Lecturas:
Hechos 1, 1-11
Salmo 46
Efesios 1, 17-23
Lucas 24, 46-53
Homilía
En este domingo celebramos que Jesús, después de resucitar y
pasar un tiempo acompañando y enseñando a sus discípulos, sube al cielo
definitivamente. La imaginería popular y el arte nos muestran este momento como
una escena gloriosa, entre nubes y rayos de luz, tal como los salmos relataban
el ascenso de Dios a los cielos. En cambio, el evangelio la describe con una
impresionante sencillez. Sin detalles, ni adornos, nada espectacular. Simplemente
dice que Jesús se separó de ellos y subió al cielo. Dejó de estar, físicamente
presente, entre ellos. ¿Qué había ocurrido?
Los discípulos comprendieron que Jesús iba a donde siempre
les había dicho: con el Padre. Estaba lejos y a la vez muy cerca de ellos, en
una dimensión que entonces no podían alcanzar, pero al mismo tiempo, muy
próxima. Por eso su reacción no fue de tristeza ni de duelo, como si hubiera
muerto, sino de alegría. Jesús se iba pero no se iba. Y fueron al templo a dar
gracias a Dios.
Se necesita una luz interior muy grande para poder
comprender, sólo un poco, el misterio. En realidad, nunca podremos abarcar el
misterio de Dios con nuestra pequeña mente humana, pero si nos abrimos de
corazón podremos hacer algo mejor que entender: abrazarlo. Y vivir envueltos en
él.
Pablo lo explica muy bien en su carta a los Efesios. Las
cosas del mundo físico las podemos entender con nuestra lógica. Pero ¿cómo
entender las cosas sobrenaturales? En lo tocante a Dios, nuestra razón humana
es limitada y no puede explicar muchas cosas. Por eso es necesario abrirse a
una inteligencia mayor: «espíritu de sabiduría y revelación» para «iluminar los
ojos del corazón». En el mundo judío, el corazón no era lo que hoy decimos
sentimientos. El corazón era la sede de la sabiduría, del pensamiento y la
voluntad. El corazón, para un judío, engloba lo que hoy llamamos mente,
emociones y espíritu.
Pero ¿qué es lo que debemos comprender con esta inteligencia
que nos viene del Espíritu Santo? Pablo usa tres palabras: esperanza, gloria y
poder. Dios nos está brindando una promesa: la muerte no será nuestro fin. Nos
está preparando una «riqueza de gloria», es decir, una vida luminosa, rebosante
de dicha. Y nos está ofreciendo una «grandeza de poder», que es compartir la
vida resucitada de su Hijo, Jesús. ¿Quién no sueña con ser feliz, con vivir
para siempre, con una vida intensa y plena? Todo esto nos lo prepara Dios, por
eso tenemos motivos para vivir, ya aquí, felices y esperanzados, llenos de paz
y sin miedo. Dios cumple sus promesas y Jesús resucitado es la prueba.
Pero podríamos pensar que esa gloria y ese poder, esa
resurrección, sólo son para Cristo… y quizás para algunos muy santos. No: todos
estamos llamados a ser santos. Y la gloria es para todos los que están unidos a
Jesús, su cuerpo, como dice Pablo. La Iglesia es el cuerpo de Jesús. Si Jesús
resucita… ¡toda la Iglesia resucita!
Una parte de esa Iglesia triunfante ya está en el cielo. La
otra, los que estamos aquí en la tierra, no podemos quedarnos embobados soñando
en el cielo y mirando a lo alto. Como a los apóstoles, vendrá alguien que nos
dirá: ¿Qué hacéis ahí plantados? Dejaos de mirar arriba y poneos manos a la
obra. ¡El mundo espera una buena noticia! Y está en vuestras manos esparcirla.
Jesús se fue, pero volverá. En realidad, siempre está con nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario