Ezequiel, 17, 22-24
Salmo 91
2 Corintios 5, 6-10
Marcos 4, 26-34
Las lecturas de este domingo nos
traen imágenes preciosas de la naturaleza. En la primera lectura, una rama de
cedro trasplantada, que se convierte en árbol frondoso en la cima de un monte. En
el salmo, una palmera, un frutal que da sombra y fruto abundante. En el
evangelio, una semilla enterrada que, sin que nadie sepa cómo, germina y crece.
En medio de estas imágenes, San Pablo nos habla de otra vida en Dios, más allá
de nuestro cuerpo mortal.
Los seres humanos somos como
semillas plantadas. Nuestra vida no nos viene de nosotros mismos: nos es dada,
y tampoco está en nuestras manos controlar el ritmo de crecimiento. No sabemos
cómo, ni por qué, pero nuestro cuerpo se desarrolla y funciona, realizando mil
y una tareas sin que intervenga nuestra voluntad. Respiramos, digerimos,
nuestras células se multiplican, se regeneran y otras mueren. Nuestro corazón late
sin cesar, nuestro cerebro procesa miles de señales y lanza miles de órdenes
que no pasan por nuestra conciencia. ¡Qué asombrosa es la vida! La nuestra, y
la de cualquier ser vivo. El clima, el entorno y lo que nos nutre afectan a
nuestro crecimiento y a nuestra salud, pero hay una fuerza vital que nos
sostiene, que siempre está ahí. El aliento de Dios sopla en nosotros. Nuestra
tarea es ser buena tierra y procurar que el entorno sea lo más favorable
posible.
Si esto es así en la vida
natural, biológica, ¿cómo será la vida espiritual? Jesús dice que el reino de
Dios es como esa semilla que el sembrador planta. Él prepara la tierra, siembra
y cuida el campo. Pero el crecimiento interior de la semilla no es cosa suya,
sino de Dios. Con el alma sucede lo mismo. Nosotros podemos cuidarla,
alimentarla, entrenarla con virtud y dirigirla hacia buenos fines. También
podemos maltratarla y ensuciarla, o ignorarla y dejarla morir de hambre. Pero
siempre está ahí, con un potencial inmenso, esperando que la habitemos y que
dejemos habitar en ella al autor de la vida, nuestro creador.
San Pablo no sólo habla de la
vida espiritual, sino de la vida eterna, resucitada, esa vida que no vemos,
pero en la que creemos. Somos como labradores que hemos sembrado el trigo. Cuando
aún no han brotado los tallos, ya imaginamos el campo lleno de espigas, y
confiamos que de esa tierra saldrá buen pan. Así es la fe: creemos lo que no
vemos, pero confiamos que será. Podemos alegrarnos de la cosecha mientras la
semilla todavía está enterrada, porque en ella hay una vida latente. Así,
podemos alegrarnos por nuestra resurrección porque contemplamos nuestra vida
actual, que es la semilla plantada en la tierra.
En la parábola del grano de
mostaza, de Jesús, y en la primera lectura de Ezequiel, sobre la rama del
cedro, aún hay otro mensaje.
El reino de Dios, como la vida,
no llega con gran estruendo ni propaganda. No viene a bombo y platillo, sino
que brota con humildad, casi a escondidas. El reino de Dios nace como una
semilla minúscula que pasa desapercibida. Pero cuando eclosiona y crece, se
convierte en un árbol frondoso que acoge a las aves y da buena sombra, y mucho fruto.
Esta es una imagen preciosa de lo
que debe ser la Iglesia: humilde y silenciosa en sus orígenes, pero llena de
una vida inmensa, que le viene de Dios, y capaz de convertirse en madre y hogar
para millones de personas.
Y es también una imagen de lo que
puede ser nuestra vida cristiana: una vida sencilla y sin pretensiones, llena
de Dios, nos convertirá en cedros del Líbano bien plantados a cuya vera muchos
querrán acogerse. No tenemos que esforzarnos por ser importantes, por ser
muchos, por ser notorios y célebres. No tenemos que hacer nada: sólo dejar que
la semilla de Dios crezca en nosotros. Cuidarla, con amor, y dejarla crecer.
¡El fruto nos sorprenderá!
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