Jeremías 20, 10-13
Salmo 68
Romanos 5, 12-15
Mateo 10, 26-33
El tema de fondo de las
tres lecturas de hoy es la verdad. La presencia de Dios envuelve y penetra todo
el universo y la vida del hombre. Esta verdad nos sostiene. Pero su misterio y
su hondura no siempre son aceptados. Jeremías es vituperado por decir una
verdad incómoda, sus enemigos quieren atraparlo y deshacerse de él. Jesús avisa
a sus discípulos y por tres veces les dice: «No tengáis miedo», porque muchos
querrán hacerles daño. Hay una inclinación torcida en la humanidad que es la de
negar a Dios, querer cortar con nuestra raíz existencial, romper con el
Creador. Romper con el padre y negarlo es, en el fondo, el origen del pecado,
el mal y la destrucción en el mundo. El hombre endiosado ya no conoce otra ley
que su propio antojo, su interés, su egoísmo. Muchas personas son víctimas de
este mal, incluso los inocentes. Pablo, cuando dice que por el pecado de Adán
todos quedamos sometidos a la muerte, está diciendo que las consecuencias del
pecado abarcan a justos e injustos. Todos sufrimos el mal causado por otros,
por más inicuo que nos parezca. Sabemos que es así.
¿Quién puede corregir o
paliar esta fuente de injusticia y dolor? Sólo Dios. Y lo hace, no ejerciendo
una justicia vengadora al estilo humano, sino al estilo divino, que es totalmente
desmesurado. Dios se entrega a sí mismo en Jesús. Si por el fallo de Adán todos
sufrimos, ahora, por la entrega amorosa de Jesús, todos resucitaremos y
podremos vivir en plenitud. Todos. Y esta reparación es infinitamente mayor que
la culpa. Como dice Pablo: «no hay proporción entre el delito y el don». El
hombre peca dando una bofetada a Dios. Dios responde derramando todo su amor
sobre el mundo. No hay fuerza ni poder humano que pueda frenar esta marea, no
hay violencia que pueda matar tanta vida. Ante Dios, fuente de vida, no hay
muerte posible. Por eso Jesús anima a sus discípulos y nos anima a nosotros,
hoy. No tengáis miedo a los que sólo pueden matar el cuerpo. No tengáis miedo a
la violencia, a las prohibiciones, los insultos o el rechazo. Seguid anunciando
el evangelio. Dios siempre vela por sus fieles colaboradores. A lo que hay que
temer es a perder la fe, la amistad con Dios, el apoyo de su amor. Porque sin
él morimos. Nuestra alma se seca y
hasta el cuerpo acaba pereciendo. El alma enferma acaba destruyendo también la
salud física. Pero el alma vigorosa, sostenida en Dios, resucita y puede vencer
a la misma muerte.
Descarga aquí la homilía.
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