Lecturas:
Hechos 13, 14-52
Salmo 99
Apocalipsis 7, 9-17
Juan 10, 27-30
Homilía
Hoy podríamos relacionar las tres lecturas siguiendo un
mismo hilo conductor: la alegría y la fortaleza del que se siente unido a Dios.
El amor que recibe es tan grande que puede superar todos los obstáculos y
problemas.
En la primera lectura, de los Hechos de los apóstoles, escuchamos
las peripecias de Pablo y Bernabé por las ciudades de Asia Menor. En un
principio, empiezan predicando el evangelio en las sinagogas, en los círculos
judíos, sus compatriotas. Pero cuando estos empiezan a rechazarlos, Pablo da un
giro y empieza a anunciar el evangelio a los gentiles. ¿Os cerráis a la gracia?
¿No queréis recibir la buena nueva? ¡Pues la comunicaremos a otros! Y Pablo
recoge una frase del profeta Isaías donde se atisba la misión universal de la Iglesia:
los receptores del mensaje ya no serán solamente el “pueblo elegido”. Toda la
humanidad será elegida y destinataria de la noticia. Y los gentiles, que los
acogen, «se llenan de alegría y alaban a Dios».
¡Cuántas veces nos esforzamos por llevar la palabra de Dios
a nuestros feligreses, familiares, personas queridas y cercanas, y la rechazan!
No tengamos miedo, como Pablo y Bernabé. No nos importe el rechazo. Si unas
puertas se cierran, otros caminos se abrirán. Abrámonos al ancho mundo, incluso
a los ambientes aparentemente alejados de la fe. A veces, quienes parecen más
lejos tienen el corazón mucho más abierto y están muy cerca del reino. Sólo necesitan
alguien que se lo muestre.
La segunda lectura, del Apocalipsis, nos da la visión de
miles de personas vestidas de blanco, con palmas en las manos: «los que vienen
de la gran tribulación… lavados con la sangre del cordero». Están ante el trono
de Dios y jamás se apartan de él. Nada les hará daño, el Cordero los saciará con
su agua viva y Dios enjugará todas sus lágrimas. ¿Qué significa esta visión?
¿Quiénes son estos hombres y mujeres vestidos de blanco? San Juan nos ofrece un
retrato de los mártires, tanto los que han muerto por la fe como los que han dedicado
su vida a comunicar el evangelio. Misioneros, sacerdotes, laicos, personas
fieles imitadoras de Jesús, padres y madres, catequistas, cristianos valientes
que han sabido testimoniar su fe en medio del peligro y la persecución… Si
pensamos que esta es una imagen de otros tiempos, estamos equivocados. Las
noticias nos llegan con frecuencia, aunque los grandes medios no siempre las
difundan. Doscientos millones de cristianos corren peligro, hoy, por creer en
Jesucristo. La cifra supera en mucho la de los primeros mártires en el Imperio
Romano. ¿Somos conscientes de la heroicidad de estos hermanos nuestros? ¿Nos
solidarizamos con ellos? ¿Rezamos por ellos? La visión de san Juan, sin
embargo, es de esperanza. ¿Qué mueve a estas personas a seguir fieles aun
arriesgando su vida? La alegría de saberse amados, unidos a Dios. El agua viva
de Cristo les da una fuerza tan grande que disuelve todo miedo y vacilación. Es
un misterio grande, pero cierto: en medio de las tribulaciones, se puede ser feliz
y disfrutar de una dicha inmensa. Sólo quienes lo viven lo comprenden.
El evangelio, breve, resume el núcleo de estas dos lecturas.
Jesús recoge de nuevo la parábola del buen pastor y nos da tres frases. En la
primera, expresa nuestra unión con él. Unidos a Cristo, él nos da la vida
eterna: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las
conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para
siempre, y nadie las arrebatará de mi mano.»
La segunda expresa nuestra
unión con el Padre del cielo: «Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y
nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre». Somos suyos, y nadie nos podrá apartar
de su amor. La tercera expresa su unión con el Padre: «Yo y el Padre somos uno.»
Por tanto, si estamos unidos a Cristo, estamos unidos a Dios. Jesús nos incluye
en esta unidad tan fuerte que es el mismo Dios, uno solo en tres personas. Nosotros
bebemos su vida eterna, abrazados por esta unidad inquebrantable del Padre y
del Hijo.
Vivimos arropados por Dios.
¡No tengamos miedo! El niño que se sabe y se siente amado es feliz, ríe,
explora, se expande y crece. Los creyentes que nos sabemos y nos sentimos
amados ¡nada menos que por Dios!, deberíamos tener alas en los pies… y en el
alma. ¿Nos damos cuenta?
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