Lecturas:
Hechos 14, 21-27
Salmo 144
Apocalipsis 21, 1-5
Juan 13, 31-35
Homilía
Las tres lecturas de hoy son profundamente alegres. Nos
hablan de ese reino de Dios, que Jesús había predicado como una pequeña semilla
enterrada, brotando y creciendo. Las promesas se hacen realidad.
En la primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles, se
nos relatan los fecundos viajes de Pablo y Bernabé por Asia Menor. De ciudad en
ciudad, van fundando comunidades y fortaleciéndolas con su oración y su apoyo. Y
en todas ellas surgen consagrados, presbíteros y diáconos, al servicio de la
comunidad. La semilla se ha convertido en un joven árbol y empieza a echar
ramas, hojas y frutos.
En la segunda lectura, del Apocalipsis, san Juan nos ofrece
una visión de esa semilla convertida en un árbol frondoso y resplandeciente. Un
árbol que sobrepasa los límites de la muerte y se arraiga en el más allá. La
visión de la Jerusalén celestial, como una novia ataviada para su esposo, es la
visión de la humanidad cuando se encuentre definitivamente con Dios. La unión
con el Creador será una fiesta de inimaginable grandiosidad y belleza.
¿Cómo hacer crecer esta semilla del reino de Dios? Jesús la
plantó con todo su amor y volcó en ella su vida entera. En la última cena dio a
sus amigos el mandato, o quizás podríamos decir la fórmula, la receta, o el secreto
para que esa semilla crezca. Es un secreto a voces, pero no hay verdad más
grande, más cierta y más segura. Si queremos que las cosas buenas crezcan, es
lo único necesario. Y si queremos reconstruir lo que está roto, enfermo o medio
muerto, es el único remedio.
Amaos unos a otros como yo os he amado. El amor será agua, será luz y será tierra fértil para hacer
crecer la semilla. El amor nos llevará a convertirnos en esa humanidad nueva de
la que habla el Apocalipsis. El amor, al modo de Jesús, es decir, como entrega
total, hará posible ese cielo nuevo y esta tierra nueva. El amor, que todo lo
creó, es lo único que puede renovarlo todo.
Necesitamos creer en la fuerza regeneradora del amor. Y
necesitamos vivirlo en el día a día. Hablar del amor y predicarlo no basta. Hay
que agacharse, lavarse los pies, mancharse de tierra y de sangre, curando
heridas, aliviando el cansancio y el dolor de otros. Hay que aprender a renunciar
a uno mismo para poder amar con corazón libre. ¿Es imposible? No lo es, Jesús
nos dio ejemplo, y él, aun siendo Dios, también era humano como nosotros.
No podemos llamarnos cristianos, ni discípulos, ni amigos de
Jesús, si no seguimos esta enseñanza. Aunque no seamos perfectos y nos cueste, hemos
de trabajar cada día por acercarnos a este amor que nos pide, ni más ni menos,
que amar como Dios. Un amor que se traduce en servicio y en cuidado por el
otro. Un amor que se cultiva cada día, paso a paso, hora a hora, con mil
pequeños gestos. El amor, en realidad, no es más que hacer lo que tenemos que
hacer, lo ordinario, lo de siempre, pero con la máxima excelencia, cuidado y
cariño. Poniendo intención y atención a todo. Pensando en el bien de los demás.
Quien vive y trabaja así, lo hace todo nuevo y renueva el mundo a su alrededor.
Como decía el poeta Joan Maragall, quien ama su trabajo y pone en él toda su
devoción está contribuyendo a salvar el mundo, aunque no lo sepa.
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