Lecturas:
2 Reyes 5, 14-17
Salmo 97
2 Timoteo 2, 8-13
Lucas 17, 11-19
Homilía
La palabra de Dios es poderosa. Es creadora. Es sanadora. Y
es regeneradora. En las lecturas de esta semana vemos cómo el poder de esta
palabra puede sanar incluso a los considerados enfermos incurables, los
leprosos. Para un leproso, ser curado no era sólo verse libre de una terrible
enfermedad, sino verse «limpio», purificado y apto para volver a integrarse en
la sociedad. Curarse de la lepra era salir de la marginación y regresar a la
comunidad.
Muchas personas invocan a Jesucristo pidiendo la sanación. Pero
no todas tienen la misma actitud. Es comprensible la desesperación y el dolor de
los gritan pidiendo ayuda al cielo, cuando la ayuda humana parece incapaz de
resolver la situación. Dios muestra su misericordia de muchas maneras, a menudo
a través de sus enviados, los profetas. En Jesús, Dios mismo actuó, aliviando
el sufrimiento y curando a muchos enfermos. Pero la actitud de las personas
sanadas no siempre fue la misma. Vemos cómo la sanación de cuerpo no siempre
comporta una sanación del alma, o lo que llamamos salvación.
Naamán el sirio, un pagano, es curado por el profeta Eliseo.
Su reacción es inmediata. Desde ese momento, adorará al Señor de Israel y a ningún
otro. Más allá del agradecimiento, en Naamán se ha dado una conversión.
En cambio, cuando Jesús cura a diez leprosos, sólo uno vuelve
a dar las gracias. ¿Qué ha sucedido con los otros nueve? ¿No fueron todos
curados? Sí, lo fueron. Y nosotros aún podríamos añadir: ¿acaso Jesús no era
más que el profeta Eliseo? Pues bien, esos nueve hombres sanados no lo supieron
ver. Y tampoco supieron agradecer algo tan grande. Hay personas que sólo rezan
para pedir el milagro. Cuando obtienen lo que querían, se olvidan de Dios. Hay
personas que sólo piden favores al cielo. Pero su corazón no cambia, ni su vida
experimenta una conversión. Siguen igual que antes. Esto nos lleva a la última
frase de Jesús en el evangelio de hoy: «Tu fe te ha salvado».
No nos salva el milagro, ni la curación. Nos salva la
actitud interior de apertura a Dios. Porque fe es confianza en una persona. Quien
no confía no puede amar. Nos salva dejar que Dios actúe en nosotros, de la
manera que quiera. A veces será con una sanación, otras veces será con un don o
una gracia especial. Pero hay algo por lo que siempre deberíamos estar
agradecidos, y es la vida misma. El hecho de levantarnos cada mañana debería
bastarnos para saltar de gozo y gratitud ante Dios. Y esta actitud agradecida,
confiada, es la que nos salva y regenera nuestra vida.
Quisiera detenerme en la lectura de san Pablo, que escribe
desde la cárcel, sin perder su brío y su ánimo. «La palabra de Dios no está
encadenada», dice. Entre barrotes, Pablo conserva la libertad para seguir
proclamando esta palabra salvadora. Su adhesión a Cristo es tal, que por él
está dispuesto a sufrirlo todo, sin que le importe nada. Estar con él le basta:
«si morimos, viviremos con él; si perseveramos, reinaremos con él». Nosotros
podemos fallar y traicionarle, pero él siempre es fiel, porque no puede dejar
de serlo. En la naturaleza de Dios está el amor y la fidelidad: por eso no
puede dejar de amar nunca. Esta es la fortaleza que sostuvo al apóstol y la que
nos sostiene a nosotros, siempre. Unirnos a Cristo nos permitirá superarlo
todo.
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