2018-06-07

Lo que no se ve es eterno

10º Domingo Tiempo Ordinario - B

Génesis 3, 9-15
Salmo 129
2 Corintios 4, 13 - 5, 1
Marcos 3, 20-25

Las lecturas de este domingo tocan temas aparentemente muy diferentes: la caída de Adán y Eva en el paraíso, un salmo de redención, las disputas de Jesús con los fariseos y la incomprensión de su familia, que no entiende su vocación sorprendente y su carisma sanador… En medio de todas estas lecturas encontramos un párrafo de la segunda carta de san Pablo a los corintios, que nos habla con palabras muy profundas y sugerentes. Su mensaje, podríamos decir que liga el de todas las otras lecturas.

Pablo nos habla de un espíritu de fe. Fe es confianza, fiarse de Dios. Adán y Eva no se fiaron de Dios en el Edén, y en cambio cayeron engañados por la astuta serpiente. ¿Qué les ocurrió? Su pérdida de confianza en el Creador acarreó consecuencias que no podían imaginar. De igual manera, cuando las personas dejamos de confiar en Dios, el que nos crea y nos ama por encima de todo, perdemos terreno bajo los pies, y nuestra vida se tambalea. Corremos el peligro de olvidar el sentido de nuestra existencia y quedamos a merced de las tempestades. Otra consecuencia de perder la fe puede ser adoptar una actitud vital desconfiada y recelosa. Esto nos lleva a ver siempre el lado malo o negativo de las personas y las cosas, e incluso a ver lo que no hay. Así les ocurrió a los fariseos, que veían la obra del demonio en las curaciones de Jesús. Hay que ser prudentes, por supuesto, y no caer en la ingenuidad. Pero también es necesario liberarse de prejuicios. La desconfianza por sistema genera miedo, y el miedo nos aleja de los demás, nos encierra en nuestros esquemas mentales y nos hace ver la realidad distorsionada. 

«Creí, por eso hablé», dice Pablo. La fe no es un fruto de nuestro esfuerzo, sino un regalo de Dios cuando nos abrimos a recibirla. Y esa fe nos abre a comprender las realidades invisibles, esas que no se ven, pero que son las más importantes. Confiar en Dios nos abre a su sabiduría, a sus misterios. Nunca lo llegaremos a entender todo ni a poder explicarlo todo, pero tendremos una intuición que dará sentido y alegría a nuestra vida. ¿Qué nos revela Dios, con Jesús? San Pablo lo dice bien claro: Jesús ha venido a regalarnos la resurrección. Una vida que empieza de forma limitada y frágil, en la tierra, pero que se abre a otra existencia plena y eterna, en el cielo: «quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él».

Cuando uno recibe una gran noticia, no puede menos que comunicarla. Esto hicieron Pablo y todos los apóstoles. ¡Fueron imparables! Y encendieron la llama de la fe en muchos.

El mensaje está cargado de esperanza. Todos sufrimos, y todos tenemos problemas en esta vida. Pero a la luz de la otra vida que nos espera, ¿qué son? Pequeñeces, obstáculos efímeros, nubes pasajeras. Pablo nos recuerda que «no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno».

Por eso los cristianos tenemos tantos motivos para vivir alegres, esperanzados, activos y con ganas de hacer el bien. Tenemos en nosotros la semilla de una morada eterna. Hay algo en nosotros, el alma, que es chispa del amor divino y no tiene fin. Santa Teresa habla de la morada interior, ese palacio bellísimo como de claro cristal, que alberga al Dios infinito y cuya belleza apenas acertamos a conocer. ¡Si supiéramos lo que tenemos dentro! No podríamos expresarlo en palabras más bellas: «tenemos un sólido edificio que viene de Dios, una morada que no ha sido construida por manos humanas, es eterna y está en los cielos».

Alegrémonos y vivamos con intensidad la eucaristía de hoy. Recibamos a Jesús, Dios mismo, en nuestro interior. Una parte de nosotros ya está tocando el cielo.

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