30º Domingo Ordinario - C
Lecturas:
Eclesiástico 35, 12-18
Salmo 33
2 Timoteo 4, 6-18
Lucas 18, 9-14
Homilía
En
la tradición de las iglesias ortodoxas hay una oración muy querida, llamada la
oración de Jesús, que los devotos repiten cientos, hasta miles de veces, en
toda situación. Les aporta paz y claridad interior, y no son pocos los santos
que la recomendaron. Son justamente las palabras que hoy escuchamos en el
evangelio, las que repite una y otra vez el publicano pecador, en la sinagoga:
«Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador».
Un
psicólogo moderno diría que esta frase es una especie de autoflagelación, apta
para destruir nuestra autoestima o para convertirnos en peleles, manipulables y
sometidos a una dictadura espiritual. Un moralista avanzado diría que no hay
pecado, sino error, y que la frase hoy resulta anticuada y fuera de lugar.
Pero
está en el evangelio, y Jesús nos dice que, después de esta oración, aquel
hombre salió justificado, es decir, salvado. En cambio, el fariseo, que rezaba
satisfecho de sí mismo, con la autoestima bien alta, diríamos hoy, contento de
ser tan justo y ejemplar, ese no salió justificado. A los ojos de Dios, su
plegaria no tuvo ningún valor. Tampoco sus supuestas buenas obras.
¿Qué
nos está queriendo decir Jesús? ¿Acaso no vale para nada esforzarnos en cumplir
los mandamientos, los preceptos, las leyes de buena ciudadanía? ¿De qué sirve
ser buenas personas, si Dios prefiere a ese pecador, codicioso, corrupto, lleno
de defectos y contradicciones? Para muchas personas esta lectura puede despertar
la indignación. Si nos sentimos incómodos, quizás deberíamos preguntarnos si no
somos un poco como ese fariseo tan creído de sí mismo.
Jesús
nos está previniendo contra uno de los peores pecados: el orgullo de la fe. Es
ese sentimiento que nos hace sentirnos superiores a otros, más buenos, más
justos, más santos. Los cristianos corremos un alto riesgo de caer en él. Ante
el mundo somos honrados, nuestra conducta es intachable, nos esforzamos por ser
perfectos… Pero nuestro corazón se ha llenado de una negra mancha que somos
incapaces de ver: la soberbia. Si todo lo hacemos bien, si nos salva nuestra fe
y nuestras obras, ¿qué lugar hay para Dios? Estamos muy cerca de los humanistas
agnósticos o ateos de hoy: si el hombre ya es perfecto, capaz de conseguir todo
lo que se propone, con un potencial infinito a desarrollar, ¿de qué le sirve
Dios? Ya no lo necesita. Algunos
señalan, incluso con ironía, que necesitamos menos oración y más acción, menos
amor y más justicia, menos religión y más ciencia.
No
podemos caer en los extremos. Ni la fe sola, ni las obras solas, nos salvan. No
es bueno caer en un activismo: todo depende de nosotros, lo podemos todo. Cuando
actuamos así, quizás inconscientemente, ya no actuamos por amor, sino por
construir una buena imagen de nosotros mismos. Pero tampoco podemos caer en un fideísmo:
como Dios me salvará, no necesito hacer nada. Y dejamos de esforzarnos.
Hay
un equilibrio justo y virtuoso, que está en la humildad. La humildad me hace
ser realista y conocerme a mí mismo como soy: veo que soy pecador, que fallo,
que tengo debilidades, pero también veo que tengo fuerza y talentos: soy
responsable de mis actos, puedo levantarme y cambiar de vida. No me hincho
viendo sólo lo bueno en mí, ni me hundo viendo sólo lo malo. Pongo de mi parte
todo mi esfuerzo, como san Pablo, que se vuelca en la gran maratón de su vida. Pero
descanso en manos de Dios, porque él es mi fuerza. Es hermosa la frase que
utiliza el apóstol: «estoy a punto de ser derramado en libación». Es decir, ha
derramado su vida, sin reservarse nada, entregándose del todo. Cuando nos entregamos así, totalmente, no
importan nuestros fallos y defectos: Dios nos recibirá al otro lado, y nos
entregará una corona.
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