2º Domingo de Cuaresma B
Evangelio: Marcos 9, 2-10
En los evangelios sinópticos hay dos ocasiones en las que se
deja oír una voz del cielo: la voz del Padre, que se dirige a la tierra. Y en
ambas ocasiones dice casi exactamente lo mismo: Este es mi hijo amado. La
segunda vez añade: ¡Escuchadlo!
Son dos momentos que los teólogos llaman epifánicos, o de
manifestación de la divinidad de Jesús. En esos momentos Jesús se revela no
sólo como el hombre galileo que habla y actúa como un gran profeta, sino como
el auténtico enviado de Dios, su propio hijo.
La primera vez es en el Jordán, después del bautismo. La
segunda vez es en un monte alto. Por cierto, el evangelista nunca dice que sea el
Tabor, en realidad no sabemos de qué montaña se trata y no pocos biblistas
piensan que tal vez era el Hermón, al norte de la región de Cesarea de Filipo, a
donde Jesús se había desplazado con sus discípulos.
Un monte alto: en la Biblia, siempre es un lugar sagrado,
un lugar de encuentro con Dios y un lugar donde Él transmite un mensaje. En el
Sinaí Moisés recibió la Ley; en el Horeb, Elías fue reafirmado en su misión por
Dios; en el pequeño monte Sion, al lado de Jerusalén, David instaló el Arca de
la Alianza y Salomón construyó su templo. Sinaí, Sion… y ahora, un monte alto sin
nombre, donde Jesús sube con tres de sus discípulos, los más destacados del
grupo: Pedro, Santiago y Juan.
La luz blanquísima es signo de la presencia divina,
igual que la nube, que cubre el rostro de Dios y los envuelve. Los tres
discípulos caen asustados y están fuera de sí, no saben cómo reaccionar, la
potencia celestial los abruma. Pero en medio del resplandor divisan dos figuras
que dialogan con Jesús: Moisés y Elías. Son las dos columnas de la fe de Israel:
el transmisor de la Ley y el primero entre los grandes profetas. Ley y
profetismo, palabra de Dios y enseñanza de su voluntad, rodean a Jesús. En
Jesús se aúnan la dimensión profética y líder de Moisés y Elías. Pero Jesús es
más que un amigo de Dios, como Moisés, más que un guía, y más que un profeta
como Elías. Jesús es el Hijo amado. Y no es él, sino el mismo Padre
quien lo dice.
Si había dudas, los discípulos ahora saben quién es Jesús.
Ya no sólo creen: han visto y oído. Han tocado el cielo con sus dedos y han
caído en tierra, incapaces de moverse. Sólo Pedro se atreve a hablar, ¿y qué
dice? Señor, ¡qué bueno estar aquí! Hagamos tres tiendas: una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías.
¿Qué significa esta propuesta insólita de Pedro?
Se han dado muchas interpretaciones de las tres tiendas.
Pero volvamos al trasfondo bíblico del monte santo. La tienda no es una mera tienda
de campaña: es un tabernáculo, un templo, un lugar santo donde la
divinidad pueda habitar y donde pueda ser adorada. Pedro, extasiado, pretende
levantar nada menos que tres santuarios para meter en ellos a Jesús, al pastor
y al profeta.
No sabía lo que decía, comenta el evangelista. No, no lo
sabía. Cuando David quiso construir un templo a Dios, este le respondió, por
voz del profeta Natán: Yo soy el creador de todo el universo y te lo he dado
todo, ¿y tú me vas a construir un templo a mí?
Construir un templo es encerrar, poseer y controlar a la
divinidad, y Dios no se deja atrapar tan fácilmente. Tampoco lo hará Jesús.
Pedro está viendo y oyendo, pero aún no comprende del todo y pesa en él su
religión judía, centrada en torno al culto del Templo. Sus compañeros, Santiago
y Juan, están como él, atónitos y desconcertados.
Pero Jesús les ha querido mostrar un pedacito de su gloria. Y después los avisa: No contéis nada hasta que el hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos. ¿Por qué? Porque en ese momento la gente no entiende nada, todavía. Los seguidores de Jesús aún ven en él a un mesías político, guerrero y triunfante sobre los poderes de este mundo. No imaginan un rey que será condenado a muerte y que se dejará abatir por los poderosos. No imaginan a su Mesías en la cruz. Aún es pronto. Pero el recuerdo ha quedado grabado dentro de ellos. Llegará el día en que comprenderán. Y entonces esa revelación luminosa en el Tabor adquirirá para ellos su pleno significado.
¿Qué nos dice hoy esta lectura? En primer lugar, nos habla del amor del Padre hacia su hijo. Si escuchamos sus palabras, ¿qué nos dice Dios? ¡Que escuchemos a Jesús! Este es el único e inmenso consejo, lo que nos pide Dios a lo largo de todo el evangelio. ¡Escuchad a mi hijo! Seguidlo. Haced lo que él hace. Porque él es mi amado, y vosotros también lo sois, y aún estaréis más cerca de mi corazón si seguís mis pasos.
En segundo lugar, la escena en el monte nos dice que, para llegar a la resurrección, a la gloria, antes hay que ascender una cuesta. Antes hay que pasar por la cruz. Si queremos resurgir en nuestra vida, hemos de aceptar una renuncia, un dejar atrás muchas cosas que quizás nos obstaculizan seguir libremente el camino de Jesús. Muchas cosas que también nos alejan de los demás. Porque en la entrega a los demás también encontramos a Dios.
Finalmente, el monte también es una llamada a buscar, cada día, espacios de encuentro con Dios. Allí, en el silencio, en las alturas, podremos contemplar nuestra vida en perspectiva, poner cada cosa en su lugar y ofrecerlo a nuestro Creador. Jesús nos invita a subir cada día a la montaña, aunque vivamos en medio de la ciudad. Cada capilla, cada iglesia o santuario abierto es un pequeño Tabor donde él nos espera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario