y a Cristo lo vemos a nuestro lado, como hermano, el Espíritu Santo lo tenemos dentro. Es un regalo que Dios nos da. Somos templo de su Espíritu.

El Espíritu Santo nos da la conciencia de unidad. Él es quien nos infunde la fuerza para salir fuera de nosotros mismos y construir comunidad, Iglesia, pueblo de Dios. Es el Espíritu de amor, de unidad, de amistad.

Cultivar nuestra dimensión trinitaria

El cristiano está llamado a ser trinitario en toda su vida, a cultivar la devoción a la Trinidad, que es la esencia más sublime de Dios.

¿Cómo ser trinitarios?

Aprendamos a ser creadores, como Dios Padre. Podemos crear belleza a nuestro alrededor, podemos levantar pequeños universos de buenas relaciones. Aprendamos a ser constructores de bien. Los cristianos hemos de ser muy creativos. La persona que tiene a Dios dentro es bella porque ama, crea, se entrega, está llena de su Espíritu e inspirada por él.

Seamos también como Cristo. Imitemos su vida. Nuestra mejor enseñanza son las bienaventuranzas, maneras directas de encarnar el amor de Dios en el mundo. Recorramos nuestras Galileas y anunciemos la buena noticia de Dios. Seamos buenos predicadores, curemos a los enfermos, aliviemos el dolor de los que sufren… hasta dar nuestra vida por aquello que creemos. Imitar a Cristo significa abrirse a la voluntad de Dios y configurar en ella nuestra vida.

¿Cómo imitar al Espíritu Santo? Siendo dulzura y bálsamo, y a la vez soplo potente, fuerza, empuje. Estamos llamados a ser fuego en medio del mundo, propagadores de la Verdad. Somos inspirados por el Espíritu Santo cuando trabajamos por la unión y por la paz.

Dios es familia

Dios no es un ser solitario ni aislado. La soledad es el primer mal, como señala el Génesis, cuando dice “No es bueno que el hombre esté solo”. Dios tampoco permanece en la soledad, sino que es una familia de tres personas estrechamente unidas: es relación y comunicación.
Para el cristiano de hoy, el espacio de comunicación es la Iglesia.

2007-05-27

Pentecostés, el nacimiento de la Iglesia

Llamados a ser nuevos Cristos

Hoy celebramos que la Iglesia nació en Pentecostés. Pero también celebramos que el Espíritu Santo sigue vivo dentro de la Iglesia a lo largo de la historia.

Por tanto, litúrgicamente hablando, también nosotros, como cristianos y discípulos de Jesús, recibimos al mismo Espíritu Santo que recibieron los apóstoles.

Hemos leído relatos preciosos que reseñan el momento cumbre de los orígenes de la Iglesia. Pero, antes de recibir el don del Espíritu Santo, Jesús prepara a los suyos: les da la paz, dos veces seguidas. La paz ayudará a que el Espíritu pueda abrirse paso hasta sus corazones inquietos.

La Iglesia de hoy no se entendería sin los momentos cruciales que vivieron esos hombres y mujeres que no sólo se abrieron a la Palabra de Dios, sino a su Espíritu. La recepción de sus dones implica una segunda adhesión y una segunda vocación. La primera fue seguir a Jesús, pero ahora él sube al Padre. Esta segunda vocación es una llamada a ser Iglesia, pueblo de Dios, y está ligada intrínsecamente a la misión. La primera llamada fue a estar con Cristo; la segunda es a transformarse en nuevos Cristos en medio del mundo. No sólo llevarán un mensaje sino que se convertirán en aquello que predican. Su vida y sus actos serán los mejores instrumentos de evangelización.

Eucaristía y misión

Recibir al Espíritu conlleva una gran responsabilidad. Podemos pensar que basta con cumplir el precepto y celebrar la eucaristía con fervor. En cambio, la expansión de nuestra experiencia, la misión, nos cuesta mucho más. Sentimos la necesidad, quizás por educación o cultura religiosa, de acudir a misa cada domingo. Pero estamos llamados, no sólo a alimentarnos de Cristo, sino a dar lo que hemos recibido. La eucaristía no alcanza su pleno sentido si no trabajamos por expandir nuestra fe.

Afuera luchamos; dentro nos alimentamos. Eucaristía y misión van estrechamente unidas.

Estamos llamados a dar fruto. No puede haber Iglesia sin vocación, y no hay vocación si no nos sentimos llamados y enviados. La llamada nos hace sentirnos parte de una familia, de un grupo con una misión. No se entiende ser cristiano sin la dimensión comunitaria. La Iglesia no es sólo la imagen de la jerarquía y las instituciones: es el pueblo de Dios, todo él recibe el Espíritu Santo y todo él está llamado a evangelizar. La Iglesia pervive porque en cada bautizado late la semilla de Dios y en cada uno de nosotros puede estallar un Pentecostés. Cada cual alberga una llama viva que puede crecer y expandirse.

Por tanto, vocación, formación, liturgia y apostolado también van íntimamente unidos.

El testimonio en la vida diaria

Hoy nos preocupamos porque la gente viene poco a misa. Quizás no hemos entendido bien que eucaristía y misión van de la mano. Cumplimos nuestro precepto, pero no entusiasmamos con nuestra vida. La fe queda alejada de nuestra vida cotidiana. Y, cuanto menos hablamos de aquello que somos y creemos, más se debilita nuestra identidad. Los que venimos a celebrar la misa juntos hemos de sentirnos llenos del Espíritu Santo o, de lo contrario, la celebración se convertirá en un rito vacío y rutinario. El día que el Espíritu Santo arda con fuerza en nosotros, la gente acudirá a las iglesias, porque Él mismo iluminará a otros y los atraerá. Esto sucederá cuando respiremos el aliento de Dios y desprendamos su calor con cada gesto y acción de nuestra vida.

2007-05-20

La ascensión de Jesús, inicio de una misión

Comienza la misión de los apóstoles

Con la subida de Jesús a los cielos culmina su misión. Pero comienza la de sus apóstoles. De la primera noticia de su partida en el discurso del adiós hasta su partida definitiva sus discípulos han ido recorriendo un proceso de total adhesión, ya no sólo al Jesús histórico, sino al Jesús resucitado

Pero la continuación de la misión de Cristo no sería posible sin haber recibido antes la fuerza de lo alto. Estaba escrito, dice el evangelio, que un día Jesús moriría pero al tercer día resucitaría y se predicaría la conversión a todo el mundo.

La misión de los discípulos tiene una doble vertiente: por un lado, el anuncio del resucitado. Cristo sigue viviendo en ellos. Por otro, la conversión total de los receptores del anuncio, que conllevará un cambio radical de vida.

La experiencia mística, el detonante

Esta misión también es posible gracias a que ellos fueron testigos de la experiencia del resucitado. La vivencia mística, novedosa, les infundió el coraje necesario. Ellos conocieron al Jesús histórico, comieron con él, lo acompañaron en su singladura, lo enterraron. Y también conocieron, acompañaron y comieron con el Cristo resucitado y glorioso. Esto les dio tal vigor que sólo desde aquí se entiende la fuerza arrolladora de los inicios de la misión apostólica. Jesús se convierte en un referente permanente, llegando, muchos de ellos, a dar la vida por él.

Ese impacto fue tan profundo que gracias al entusiasmo de esos apóstoles la fe en el Resucitado ha llegado hasta nosotros.

Avivar nuestra fe vacilante

¿Qué hacemos nosotros, los nuevos apóstoles del siglo XXI? Hemos heredado de los primeros apóstoles la gran experiencia de Jesús vivo. Sin embargo, después de dos mil años, parece que el creyente de hoy ha perdido su alegría y su empuje. ¿Qué nos sucede a los cristianos de hoy? Hemos recibido una cultura religiosa, la hemos valorado en su momento, hemos creído en ella, pero quizás no hemos dejado que arraigue totalmente en nosotros. Esa primera exigencia que espoleaba a los primeros apóstoles los transformó. Quizás nosotros no estamos del todo convertidos y por eso se va apagando la fe. Sólo recuperando el entusiasmo y el gozo de sentirnos amados por Dios podremos renovar las raíces de nuestra fe.

A pesar de todo, el Espíritu Santo sigue actuando y seguimos recibiéndolo en cada eucaristía en la que participamos. Es el mismo Espíritu que recibieron los apóstoles. Posiblemente desde instancias políticas e ideológicas se intenta barrer los valores cristianos. El culto al progreso, a la ciencia y a la tecnología nos puede despistar. Pero no podemos perder el norte ni los valores. Cada uno de nosotros está llamado a ser medio de comunicación de la gran noticia de un Dios que nos ama, se ha encarnado y viene a nosotros. Nada ni nadie podrá ahogar la fuerza del Espíritu Santo. Sólo nos falta intrepidez y osadía. Vale la pena hacerlo por Cristo.

2007-05-13

Quien me ama, escucha mis palabras

No se puede amar sin escuchar

“Quien me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a hacer morada en él”.

Escuchar las palabras de Jesús es escuchar a Dios. Amarle es una consecuencia y a la vez demuestra la coherencia entre la palabra y la vida. Quien ama escucha, está atento, receptivo. Los cristianos hemos de estar abiertos a lo que Jesús nos puede decir. No podemos separar el amor de la escucha. Quien ama a Dios, es receptor de su palabra.

La palabra de Dios es de vida, nos transforma y nos ayuda a crecer. Sólo cuando uno ama y escucha, su corazón está preparado para la acogida, y Dios puede venir a hacer morada en él.

La misión de Jesús: llevarnos al Padre

No olvidemos que estas palabras de Jesús son pronunciadas poco antes de su muerte. Tienen una especial trascendencia; está a punto de reunirse con el Padre y anuncia a sus discípulos que en un futuro próximo volverá para habitar en ellos para siempre.

Jesús recuerda con frecuencia a sus discípulos que sus palabras no son suyas, sino del Padre. Él es un reflejo de la palabra de Dios, la referencia al Padre es continua. Su misión es acercarnos al Padre. Como hermano mayor, nos lleva de la mano hasta la plenitud de su amor. Su intención es hacernos partícipes de esta unidad y comunión con Dios Padre.

La misión de la Iglesia es también ésta: conducirnos al Padre. No podemos llegar a Dios sin pasar por la Iglesia y sin tomar a Jesús –en el pan y el vino– pero tampoco podemos quedarnos en el cristocentrismo. Nuestra meta final es Dios Padre.

La paz que emana de Dios

“Mi paz os dejo… no os la doy como la da el mundo”, dice Jesús. La suya es una paz que viene de Dios, una paz divina, trascendida. En nuestro mundo, muchos somos los que buscamos la paz, pero no siempre la hallamos, porque quizás nos falte la raíz misma de la paz: el mismo Jesús.

Jesús nos transmite su paz: una paz llena de amor, de misericordia, de Dios. No hablamos de una paz social, ni de un pacto político o de una reivindicación. No hay paz sin justicia, y no hay justicia sin amor. Por tanto, sin amor no hay paz posible. El amor nos lleva a la paz y aún más allá: a la fiesta, al gozo. Esa paz emana de Dios.

Os enviaré un Defensor

Finalmente, Jesús promete a los suyos que jamás los dejará solos: les enviará un Defensor, el Espíritu Santo, el mejor compañero. El les recordará sus palabras y los mantendrá unidos. Los apóstoles, años más tarde, irían expandiendo el mensaje de Cristo e incluso dando su vida por la fe. El Espíritu Santo, el Defensor, les dio la fuerza y las palabras para defender su fe.

“Os he dicho esto ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo”, dice Jesús. Hoy, los cristianos seguimos recibiendo su palabra. Necesitamos escucharla para nutrirnos y seguir creyendo y dando testimonio vivo de nuestra fe.

2007-05-06

Amaos como yo os amo

El mandamiento del amor

Jesús se encuentra en las últimas horas antes de su muerte. Durante la cena pascual, en un momento de intimidad con los suyos, Jesús manifiesta su profunda y estrecha relación con el Padre. Padre e Hijo serán glorificados. Será el gesto supremo de donación del Hijo lo que le llevará a su glorificación. Con la glorificación, la unión de Jesús y el Padre alcanza la máxima plenitud.

En un tono emotivo y cálido, y con un fuerte sentido de paternidad hacia sus discípulos, Jesús les manifiesta que el tiempo de estar con ellos se acaba. Durante tres largos años conviviendo, acompañándole en sus viajes de misión, ellos han visto en Jesús el rostro amoroso de Dios. Han sido testigos de la bondad de su maestro, de sus milagros, de sus curaciones. Han palpado su identidad. Es en este contexto de la despedida que Jesús les hace herederos del núcleo de su mensaje: amaos como yo os he amado. Es en este gesto de amor que los demás han de ver que somos sus discípulos, que seguimos su estilo. Será la señal de autenticidad, de que realmente formamos parte de él.

Y será en el "como yo os he amado" donde se halla la clave para saber cómo ama Dios. El amor de Jesús no tiene límites, es incondicional, da la vida por los suyos. Es un amor generoso, dulce, libre y sin prejuicios. Un amor lleno de misericordia, que implica aceptación del otro y de sus límites, un amor que nunca falla.

Tal como yo os he amado

Podemos descubrir ese modo de amar de Jesús a lo largo de su ministerio público, especialmente en momentos álgidos, como en aquella ocasión, cuando dice: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os persiguen; bendecid a los que os calumnien, rezad por ellos.

Podemos descubrirlo en el sollozo ante la muerte de su amigo Lázaro; en la parábola del buen pastor y la oveja perdida. El buen pastor da la vida por sus ovejas.

También podemos verlo cuando dice: El que quiera ser primero, sea el servidor de todos. Estas palabras se ven ilustradas en la última cena, con el gesto del lavatorio de los pies.

El amor de Jesús es un amor consagrado, vocacional. En el mundo, es normal que la gente se quiera, pero Jesús no dice simplemente "amaos", sino, "amaos como yo lo hago".

Ese amor, absolutamente generoso, exige compromiso. San Pablo lo expresa maravillosamente en su carta a los Corintios: el amor es servicial, no se enorgullece, no se enoja; perdona sin límites, aguanta sin límites, todo lo espera, nunca se cansa. Quizás hoy día se rompen tantas relaciones y mueren tantos amores porque no están basados en un compromiso serio y mantenido.

El amor de Dios, ese amor que ejerce Jesús, nunca se cansa, siempre espera. Es capaz de darlo todo por el que ama, hasta la vida.

2007-05-01

San José obrero y la ética del trabajo

El trabajo, más allá de una actividad de subsistencia
A lo largo de la historia, el movimiento obrero ha logrado mejoras muy substanciales en la calidad de vida de los trabajadores. Aún hoy se sigue luchando por mejorar estas condiciones y queda camino por recorrer para que en muchas partes del mundo todas las personas puedan trabajar con dignidad y un salario adecuado.

Además de alentar esta lucha por un trabajo en condiciones dignas, la fiesta de San José Obrero nos ofrece la ocasión de reflexionar sobre otro tema del que se habla mucho menos: la ética del trabajo.

Tradicionalmente, trabajo y subsistencia han ido unidos. Pero hay que ir más allá de esta simple concepción del trabajo por mera necesidad. Quedarnos en el aspecto puramente comercial del trabajo –a cambio de una remuneración- resulta una visión muy pobre. El trabajo también ha de ser entendido como una realización personal, un estímulo para el crecimiento y una proyección de la persona en su contribución a mejorar la economía y el bien común.

El obrero, protagonista de su trabajo

Hoy se habla poco del trabajo bien hecho, del trabajo hecho con amor. Se tiende más a satanizar al empresario, como fruto de una lectura marxista del mundo laboral y del capital y, en cambio, se habla poco de la calidad del trabajo realizado. El desempleo es una lacra social, ciertamente. Pero en nuestro país, actualmente, la gran amenaza para el estado del bienestar, como señalan con preocupación los economistas y expertos, no es el desempleo, sino la baja productividad laboral. Es decir, quizás se trabaja durante muchas horas, pero ese trabajo es de muy baja calidad y el rendimiento en ocasiones es mínimo. La responsabilidad de este hecho no se puede achacar exclusivamente al gobierno y a los empresarios.

Es importante que el trabajo sea libre, en buenas condiciones, con salarios dignos, pero también es importante que sea realizado con amor. Está en manos del empleado dignificar su trabajo y evitar reducir su papel al de un robot; el obrero tiene la posibilidad de convertirse en protagonista de su trabajo, en artífice de una obra realizada con calidad, con esmero, con pasión. El trabajo así emprendido humaniza y llena.

Hacia una visión más generosa del trabajo

Se resaltan mucho las obligaciones del empresario, y muy poco las responsabilidades del trabajador, y de ese mínimo exigible para que la producción sea de calidad.

La economía crecerá y conservaremos la sociedad del bienestar en la medida en que cada cual se sienta protagonista de su trabajo y vuelque en él sus mejores capacidades. El empresario pone sus recursos, su sacrificio y su generosidad. El trabajador pone sus manos, su creatividad, su tiempo.

Desde una perspectiva cristiana, cabe preguntarse cómo debió trabajar san José, y cómo debió trabajar Jesús a su lado. ¿Dónde está la excelencia de san José? Sin duda, en su vocación por un trabajo encaminado a mejorar la vida de los demás. Trabajar en algo que contribuya al bienestar y a la felicidad de las personas es gratificante y llena de sentido una vida. Como señalan algunos santos, en el trabajo está la santificación de la persona.

Perspectiva teológica del trabajo

Trabajar es acariciar la Creación. Estamos construyendo algo nuevo. Cuando ponemos amor, dulzura y creatividad a nuestras tareas estamos culminando la Creación. Como dicen algunos teólogos, estamos ajardinando el mundo.

Llegará un momento en que, superada la ideologización del trabajo, podremos hablar de madurez laboral. En ese momento el trabajo dejará de ser una actividad de subsistencia para convertirse en co-creación al lado de Cristo. Y es entonces cuando el trabajo, hecho con amor, culminará todas nuestras expectativas y metas. Todo cuanto se hace con amor es hermoso y da su fruto.