Fiesta de la Sagrada Familia - ciclo B
Lectura del evangelio: Lucas 2, 22-40
En los llamados evangelios de la infancia, Lucas traza un
paralelo entre la historia de Jesús y grandes personajes del Antiguo
Testamento, cuyo nacimiento se vio envuelto de promesas: todos ellos fueron
niños tocados por la mano de Dios y estaban destinados a una gran misión entre
su pueblo.
Este es el caso de Jesús. A los ocho días de nacer, como
todo niño judío, lo llevan a circuncidar. Y su madre, a los cuarenta días del
parto, habiendo cumplido su purificación, va a llevar una ofrenda al Señor. También
deben pagar el rescate del primogénito, pues según la Ley de Moisés, todo hijo
varón, el primer nacido de su madre, está consagrado a Dios.
Este evangelio nos muestra la humanidad de Jesús: un hombre
hijo de su tiempo y de su cultura, el mundo judío del siglo I, bajo el Imperio
romano. Aunque tengamos muy presente su divinidad, los cristianos no deberíamos
olvidar esta faceta humana, histórica y real de Jesús.
Los padres de Jesús lo llevan al Templo: es el lugar sagrado
para todo judío, la morada del Señor. Y es en este lugar donde se encuentran con
dos ancianos que representan el resto fiel de Israel, que sigue esperando las
promesas de Dios a su pueblo. El Templo es el escenario: un lugar santo. Y los
ancianos, Simeón y Ana, encarnan la fidelidad y la devoción. Por eso, como los
pastores, pueden recibir un aviso, en este caso una inspiración del Espíritu
Santo, que los mueve a ir al encuentro de ese niño, que, entre muchos otros,
será presentado a los sacerdotes por sus padres.
Simeón alaba a Dios: es viejo, pero antes de morir Dios le
ha permitido ver la promesa cumplida. Ha visto al Salvador, el enviado definitivo
de Dios, el que iniciará una era de paz y libertad para el pueblo. Pero en la
profecía de Simeón hay luz y sombra. No le oculta a María, la madre, la dura
verdad: Jesús será una «bandera disputada», motivo de división y conflicto, y finalmente
ella sufrirá como si una espada le partiera el alma, porque verá morir a su
hijo en la plenitud de la vida.
Años después, Jesús diría de sí mismo que «no he venido a
traer la paz, sino la espada» (Mt 10, 34-36). Y Juan en su prólogo afirmaría
que la luz «vino a los suyos, y los suyos no la recibieron» (Juan 1, 11). Esta
es la cruda realidad: no todo el mundo aceptará a Jesús. Lo rechazarán y querrán
matarlo. Su mensaje de liberación es tan novedoso, tan radical y bello que
desafiará abiertamente al poder, que quiere mantener a las gentes sometidas y
esclavizadas. El poder religioso, las autoridades de ese mismo Templo donde es
presentado de niño, matará a Jesús. Simeón está vaticinando la sangre
derramada. Jesús predicará en el Templo y por orden de los custodios del Templo
será juzgado y llevado a la muerte.
Pero esa muerte no tendrá la última palabra. Por eso Simeón
y Ana, aún pudiendo prever el futuro dolor y el rechazo, se alegran al ver al
niño.
Unas últimas palabras sobre Ana, la profetisa. Ana es una viuda que lleva toda su vida frecuentando el Templo. Es una mujer hambrienta de Dios, que le dedica su tiempo y su energía. Ana representa a todas aquellas mujeres fieles que han sostenido a la Iglesia durante siglos. En épocas de crisis, de persecución, de caída de la fe, de grandes desviaciones y divisiones, la fidelidad de las mujeres ha sostenido la Iglesia desde abajo, desde la comunidad. Y aún hoy siguen siendo un puntal indispensable. ¿Qué sería de la Iglesia sin las mujeres? Basta observar quiénes asisten hoy a las eucaristías, quiénes se ofrecen voluntarias para colaborar en tareas pastorales, en catequesis, en toda clase de apostolados… ¡La mayoría son mujeres! Y no hay edad ni condición que sea obstáculo. Ana es una viuda anciana. Quizás puede hacer poco, pero al menos está ahí. No le falta la voz y un rostro amable para acoger a los que vienen y para alabar a Dios. Todos, a cualquier edad, podemos hacer algo por Dios, por Jesús, por la Iglesia. Todos podemos ser transmisores de la buena noticia, como Ana. Pensémoslo.
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