Génesis 3, 9-15
Salmo 129
2 Corintios 4, 13 - 5, 1
Marcos 3, 20-25
Las lecturas de este domingo
tocan temas aparentemente muy diferentes: la caída de Adán y Eva en el paraíso,
un salmo de redención, las disputas de Jesús con los fariseos y la
incomprensión de su familia, que no entiende su vocación sorprendente y su carisma
sanador… En medio de todas estas lecturas encontramos un párrafo de la segunda
carta de san Pablo a los corintios, que nos habla con palabras muy profundas y
sugerentes. Su mensaje, podríamos decir que liga el de todas las otras
lecturas.
Pablo nos habla de un espíritu de
fe. Fe es confianza, fiarse de Dios. Adán y Eva no se fiaron de Dios en el
Edén, y en cambio cayeron engañados por la astuta serpiente. ¿Qué les ocurrió?
Su pérdida de confianza en el Creador acarreó consecuencias que no podían
imaginar. De igual manera, cuando las personas dejamos de confiar en Dios, el
que nos crea y nos ama por encima de todo, perdemos terreno bajo los pies, y
nuestra vida se tambalea. Corremos el peligro de olvidar el sentido de nuestra
existencia y quedamos a merced de las tempestades. Otra consecuencia de perder
la fe puede ser adoptar una actitud vital desconfiada y recelosa. Esto nos
lleva a ver siempre el lado malo o negativo de las personas y las cosas, e
incluso a ver lo que no hay. Así les ocurrió a los fariseos, que veían la obra
del demonio en las curaciones de Jesús. Hay que ser prudentes, por supuesto, y
no caer en la ingenuidad. Pero también es necesario liberarse de prejuicios. La
desconfianza por sistema genera miedo, y el miedo nos aleja de los demás, nos
encierra en nuestros esquemas mentales y nos hace ver la realidad
distorsionada.
«Creí, por eso hablé», dice
Pablo. La fe no es un fruto de nuestro esfuerzo, sino un regalo de Dios cuando
nos abrimos a recibirla. Y esa fe nos abre a comprender las realidades
invisibles, esas que no se ven, pero que son las más importantes. Confiar en
Dios nos abre a su sabiduría, a sus misterios. Nunca lo llegaremos a entender
todo ni a poder explicarlo todo, pero tendremos una intuición que dará sentido
y alegría a nuestra vida. ¿Qué nos revela Dios, con Jesús? San Pablo lo dice
bien claro: Jesús ha venido a regalarnos la resurrección. Una vida que empieza
de forma limitada y frágil, en la tierra, pero que se abre a otra existencia
plena y eterna, en el cielo: «quien resucitó al Señor Jesús también nos
resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él».
Cuando uno recibe una gran
noticia, no puede menos que comunicarla. Esto hicieron Pablo y todos los
apóstoles. ¡Fueron imparables! Y encendieron la llama de la fe en muchos.
El mensaje está cargado de
esperanza. Todos sufrimos, y todos tenemos problemas en esta vida. Pero a la
luz de la otra vida que nos espera, ¿qué son? Pequeñeces, obstáculos efímeros,
nubes pasajeras. Pablo nos recuerda que «no nos fijamos en lo que se ve, sino
en lo que no se ve; lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno».
Por eso los cristianos tenemos
tantos motivos para vivir alegres, esperanzados, activos y con ganas de hacer
el bien. Tenemos en nosotros la semilla de una morada eterna. Hay algo en
nosotros, el alma, que es chispa del amor divino y no tiene fin. Santa Teresa
habla de la morada interior, ese palacio bellísimo como de claro cristal, que
alberga al Dios infinito y cuya belleza apenas acertamos a conocer. ¡Si
supiéramos lo que tenemos dentro! No podríamos expresarlo en palabras más
bellas: «tenemos un sólido edificio que viene de Dios, una morada que no ha
sido construida por manos humanas, es eterna y está en los cielos».
Alegrémonos y vivamos con intensidad
la eucaristía de hoy. Recibamos a Jesús, Dios mismo, en nuestro interior. Una
parte de nosotros ya está tocando el cielo.
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