2023-12-29

Mis ojos han visto la salvación

Fiesta de la Sagrada Familia - ciclo B

Lectura del evangelio: Lucas 2, 22-40

En los llamados evangelios de la infancia, Lucas traza un paralelo entre la historia de Jesús y grandes personajes del Antiguo Testamento, cuyo nacimiento se vio envuelto de promesas: todos ellos fueron niños tocados por la mano de Dios y estaban destinados a una gran misión entre su pueblo.

Este es el caso de Jesús. A los ocho días de nacer, como todo niño judío, lo llevan a circuncidar. Y su madre, a los cuarenta días del parto, habiendo cumplido su purificación, va a llevar una ofrenda al Señor. También deben pagar el rescate del primogénito, pues según la Ley de Moisés, todo hijo varón, el primer nacido de su madre, está consagrado a Dios.

Este evangelio nos muestra la humanidad de Jesús: un hombre hijo de su tiempo y de su cultura, el mundo judío del siglo I, bajo el Imperio romano. Aunque tengamos muy presente su divinidad, los cristianos no deberíamos olvidar esta faceta humana, histórica y real de Jesús.

Los padres de Jesús lo llevan al Templo: es el lugar sagrado para todo judío, la morada del Señor. Y es en este lugar donde se encuentran con dos ancianos que representan el resto fiel de Israel, que sigue esperando las promesas de Dios a su pueblo. El Templo es el escenario: un lugar santo. Y los ancianos, Simeón y Ana, encarnan la fidelidad y la devoción. Por eso, como los pastores, pueden recibir un aviso, en este caso una inspiración del Espíritu Santo, que los mueve a ir al encuentro de ese niño, que, entre muchos otros, será presentado a los sacerdotes por sus padres.

Simeón alaba a Dios: es viejo, pero antes de morir Dios le ha permitido ver la promesa cumplida. Ha visto al Salvador, el enviado definitivo de Dios, el que iniciará una era de paz y libertad para el pueblo. Pero en la profecía de Simeón hay luz y sombra. No le oculta a María, la madre, la dura verdad: Jesús será una «bandera disputada», motivo de división y conflicto, y finalmente ella sufrirá como si una espada le partiera el alma, porque verá morir a su hijo en la plenitud de la vida.

Años después, Jesús diría de sí mismo que «no he venido a traer la paz, sino la espada» (Mt 10, 34-36). Y Juan en su prólogo afirmaría que la luz «vino a los suyos, y los suyos no la recibieron» (Juan 1, 11). Esta es la cruda realidad: no todo el mundo aceptará a Jesús. Lo rechazarán y querrán matarlo. Su mensaje de liberación es tan novedoso, tan radical y bello que desafiará abiertamente al poder, que quiere mantener a las gentes sometidas y esclavizadas. El poder religioso, las autoridades de ese mismo Templo donde es presentado de niño, matará a Jesús. Simeón está vaticinando la sangre derramada. Jesús predicará en el Templo y por orden de los custodios del Templo será juzgado y llevado a la muerte.

Pero esa muerte no tendrá la última palabra. Por eso Simeón y Ana, aún pudiendo prever el futuro dolor y el rechazo, se alegran al ver al niño.

Unas últimas palabras sobre Ana, la profetisa. Ana es una viuda que lleva toda su vida frecuentando el Templo. Es una mujer hambrienta de Dios, que le dedica su tiempo y su energía. Ana representa a todas aquellas mujeres fieles que han sostenido a la Iglesia durante siglos. En épocas de crisis, de persecución, de caída de la fe, de grandes desviaciones y divisiones, la fidelidad de las mujeres ha sostenido la Iglesia desde abajo, desde la comunidad. Y aún hoy siguen siendo un puntal indispensable. ¿Qué sería de la Iglesia sin las mujeres? Basta observar quiénes asisten hoy a las eucaristías, quiénes se ofrecen voluntarias para colaborar en tareas pastorales, en catequesis, en toda clase de apostolados… ¡La mayoría son mujeres! Y no hay edad ni condición que sea obstáculo. Ana es una viuda anciana. Quizás puede hacer poco, pero al menos está ahí. No le falta la voz y un rostro amable para acoger a los que vienen y para alabar a Dios. Todos, a cualquier edad, podemos hacer algo por Dios, por Jesús, por la Iglesia. Todos podemos ser transmisores de la buena noticia, como Ana. Pensémoslo.

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