Job 38, 1. 8-11
Salmo 106
2 Corintios 5, 14-17
Marcos 4, 35-40
Las lecturas de hoy, con la
poderosa imagen del agua, nos transmiten una idea de renovación, de nacimiento
de algo nuevo.
En el libro de Job, leemos un
fragmento del discurso de Dios. Aparece aquí la imagen del Dios terrible e
inabarcable, tan inmenso que jamás podremos comprenderlo del todo ni encajarlo
en nuestros esquemas. Ni siquiera la teología ni la religión pueden encerrar a
Dios. Si la creación es inmensa y poderosa, ¿cuánto más lo será su creador?
El salmo y el evangelio nos
vuelven a mostrar la naturaleza en toda su potencia, cuando se desatan los
elementos y ruge la tempestad. En el mar de Galilea, Jesús increpa a las olas y
calma la tormenta. ¿Quién es este?, se preguntan los discípulos, asombrados.
¡Hasta el mar y los vientos le obedecen!
En el lenguaje bíblico, el mar y
la tempestad son muchas veces una metáfora de las tribulaciones humanas. Las
olas son imagen de los problemas y angustias que nos ahogan, que nos hacen
vivir “con el agua al cuello”, perdidos y sin ver solución. El miedo de los
discípulos a zozobrar, en la barca zarandeada por las olas, es el pánico que
todos hemos sufrido alguna vez, cuando parece que los desastres llueven sobre
nosotros. ¿Qué será de nosotros? ¿Vamos a hundirnos y a perecer?
Jesús, con su gesto, nos recuerda
a ese Dios poderoso de Job. Por un lado, es más poderoso que la naturaleza,
pues puede dominarla. Este gesto es el que demuestra a los discípulos que Jesús
es algo más que un hombre. ¿Quién si no Dios puede alterar el curso natural de
las cosas? Pero, además, Jesús también nos enseña que él puede más que todas
nuestras dificultades humanas. Jesús es más grande que nuestros problemas. ¡No
tengáis miedo! Estoy con vosotros, aunque parezca dormir. Tened fe. Confiad y
no dejéis que el miedo os venza. En otro pasaje Jesús dirá: En este mundo tendréis muchas luchas y
batallas. Pero no temáis, porque yo he vencido al mundo.
San Pablo, que recoge la
tradición bíblica y la experiencia renovadora de sentirse amado por Jesús,
escribe a los corintios: Lo antiguo ha
pasado, lo nuevo ha comenzado. En la antigüedad, Dios podía ser visto como
un Dios temible al que adorar y obedecer. Pero, con Cristo, todo ha cambiado.
El Dios temible de las alturas baja a la tierra y se hace humano y cálido.
Convive con nosotros, ríe y goza, sufre y pasa hambre, llora con nosotros. Y
finalmente muere por todos. Nos acompaña en todos nuestros pasos por la vida,
incluso los más dolorosos. Pasa por todos ellos. Y resucita. Del mismo modo que
él murió por todos, solidarizándose con los hombres en la muerte, ahora los
hombres podemos compartir también su destino, que es la resurrección y la vida
eterna.
Esta es la novedad, que supera
toda promesa y expectativa antigua. Que Dios no nos exige, sino que nos lo da
todo, hasta su vida.
Cuando el apóstol dice que no valoramos a nadie según la carne, ni
tampoco a Cristo, ¿a qué se refiere? Valorar según la carne es juzgar con los
criterios antiguos, viejos y caducos. Es valorar las cosas según baremos
humanos —tener, hacer, triunfar… Pablo nos invita a ver a las personas con ojos
nuevos, a ver en ellas el alma, la
semilla de Dios que poseen. Y nos invita a ver a Jesús también con ojos limpios
y nuevos. No como a un hombre bueno y justo, que murió, sino como el Hijo de
Dios encarnado. No como a un simple profeta, sino como la misma palabra de
Dios. No como a un mártir fracasado, sino como al que triunfa sobre la muerte
porque es el autor de la vida.
El que es de Cristo es una criatura nueva. Seguir a Jesús
resucitado nos hace vivir de otro modo, rompe nuestros esquemas y nos da luz y
esperanza incluso en medio de la peor tormenta. Nuestra vida, desde ahora, ya
está empezando a resucitar. No podemos vivir ansiosos y abrumados como antes. Ya
tenemos un pie en el cielo. Lo antiguo ha
pasado, lo nuevo ha comenzado.
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