2024-10-25

Haz que pueda ver

30º Domingo B

Evangelio: Marcos 10, 46-52

Jesús sale de Jericó: está camino de Jerusalén. Será su última subida a la ciudad santa, antes de morir. Este es su último trayecto. Saliendo de la ciudad de las palmeras, la primera ciudad que conquistó Josué al entrar en la Tierra Prometida, Jesús se encuentra con un ciego que le ruega, insistentemente, que tenga piedad de él.

En el cielo Bartimeo hay más que un enfermo discapacitado. Es el símbolo de una sociedad ciega, que sufre en medio de las tinieblas y ya no puede más: la oscuridad, la falta de visión, la ignorancia, engendran miedo y angustia. Le vida se vuelve aterrorizante para quien no puede ver.

Hoy vivimos en un mundo con grandes recursos y avances tecnológicos, pero con una enorme confusión y oscuridad espiritual. Ante las inquietudes humanas hay tantas alternativas y respuestas que, al final, muchos acaban bloqueados, sin saber hacia donde ir, perdidos y desesperados.

«Ten compasión de mí, hijo de David», grita el cielo. Lo llama por su título mesiánico. Este hombre espera en el Mesías de Israel, un sucesor de David que restaurará el reino perdido. Con la restauración política espera, quizás, una restauración de su salud, de su vista, de su firmeza.

Jesús le pregunta qué puede hacer por él. ¿Por qué pregunta? ¿Acaso no lo sabe? Quiere oírlo de sus propios labios. Quiere que el ciego formule su deseo, su aspiración más profunda. Y Bartimeo responde: «Maestro, que pueda ver».

La respuesta de Jesús la conocemos; la hemos oído en otras ocasiones, en el evangelio. Es como un estribillo de la fe: «Anda, tu fe te ha curado».

Y ante esta respuesta nos quedamos pensativos. ¿Basta tener fe para curarse? Los racionalistas escépticos dirían que la curación es un efecto placebo, una sugestión, una consecuencia de la fuerza de voluntad. ¿Es la fe una cuestión de poder mental?

Ante esto podemos preguntarnos: ¿Es la fe la que me cura? ¿O es más bien la confianza en la persona que nos ayuda? ¡Se puede tener fe en tantas cosas! Hasta la fe en mí mismo podría curarme. Pero el ciego Bartimeo confió en Jesús. Necesitaba oír su voz, sentir su cercanía.

A veces no sanamos porque no nos atrevemos a pedir lo bueno y lo mejor. No lo esperamos. No nos atrevemos a pedir a Jesús que tenga compasión de nosotros. Y sólo cuando estamos desesperados, gritamos como el ciego. Tenemos que tocar fondo para pedir ayuda.

Entonces quizás Jesús nos pregunte: ¿Qué quieres que haga por ti?

Pidamos, como Bartimeo, no que arregle nuestros problemas, o que solucione todas nuestras carencias. No pidamos a Jesús que aparte de nosotros los desafíos o las dificultades. Ni siquiera la enfermedad, porque a veces son experiencias que hemos de pasar para aprender algo importante.

Pidámosle lo mismo que el ciego: Haz que vea, Señor. Danos lucidez, discernimiento, serenidad.

Y, viendo, sabremos lo que hemos de hacer.

2024-10-18

Podemos


29º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 10, 35-45

Podemos. No, no es un eslogan publicitario ni el nombre de un partido político. Es la frase que ha inmortalizado a los hermanos Zebedeos, quizás los dos discípulos más atrevidos y belicosos de Jesús. En la tumba de Santiago apóstol, esta frase consta inscrita en latín: possumus. Es la respuesta que ambos hermanos dan a Jesús cuando este les pregunta si están dispuestos a pasar por el mismo trance que él pasará: la muerte dando testimonio de su fe. ¡Podemos!, exclaman Santiago y Juan, muy seguros de sí. Jesús no lo duda. Pero tiene algo que añadir. ¿Os dará esto más gloria? ¿Os garantizará un lugar a mi derecha y otro a mi izquierda? Esto no me toca a mí concederlo, sólo el Padre lo decidirá. 

A continuación, alecciona a sus discípulos. ¿En qué contexto se da esta conversación? Los dos hermanos han pedido a Jesús dos lugares de honor cuando llegue su reino. Se lo piden con “asertividad”, diríamos hoy: Queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir. ¿Quizás se creen con el derecho a ello? ¿Han sido tan fieles que piensan ser mejores que los demás? Lógicamente, el resto del grupo se indigna contra ellos: ¡de nuevo las luchas por el poder! Todos quieren ser el primero, el favorito de Jesús, a quien imaginan muy próximo a ser rey y a sentarse en el trono de Israel. Qué poco imaginan que su trono será una cruz y su gloria se verá bañada en sangre.

“Quien quiera ser grande, sea vuestro servidor; quien quiera ser el primero, sea esclavo de todos”. Esta frase lapidaria de Jesús, que recogen los tres evangelios sinópticos, se ha interpretado muy mal. No es una defensa de la pequeñez y la mediocridad, no es un ataque a la búsqueda de la excelencia y la mejora personal. Es innato en el ser humano crecer, desarrollarse, ascender. Y en nuestra cultura está impreso el afán por ser el primero, el mejor, el triunfador. Un profesor decía que Occidente vive desgarrado entre estos dos impulsos: el “Sé el primero, sé el mejor”, heredado de la cultura griega, con el “ser último y servidor de todos” del evangelio. ¿Qué hemos de hacer? Desde niños se nos inculcan estos dos ideales: esforzarnos por ser el mejor pero, al mismo tiempo, ser humildes y serviciales.

Creo que se pueden compaginar ambos. La humildad bien entendida es la clave. Humildad no es encogimiento ni mediocridad, sino realismo y tocar de pies a tierra. Ser el mejor tampoco ha de convertirse en motivo de vanagloria para pisar a los demás. Ser el servidor no nos ha de convertir en el felpudo donde todos restriegan los pies. Ni mezquindad ni arrogancia; ni soberbia ni encogimiento. Jesús no dice a sus discípulos que dejen de esforzarse por ser el primero y el más grande. ¿Queréis ser grandes? Sedlo, pero en el servicio y en el amor. ¿Queréis crecer? Vivid volcados a los demás, a su bien, a su crecimiento. De esta manera seréis grandes y adelantaréis en la carrera hacia el reino de Dios.

Santiago y Juan no sabían lo que pedían. Pero lo supieron más tarde. Santiago fue el primero de los Doce apóstoles en beber el cáliz del Señor. Ante la espada que lo ejecutó, debía recordar muy bien aquellas palabras de su Maestro.

2024-10-11

Cumplir o entregarse

 
28º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 10, 17-30

Leamos despacio la escena de hoy. Jesús va hacia Jerusalén y, por el camino, uno se le acerca corriendo. ¡Corre! Tiene ansia por ver a Jesús, por hablar con él, por preguntarle. Y la pregunta no es trivial: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?

Este hombre reconoce a Jesús como maestro, por eso se dirige a él. Y su anhelo no es pequeño: quiere conseguir, nada menos, que la vida eterna. Esto es, la plenitud de la vida, la vida inagotable que no se acaba con la muerte. Este hombre quiere el cielo. Es un hambriento de Dios.

Jesús, como buen maestro, refrena sus ímpetus. Muchas personas expresan su deseo de Dios con vehemencia, pero a la hora de comprometerse y actuar, todo se queda en palabras. Así que Jesús primero le propone lo que cualquier rabino le diría: ¡Cumple la Ley de Dios! Este es el camino que todo buen judío debe seguir, no necesitas otra cosa.

Él replica: Ya lo he cumplido todo desde mi juventud. ¿Qué me falta?

Es entonces cuando Jesús lo mira con amor. Siente afecto porque reconoce en él la sed de algo más que una religión de la ley y el culto. Quiere algo más que ser una buena persona. Quiere algo más que ser un devoto cumplidor. ¿Qué le falta?

Véndelo todo y sígueme, le dice Jesús. Ya eres un hombre piadoso y justo. Ahora, entrégate. Y es aquí cuando el joven se echa atrás. Porque «tenía muchas riquezas».

Su gran problema es el apego. Es relativamente fácil cumplir los preceptos. Pero entregarse pide desprendimiento total, generosidad y no aferrarse a nada, más que a Dios. Seguir a Jesús pide colocar a Dios en el centro y estar dispuesto a la aventura. Sabiendo que la Providencia siempre vela por sus fieles, pero sin tener seguridades de ningún tipo, más que la confianza en Dios.

De ahí que Jesús pronuncie la sentencia de los ricos, la aguja y el camello. ¡Qué difícil es para alguien apegado a sus bienes entrar en el reino!

A nosotros, hoy, esta lectura nos incomoda tanto como al joven rico y a los apóstoles. Necesitamos dinero y bienes para vivir. ¿Es que Jesús se opone a la propiedad privada, a tener recursos, a una vida decente e incluso próspera?

Tener dinero o riqueza no es malo, pero el problema es cuando colocamos los bienes en el centro de nuestra vida. Subimos el dinero a un altar y todo lo que hacemos está condicionado por la economía. Entonces Dios nunca podrá estar en primer lugar.

Jesús no desprecia tener recursos, pero nos pide libertad. Pedro y sus compañeros supieron qué era renunciar. «Nosotros lo hemos dejado todo», dice Pedro. Y Jesús también debió mirarlo con afecto, a él y a los demás. Y afirma: a quien lo deja todo por el reino no le faltarán hogares, pan en la mesa ni recursos. Tampoco compañía, hermanas y hermanos, padres y madres que cuidarán de él. El reino es otra gran familia donde nadie sufre soledad y carencia. Aunque, eso sí, habrá dificultades y persecuciones. Jesús nos dice que cuando ponemos el amor y el servicio a los demás en el centro, creamos una red de apoyo que nos sostendrá y obtendremos recursos que nos permitirán vivir dignamente.   

Pero, sobre todo, nos pide un acto de confianza en él y en el Padre. Jesús nos está pidiendo superar la religión mercantil del “cumplir para ganar el cielo”. Más allá del cumplimiento está la entrega. A quien todo lo da, Dios le devolverá el ciento por el uno.

2024-10-04

Una sola carne

26º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 10, 2-16


El evangelio de hoy incomoda a muchos. Sobre todo porque, hoy, el divorcio es algo tan común que se acepta como normal e incluso se considera que es un derecho positivo. La ruptura de las parejas, que antes era excepcional, hoy parece la norma y cuando Jesús habla de este tema, nos parece demasiado exigente.

Pero leamos despacio el texto, sin prejuicios. El divorcio era tan común hace dos mil años como hoy. En la Ley de Moisés estaba perfectamente legislado. En otras culturas antiguas también. ¿Cuál era el problema, entonces? El problema, que no se refleja en todas las traducciones del texto evangélico, era la causa. ¿Por qué motivo era lícito repudiar a una mujer? Y aquí había divergencias en la interpretación de la ley. Los fariseos, por ejemplo, tenían la manga muy ancha y consideraban que cualquier motivo era suficiente para despedir a la esposa. Bastaba que al marido ya no le gustara, o le molestara su forma de cocinar, de hablar o de vestir. Otros grupos eran más estrictos y opinaban que sólo por causas mayores, como el adulterio o la prostitución, era correcto divorciarse.

A todo esto podríamos preguntarnos: ¿y la mujer? ¿Podía ella divorciarse? Se suele decir que no, que la ley era desigual y favorecía al hombre, pero Jesús dice claramente: “Y si ella repudia a su marido…” Por tanto, sí, la mujer, en algunos casos, podía decidir divorciarse y regresar con su familia. Por ejemplo, en caso de maltrato.

Jesús se posiciona y dice que no: no se puede dar un divorcio por cualquier motivo. Pero va más allá del debate y aporta una enseñanza más profunda. La ley es correcta y necesaria para regular la convivencia. Pero a menudo la ley es un parche para resolver heridas y conflictos. Si un buen judío quiere cumplir la ley de Dios, ¿qué es lo primero? Jesús se dirige a los fariseos: Vosotros, que sois tan escrupulosos y queréis agradar a Dios, ¿pensáis que le alegra veros cómo gestionáis vuestro divorcio, siguiendo escrupulosamente los pasos que dicta la ley?

No. Lo que Dios quiere es el amor. Un divorcio correcto es un mal menor, pero Dios quiere el bien mayor. Y el bien del hombre, su felicidad, su plenitud, está en el amor y la comunión con el otro. Jesús les recuerda el primer libro de la Torá: el Génesis, y el plan de Dios para la humanidad. La imagen humana de Dios son un hombre y una mujer que se unen formando “una sola carne”, es decir, que caminan juntos entregándose mutualmente y compartiendo su proyecto de vida. Del amor surge el gozo y la alegría, de Dios y del ser humano.

“Por la dureza de corazón” Moisés legisló sobre el divorcio. También podríamos decir, hoy, que las leyes evitan que la dureza de corazón cause mayores desastres en las personas, en las familias, en los hijos de padres divorciados. Sí, las leyes son el plan B cuando las cosas fracasan, pero el plan inicial de Dios es el plan “A”, de Amor con mayúscula.

Sin embargo, Dios es misericordioso. Ve nuestras luchas y miserias, nuestros errores y rupturas. Ve que, a veces, es inevitable la separación y el divorcio porque hay uniones que no se fundamentaron bien, la convivencia se hace imposible, hay violencia y es mejor alejarse. Como en un cuerpo, cuando el cáncer ha ido demasiado lejos, hay que amputar. Y, después, hay que reparar heridas y recomenzar de nuevo. Sí, nuestra historia está hecha de rasguños y cicatrices, cosidos y descosidos, y Dios acepta planes B, C, D y muchos más.

Pero no perdamos de vista la enseñanza de Jesús. Porque el amor humano, el amor completo y fiel, el amor para siempre, es posible. No sólo es deseable, sino que es aquello para lo que está hecho nuestro corazón. Si lo queremos, lo haremos realidad. 

2024-09-27

¡Ay del que escandalice!

26º Domingo Ordinario - ciclo B

Evangelio: Marcos 9, 38-48

El evangelio de hoy sigue el diálogo que leímos la semana pasada. Jesús está enseñando a sus discípulos. Estos, no sólo compiten por ser los primeros, sino que se creen un grupo especial, privilegiado, porque están junto al Maestro. Así, Juan el Zebedeo comenta a Jesús que han visto a otro echando demonios en nombre de Jesús y han querido prohibírselo, porque «no viene con nosotros». Jesús lo riñe y acaba con esta frase tajante: «El que no está contra nosotros, está a favor nuestro».

No al elitismo

¡Cuánto tendría que decir Jesús, hoy, de los cristianos actuales! Tanto de los católicos como de los evangélicos y protestantes. Porque, al final, cada grupo cree ser el mejor, el más perfecto, el más fiel, el auténtico… Nadie está exento de este orgullo de casta. Jesús viene a derribar cualquier elitismo de la Iglesia. No por ser seguidores de… o por pertenecer a una comunidad u otra somos mejores ni únicos. Cuando hablamos de «hermanos separados» refiriéndonos a los cristianos de otras confesiones, quizás deberíamos preguntarnos si a Jesús le gustaría oír esta expresión, y reflexionar quién se está separando más de Jesús.

Nadie tiene la exclusiva del reino de Dios. Muchas personas, dentro y fuera de la Iglesia, creyentes devotas y alejadas, están cerca del corazón de Dios porque aman, sirven, son generosas y buscan el bien. Expulsan el mal del mundo con su actuar solidario y honesto. Y si respetan y aprecian el nombre de Jesús, ¡mejor que mejor! Cuantas veces la Iglesia, que debería ser camino hacia Jesús, ha sido más bien una barrera. Cuántas veces los escándalos de la comunidad cristiana han desanimado o provocado el rechazo entre los que podrían acercarse. Cuidado.

Escandalizar: romper la confianza

Jesús continúa: quien os da un vaso de agua porque sois míos, no quedará sin recompensa. Es decir, que si queremos amar y servir a Jesús, debemos aprender a verlo en sus pastores, sacerdotes y en todo cristiano. Amar a Dios es amar a sus hijos.

Pero después Jesús pronuncia una de las frases más duras del evangelio. ¡Ay del que escandalice a uno de estos pequeños que creen! Más le valdría que le ataran una rueda de molino al cuello y lo arrojaran al mar.

¿Qué pensar de estas palabras? ¿A qué se refiere Jesús? En primer lugar, a los creyentes de buena voluntad. Los llama «pequeños» porque, igual que los niños, tienen el corazón abierto y confían. Traicionar la confianza de alguien que cree causa una herida tremenda. Así, cuando algunos miembros de la Iglesia abusan de los otros, aprovechándose de ellos, o dando ejemplo pésimo de corrupción y de hipocresía, están causando un daño muy difícil de reparar. Bien lo sabemos porque últimamente se han desvelado muchos casos de escándalos eclesiásticos, y los medios se han cebado en ellos. Pero, ojo, porque también causan daño los que calumnian injustamente, faltando a la verdad, tanto a los sacerdotes como a personas con responsabilidad. Una acusación en falso puede hundir a la víctima y a toda una comunidad. Escandalizar es romper algo tan precioso como la confianza. Jesús apela a la coherencia, a la sinceridad y a la caridad. Si viniera hoy, seguramente abroncaría a ciertas personas y grupos de la Iglesia, pero también lanzaría palabras contundentes contra los medios y los políticos hipócritas, que se escandalizan ante los pecados de la Iglesia pero ellos fomentan y caen en otros mucho peores.

El arte de la renuncia

Si esto nos parece poco, Jesús prosigue con otras frases difíciles de asimilar. «Si tu mano te hace pecar, córtatela; más te vale entrar manco en la vida…». Aquí es donde vemos que las escrituras deben leerse e interpretarse. Si tomamos en sentido literal lo que dice Jesús, ¡todos acabaríamos mutilados, tuertos y cojos! Y no, el Jesús que cura a los ciegos y hace caminar a los tullidos no nos quiere a pedazos. Nos quiere enteros, sanos y fuertes de cuerpo y de espíritu. Cortar significa renunciar: es una forma de expresar el dominio de sí y el saber decir no. Hay cosas en nuestra vida que son como cánceres que nos corroen, y Jesús nos alerta. Hay que decir no a todo lo que nos hace tropezar, caer, dañar, faltar a la caridad y descuidar lo más importante en nuestras vidas. Cortar con aquellas cosas que nos «enganchan» y nos hacen adictos, quitándonos energía y lucidez. Cortar con todo lo que nos enferma, nos adormece y nos altera, impidiéndonos crecer. Esto es lo que nos pide Jesús. ¿Duro? Más duro es no seguir sus palabras y quedar esclavizados por el mal. Seguir las enseñanzas de Jesús nos lleva a la libertad y a la vida plena.

2024-09-20

Los primeros y los últimos

25º Domingo Ordinario - B

Evangelio: Marcos 9, 30-37


El evangelio de hoy recoge una de las frases más célebres y discutidas de Jesús: «El que quiera ser primero, sea el último de todos y el servidor de todos». Pero es bueno leerla en su contexto y situarnos en el momento en que fue pronunciada.

Después de la excursión por Cesarea de Filipo, después de la subida al monte alto, donde se transfiguró, Jesús regresa a Galilea con los Doce. Y les va instruyendo, ¿sobre qué? Desde Cesarea, Jesús ha empezado a vaticinar su futura pasión y muerte. Les está enseñando que él, su maestro, afrontará el destino de muchos profetas y hombres de Dios: la oposición del poder religioso, la persecución por parte de las autoridades y, finalmente, la muerte.

Tres veces recoge el evangelio de Marcos el anuncio de la pasión de Jesús: recalcando que Jesús no dejó de avisar. Pero las tres veces topa con la incomprensión total de sus discípulos. La primera vez, Pedro lo recrimina e intenta disuadirlo. La segunda vez, no se atreven a decir nada porque no entienden. La tercera vez, ya tienen miedo. Pero siguen sin asumir la idea porque se ponen a discutir, nada menos, quién de ellos es el más importante. Todavía están soñando con el futuro consejo del rey, cuando Jesús, como Mesías de Israel, se siente en su trono y los llame a presidir sobre las tribus.

Jesús los pilla discutiendo y ellos callan, como niños malos. Saben que no están con su Maestro, que él no aprueba lo que piensan. Jesús los conoce demasiado bien.

Y es entonces cuando pronuncia otra enseñanza, acompañada de un gesto. Llama a un niño, lo abraza y les dice: ¿Queréis ser importantes? Acoged a los niños, a los últimos de la fila, a los que no cuentan para nada. Acogedlos como me acogeríais a mí. Y quien me acoge a mí, acoge a mi Padre, que me envía.

Algunos biblistas que estudian a fondo este texto comentan que la palabra “niño” en griego puede significar también “criado”, o “pequeño sirviente”, un mocito o muchacho que sirve en la casa. Podría traducirse por “criadito” y todavía tiene más sentido, pues Jesús está comparándose a sí mismo con el chico de los recados, al que todos mandan y nadie respeta. Jesús es un “mandado”, un servidor, y quiere que sus discípulos aprendan de una vez que su actitud en el mundo ha de ser esta. Han venido a servir, no a dominar. Han venido a hacerse útiles y a cuidar de los demás, no a exigir que los demás se sometan a su voluntad. ¡Esto sí es una revolución!

Hay quienes interpretan muy mal esta frase de los últimos y los primeros. Piensan: mira, es que a Jesús le gustan los últimos, los peores, los más incapaces, los que no destacan. Así que es mejor ir por la vida encogidos y humillados, porque eso es lo que quiere Dios. Y no pocos consideran que el evangelio, en este punto, es un consuelo para resentidos, frustrados y víctimas que no han sabido superar sus dificultades. Dicen: el evangelio está ensalzando la mediocridad y machacando la excelencia.

Pero Jesús nunca dice que dejen de aspirar a ser primeros. No: Jesús quiere que la persona se esfuerce en su camino de mejora y crecimiento, claro que sí. Lo que cambia Jesús es el concepto de “primero”. El primero ya no será el jefe, sino el criado. El mejor ya no será el que manda, sino el que sirve. La clave está en el servicio. Incluso los líderes han de estar inspirados por el espíritu de servicio y por el bien a los demás. No en vano el papa se llama a sí mismo «siervo de los servidores de Dios». 

Si las personas compiten por el poder, el mundo será un infierno (como vemos a menudo); si las personas compiten por amar y servir, convertirán el mundo en un paraíso. Un lugar donde habrá problemas y fricciones, pero todo se superará porque la caridad será lo primero.

2024-09-14

¡Ve detrás de mí!

24º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 8, 27-35

Un retiro necesario

Jesús ha pasado un tiempo largo predicando el reino de Dios y obrando milagros y curaciones. Las gentes lo siguen en masa y sus discípulos más próximos están convencidos de que es el Mesías y va a instaurar pronto el reino de Dios.

Pero ya hemos visto que la idea de Mesías de Jesús era bastante diferente de la que tenían sus seguidores. Por Mesías ellos entendían un elegido de Dios destinado a ser rey y cabeza del pueblo. Por reino de Dios entendían un estado político, independiente y poderoso, aquel Israel de los tiempos de David y de los Macabeos, que se enfrentaba a sus enemigos y salía victorioso. Por reino de Dios los discípulos de Jesús entendían liberarse de Roma. Y, más concretamente, soñaban con su Maestro sentado en el trono y ellos como ministros y consejeros. Bien se delataron los hermanos Zebedeos cuando le pidieron sentarse a su derecha y a su izquierda.

Jesús se lleva a los Doce a Cesarea de Filipo, territorio pagano, fuera de las influencias judías. Quiere, de alguna manera, “desintoxicarlos” un poco de sus aspiraciones mesiánicas. También, posiblemente, quiera apartarse por un tiempo de Galilea y su tierra, donde las gentes están agitadas y sus adversarios andan buscándole. En esta excursión, por así decir, a Cesarea de Filipo, en las faldas del monte Hermón, junto a las fuentes del Jordán, Jesús quiere dejar claras las cosas a los Doce.

Y les enseña como lo hacían los grandes maestros de la antigüedad: con preguntas. Así los irá llevando, poco a poco, hasta el punto que quiere clarificar.

Diálogo decisivo

Podríamos trasladar el diálogo de Jesús con los suyos a nuestra iglesia, nuestra comunidad, hoy. ¿Qué responderíamos si Jesús nos preguntara “quién dice la gente que es él”? Y seguro que se nos ocurrirían muchas respuestas, como les sucedió a los Doce. Todos hemos oído mil y una versiones de Jesús, algunas bien pintorescas.

Pero ahora imaginemos que Jesús nos pregunta: “Y vosotros, ¿Quién decís que soy yo?” Aquí la cosa cambia. ¿Qué le diremos? ¿Le responderemos como Simón Pedro? ¿Le daremos una respuesta de Catecismo, o de lo que hemos aprendido escuchando y leyendo la Biblia? ¿Le responderemos desde la cabeza, o desde el corazón? Aún más ¿le responderemos “de boquilla”, como se suele decir? ¿Le daremos una bonita respuesta para quedar bien? Si queremos ser sinceros debemos preguntarnos: ¿Qué significa Jesús hoy en mi vida? ¿Qué papel juega en mi día a día? ¿Dónde lo tengo situado, en la escala de mis valores y prioridades? ¿Cómo es mi relación con él? ¿Cómo me dirijo a él cuando rezo?

¡No me tientes!

Esta respuesta nos compromete, porque pide actuar en consecuencia. Pedro estuvo muy inspirado, respondiendo que “Tú eres el Mesías”; pero después demostró que no había entendido en absoluto a su maestro. Cuando Jesús les prohibió divulgarlo, no lo comprendieron. Y cuando Jesús continuó explicándoles su destino, mártir de las autoridades, hasta la muerte, el rechazo fue patente. Pedro, asumiendo su liderazgo en el grupo, se atrevió a reprender a Jesús. Pero ¿qué dices? El destino del Mesías es el reino, el poder y la gloria. ¿Y nos hablas de condena, de rechazo y de muerte?

Jesús tiene muy claro quién es y lo que le aguarda, y no se deja amilanar por Pedro. Le responde con autoridad contundente y lo pone en su lugar: ¡Detrás de mí! Deja de tentarme, como lo hizo el diablo en el desierto, con el poder y la gloria del mundo. Ponte atrás, sígueme, como discípulo, y no quieras ordenarme lo que debo hacer. ¡No entiendes los planes de Dios!

Perder la vida y salvarla

Podemos imaginar que Pedro se quedó helado, tan desconcertado como el resto del grupo. Ahora Jesús les desvela qué clase de Mesías es: el hijo predilecto de Dios será el desprecio de los hombres. No hará la guerra, no subirá al trono, no empleará la fuerza jamás. Si ellos quieren seguirlo, deberán asumir su destino.

También nosotros, creyentes de hoy, debemos hacernos esta reflexión: seguir a Jesús no nos va a comportar el éxito en los términos que el mundo maneja. A todos nos espera un camino arduo y una cruz.  

Jesús añade una paradoja enigmática: “quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la salvará”.  Perder la vida es darla, gastarla, volcarla en el proyecto del reino de Dios. Perder la vida es entregarse al bien, al amor de los demás, al servicio.  Y esta pérdida no es tal, sino una inversión que dará mucho fruto. Seguir a Jesús significa “perder el mundo”, es decir, el poder, la fama, la riqueza, para ganar algo mucho más grande y eterno: la salud del alma y una vida inimaginable, plena y hermosa, bajo el amparo de Dios.

2024-09-06

Ábrete

 22º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 7, 31-37


Los milagros de Jesús nunca son simples curaciones o acciones portentosas. Cada milagro de Jesús es un signo: además de la sanación comporta un mensaje. El de hoy es rotundo: ¡Ábrete!

El sordo no oye, y apenas puede hablar. Está privado de comunicarse, vive aislado en su mundo de silencios o de rugidos interiores. El sordo es esclavo de su discapacidad, que no sólo afecta a su cuerpo, sino a su alma.

Dice el refrán que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Este hombre sordo del evangelio es un símbolo de todas las personas cerradas de mente y de corazón que no quieren escuchar, que son impermeables al mensaje que les viene de afuera. Están apegadas a sus ideas y prejuicios y no hay quien las saque de ahí. ¿Somos los cristianos un poco sordos y mudos? Porque está claro que, si no recibimos mensajes, ¿qué vamos a comunicar?

Ábrete, nos dice Jesús hoy. Ábrete a recibir la buena noticia, ábrete a aprender algo nuevo, ábrete a cambiar, ábrete a otra forma de ver la vida, ábrete al amor de Dios, ábrete a los demás. Si tuviéramos que definir un decálogo o conjunto de mandamientos del evangelio, quizás el primero sería este: Ábrete.  Si no estamos abiertos, ¿cómo va a entrar en nosotros la buena semilla de la Palabra? La persona abierta recibe, da, se comunica, vibra con la vida. Abrirse es vivir; la cerrazón es la muerte.

Hay un segundo detalle importante en esta lectura. Jesús manda al sordo curado y a su gente que no lo digan a nadie. ¿Por qué? ¿No es necesario comunicar la buena noticia? ¿Por qué Jesús, tan preocupado por anunciar el evangelio y afirmar su identidad como enviado de Dios, ahora dice que no lo proclamen? El «secreto mesiánico», como lo llaman los teólogos, nos cuesta de comprender. ¿Por qué callar las buenas noticias?

Hay que entender el texto en su contexto. Jesús siempre habla de abrirse, de comunicar, de expandir el reino de Dios. Pero hay un tema peligroso con el que prefiere ser prudente, y es justamente este. ¿Qué entendían las gentes de su tiempo por «Mesías»? No había una única idea, pero sí una mayoritaria, que compartían los apóstoles. El Mesías, o Ungido de Dios, debía ser el futuro rey de Israel tras encabezar una insurrección que derrocara el poder romano y lo expulsara de la Tierra Santa. La visión política del Mesías era algo que Jesús siempre rechazó de plano, por eso pide discreción a la gente. Porque, viendo sus milagros, muchos podían envalentonarse a su alrededor, como sucedió tras la multiplicación de los panes: Juan 6 relata que la muchedumbre lo quería hacer rey, y Jesús se escabulló para ir a rezar al monte.

Hoy creemos de otra manera. No vemos en Jesús a un jefe político ni a un guerrillero, aunque algunas interpretaciones de su persona quieren verlo así. Vemos al Jesús maestro, hijo de Dios, bondadoso, humanitario y espiritual. Pero, atención, no caigamos en la tentación de fabricarnos a un Jesús a nuestra medida. No faltan grupos que también quieren asociar la figura de Jesús o la fe cristiana a ciertas posiciones políticas o ideológicas. ¿Un Jesús de derechas, un Jesús comunista, un Jesús feminista o un Jesús conservador? ¿Un Jesús místico o un Jesús activista solidario? Ni lo uno ni lo otro. Jesús no se adscribe a ningún partido. Su mensaje es para todos, pero deja muy claro que siempre, y por encima de todo, renuncia al poder.

2024-08-30

Lo puro y lo impuro

22º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23

En su misión evangelizadora Jesús tuvo numerosos choques con algunos grupos de judíos muy religiosos y devotos: los fariseos. Estos tenían un alto concepto de sí mismos, pues se preciaban de cumplir toda la Ley de Dios, a rajatabla, sin omitir ni un precepto. Miraban por encima del hombro a la inmensa mayoría del pueblo, que no los cumplía todos, y criticaron continuamente a Jesús y a sus discípulos porque no solo no cumplían, sino que el Maestro parecía alentar las infracciones.

Hemos de clarificar algunas ideas para comprender este texto y estas discusiones. En primer lugar, la importancia de la Ley para todo buen judío. La Ley no era lo que hoy entendemos como un código legal: era mucho más. La palabra hebrea Torá significa enseñanza, decreto, palabra, incluso sabiduría de Dios. Cumplir la Ley significaba ni más ni menos que hacer la voluntad de Dios. Y ¿cómo agradar a Dios? Obedeciendo sus preceptos. Los principales eran los Diez Mandamientos, todos ellos de naturaleza teológica y moral: son las diez normas básicas que rigen la relación entre Dios y los hombres, y entre los seres humanos en sociedad.

Pero Israel, además, se concebía como pueblo santo, reservado para Dios. Y esto requería que fuera un pueblo puro, sin mancha. Aquí es donde conviene explicar qué significaba pureza para los judíos, pues no era lo mismo que entiende, quizás, un cristiano de hoy. Puro es lo que puede ser apartado y consagrado a Dios. La pureza era un requisito de personas, lugares y objetos para participar en el culto divino. Y esta pureza debía ser moral y ritual. La pureza moral se refiere siempre a la conducta. La pureza ritual tiene que ver con el contacto con sustancias diversas y es un rasgo distintivo de un pueblo o comunidad, un signo de su identidad que lo diferencia de otros.

Jesús en su enseñanza dio enorme importancia a la pureza moral, aumentando incluso la exigencia básica de los mandamientos. En cambio, la impureza ritual no la consideró importante. ¿Acaso te hace más santo tocar o dejar de tocar sangre o cierto tipo de animales o alimentos? Para los fariseos todo era importante, lo moral y lo ritual. Pero llegaron a dar tantísima importancia a la pureza ritual que acabaron convirtiéndola en su rasgo distintivo: a esto se refiere el evangelio cuando habla de lavar manos, vasos, platos y objetos. No era simple higiene: era un ritual purificador. En los fariseos acabó siendo un motivo de orgullo y discriminación de quienes no podían cumplir con todos estos mandamientos rituales.

Jesús distingue entre la ley de Dios y las tradiciones de los hombres. Una cosa es lo que quiere Dios, otra cosa las costumbres culturales. Lo primero es firme y esencial; lo segundo cambia según los tiempos y los lugares. Jesús ataca a quienes se aferran a las tradiciones dándoles la misma importancia que el querer de Dios. En la misma línea que los profetas, critica el culto vacío, la hipocresía y la vanidad del perfecto cumplidor que, por fuera, es intachable, pero por dentro está lleno de malicias y sombras.

La frase de Jesús es tajante: no es lo de afuera lo que hace impuro al hombre. No te hará impuro tocar, comer o pisar esto o aquello. Tampoco te purificará lavarte las manos. La higiene puede limpiar tu cuerpo, pero no tu corazón. Es lo de adentro lo que impurifica al ser humano, y es dentro de nosotros donde se incuban y crecen las semillas del mal. Un daño o un delito fueron intenciones e ideas torcidas antes de convertirse en acción.

Hoy, Jesús nos da un toque moral a los creyentes. ¿Y si nosotros también estamos dando más importancia a los preceptos humanos que a la ley de Dios? ¿Qué quiere Dios de nosotros? ¿Creemos que con cumplir viniendo a misa, recibiendo los sacramentos o siguiendo los preceptos de la Iglesia ya somos puros? Podemos ser perfectos cumplidores y, al mismo tiempo, estar muy alejados de la bondad y la misericordia de Dios. ¿Creemos que la tradición, el modo de hacer de tiempos pasados, era mejor y que los cambios actuales nos llevan a la perdición? Cuidado, porque si viajamos a los tiempos de Jesús, veremos que muchas de nuestras tradiciones son «costumbres humanas» y culturales que la Iglesia ha ido adquiriendo con el paso de los siglos, pero que nunca formaron parte del mundo de Jesús y los apóstoles?

Sepamos discernir lo esencial de lo accidental; lo que viene de Dios de lo cultural; lo moral de lo ritual. ¿Cómo lo sabremos? El termómetro es la caridad: esto que hago, ¿me acerca o me aleja de mis hermanos? Si no me ayuda a amarlos más, también me estará alejando de Dios. La pureza no es una lavandería de almas; lo que nos hace puros es enamorarnos, cada día más, de nuestro Dios, y trasladar este amor al prójimo.

2024-08-23

¿A quién iremos?



21º Domingo Ordinario B

Evangelio: Juan 6, 60-69

Cuando Jesús termina su discurso, presentándose como verdadero pan del cielo que da vida eterna, la multitud, que lo ha seguido entusiasta y que hasta quería hacerlo rey, se dispersa y lo abandona.

El evangelio es claro y duro: muchos de sus discípulos, gente que lo seguía, amigos, personas cercanas al núcleo de los Doce, que deseaban aprender a su lado… se echan atrás.

¿Por qué? Porque «estas palabras son duras, ¿quién puede seguirlas?» Ay, amigos. Cuando Jesús predicaba el reino de Dios, un reino de libertad, de abundancia, de gozo, de vida plena, todos querían escucharle. Cuando sanaba enfermos, expulsaba demonios y multiplicaba panes, todos lo seguían con fervor. Pero cuando habla de dar su vida… cuando habla de tomar su cuerpo, de imitarlo, hasta la misma muerte, ese es otro cantar. La imagen triunfalista de Jesús que se habían fabricado muchos discípulos se convierte en la terrible imagen del hombre que se entrega, del siervo sufriente de Dios que un día será sacrificado por el poder implacable de los hombres que no soportan que nadie los baje de su pedestal, ni siquiera el mismo Dios.

Y es duro, sí. Es duro y muchos se desaniman y se alejan de él. Ya no quieren seguirlo. ¿Qué hace Jesús? No los retiene. No los maldice. No los intenta convencer. No cambia su discurso, no rebaja la exigencia ni “suaviza” o “matiza” sus palabras. Ni un paso atrás. Entonces se dirige a los Doce: ¿También vosotros queréis iros? Esos instantes, entre la pregunta de Jesús y la respuesta de Pedro, debieron ser tremendos y decisivos. Si Jesús los interroga es porque ha visto dudas en ellos; los ve vacilar, y les pide que sean claros y se decidan. O estáis conmigo o no.

Pedro habla por todo el grupo. ¿A quién iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído en ti, y sabemos que eres el santo de Dios. Sí, son palabras duras, pero… ¿quién nos ofrecerá más? ¿Quién nos dará la verdad auténtica, aunque dura de tragar? No, no queremos mentiras edulcoradas ni discursos ambivalentes. No queremos medias tintas. Queremos la vida eterna, y tú la ofreces. Aunque sea dando tu cuerpo, entregando tu vida. Y aunque nos pidas que hagamos lo mismo.

Pedro aún no entiende. Habla y no calibra el alcance de sus palabras porque, durante la pasión, negará a su maestro. Pero quiere creer, está en el camino de su conversión. Los demás también necesitan su tiempo. Pero hacen algo importante: estén seguros o no, duden o no, permanecen junto a su maestro. Y esto es crucial. A veces, en la vida, no vemos las cosas claras, andamos entre nieblas. Pero algo en nuestro interior nos dice: esta es la verdad. Intuimos por dónde Dios nos señala un camino. Sigamos por él. Perseveremos.

Reflexionemos ahora si esta situación no se repite hoy en la Iglesia: decimos creer en Jesús, sabemos que es el Hijo de Dios, su predilecto, y seguimos sus enseñanzas. Al menos, lo intentamos. Escuchamos sus palabras a través de la Sagrada Escritura, la formación que recibimos, los sacerdotes, los catequistas. Si nos ponemos a leer los evangelios, escucharemos la voz de Jesús de primerísima mano. Y habrá momentos dulces, pero llegarán las palabras «duras». ¿Qué haremos, entonces? ¿Seguiremos firmes, aunque no lo veamos claro, aunque tengamos resistencias y reticencias, aunque nos cueste entenderlo? ¿O nos echaremos atrás? Porque, claro, esto no hay quien pueda seguirlo. Es para otros. No para mí.

Hagamos examen de conciencia. El cuarto evangelio es una continua llamada a preguntarnos dónde estamos nosotros con respecto a Jesús. ¿Cómo reaccionamos cuando su mensaje nos parece fuerte o demandante? Quizás descubriremos que, aunque venimos cada domingo a misa, en realidad hace mucho tiempo que nos hemos alejado de él.

¿Estamos a todas con Jesús?

En el mundo hay muchos gurús y falsos mesías que ofrecen muchísimas cosas buenas. Pero nadie, nadie, nos ofrecerá la vida plena y gozosa que nos da Jesús. Él no engaña, y la verdad a veces molesta o incomoda. Su camino, a diferencia de los caminos de otros, no es un sendero llano ni de rosas. Aunque hay tramos muy bellos, otros son cuesta arriba. Pero la cumbre es magnífica. 

2024-08-16

El pan que yo daré


20º Domingo Ordinario B

Evangelio: Juan 6, 51-58

Seguimos leyendo el discurso del pan, en el cuarto evangelio. Jesús insiste en afirmar algo que debía sorprender a los judíos de su tiempo. Entendían bien que Dios fuera generoso y alimentara a su pueblo; comprendían que les enviara pan del cielo, el maná. Incluso podían aceptar que Jesús, como nuevo Moisés, fuera el medio por el que Dios multiplicara el pan para ellos.

Pero, ¿que él mismo, en persona, fuera el pan? ¿Bajado del cielo?

Jesús no se queda en el pan material, ni en la vida mortal, ni en el mero aspecto físico. El reino de Dios que venía a anunciar Jesús no era tampoco un reino político, un cambio de sistema o una revolución de los pobres. No. Si fuera así, hubiera dado la razón a sus discípulos más belicosos, que querían tomar las armas; hubiera mandado fuego del cielo contra los que se le oponían; se hubiera negado a pagar impuestos y se hubiera dejado coronar rey por aquella multitud entusiasta que lo seguía, porque había visto sus signos y se había hartado de pan.

Se han intentado hacer muchas lecturas políticas de Jesús para explicar por qué murió crucificado, una pena reservada a los sediciosos y a los enemigos del Imperio. Pero todas estas interpretaciones caen por tierra ante el discurso del pan. ¿Cómo puede encabezar una revuelta alguien que ofrece «su carne por la vida del mundo»? Un hombre capaz de dar su vida por los demás nunca pondrá en peligro ni sacrificará la vida de nadie por ninguna causa. En todo caso, si alguien debe morir, será él, y afrontará la muerte libre, consciente y voluntariamente.

Este es el tremendo significado de estas palabras: «el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».

Y, claro, no lo entendieron. Ni las gentes ni sus discípulos más cercanos. Jesús hablaba de una realidad que se les antojaba enigmática porque estaban muy lejos de comprender a su Maestro. Los Doce, por mucho que alardearan de fidelidad, aún no estaban preparados para entregarse como Jesús. Querían poder, querían restaurar el reino de Israel y disputaban por los primeros puestos junto a su líder. Por eso no comprendían. Pero Jesús dejó el mensaje: ¡algún día lo entenderían muy bien! Y dijo algo más. La muerte no tiene la última palabra. Porque quien está dispuesto a darlo todo, hasta la vida, como él, encontrará la vida eterna. Comer del pan de Jesús es compartir su misión, su vida y su destino. Y él lo expresó claramente: «el que come de este pan vivirá para siempre». No hay otra vida que la que se da; no hay otra manera de ganar que perderlo todo… por él.

2024-08-09

Vivir para siempre

 19º Domingo Ordinario B

Evangelio: Juan 6, 41-51

La semana pasada, leyendo el párrafo del evangelio de Juan anterior a este, veíamos cómo Jesús se presenta a sí mismo como el pan de vida, el que sacia nuestras hambres más profundas.

Pero ya no sólo ansiamos una vida plena, con sentido, llena de propósito y felicidad. Los seres humanos anhelamos vivir para siempre. El ansia de eternidad es consustancial a nuestra naturaleza.

¿Cómo es posible que, siendo terrenales, físicos y mortales, tan caducos como todo lo que nos rodea, ansiemos algo que está más allá de nuestro alcance? ¿Quién inoculó en nuestra mente ese deseo de vida eterna? ¿Quién despertó en nosotros la sed de infinitud?

Un teólogo hacía esta comparación. Nuestro cuerpo es un 70 % agua. Por eso, cuando perdemos líquidos, tenemos sed. Ansiamos tomar algo que ya forma parte de nosotros. Pues bien, con la trascendencia sucede lo mismo. No tendríamos sed de inmortalidad si no fuera porque, en nosotros, ya hay algo que no muere. En nuestro ser hay una semilla de eternidad.

Jesús, que nos conoce, sale al paso de esta otra necesidad que todos tenemos, más o menos oculta o confesada. No queremos morir. Bien, sabemos que todos vamos a fallecer, al menos físicamente. Pero no queremos morir del todo. Tenemos una secreta esperanza, o deseo, de que al otro lado haya algo más. Muchos creemos en esta vida más allá, no sólo por fe, sino porque sabemos o hemos experimentado la cercanía y la protección de nuestros seres queridos, ya difuntos.

Pero ¿basta el deseo para que algo sea realidad? Jesús, tan claro como siempre, habla a los judíos de su tiempo. Yo soy el pan bajado del cielo. El pan material, físico, alimenta, pero desaparece, igual que nuestro cuerpo mortal. Comeremos y moriremos. Pero quien come del pan de Jesús, será resucitado en el último día. Todos seréis discípulos de Dios, y ¿cómo ser discípulos de Dios si no somos eternos? Jesús está diciendo: creed en mí, confiad en mí, seguidme, alimentaos de mí. Es decir: vivid como yo, recread en vosotros mi vida de entrega, de perdón, de sanación, de liberación, de amor. Comed de mi pan y viviréis para siempre. Está anunciando nuestra futura resurrección.

Nos cuesta entenderlo. Nos cuesta porque somos racionales y queremos que alguien nos explique el «cómo». Queremos entender. Pero las cosas más importantes de la vida suceden sin que podamos explicarlas. Ni siquiera la ciencia puede desentrañar todos los misterios del universo y, ante las preguntas más hondas, tiene que callar.

Seremos discípulos de Dios. ¿Vamos a interrogar al Señor y a dispararle todas nuestras preguntas para saber el cómo, el cuándo y el porqué de todo? Dios tiene sus métodos y nos sorprende siempre. De entrada, Jesús nos enseña cómo aprender. No os angustiéis por las preguntas, las dudas y los raciocinios. Si queréis aprender, escuchad al Padre y venid a mí. El buen discípulo aprende mirando y escuchando, viviendo y conviviendo, caminando junto a su maestro. Esto nos pide Jesús, nada más y nada menos.

¿La meta? También nos la revela, y es grandiosa: el que coma de este pan vivirá para siempre.

2024-08-02

Yo soy el pan de vida

18º Domingo Ordinario B

Evangelio: Juan 6, 24-35


Salud, dinero y amor. Nuestra vida parece girar en torno a estas tres grandes necesidades. El mercado, la publicidad, la prensa y hasta la economía giran a su alrededor. Parece que, si tenemos estas tres “bendiciones”, ya lo tenemos todo. ¿Acaso no es lo que todos buscamos?

Nuestro mundo está hambriento. Hay pobreza, hay crisis económica y deuda; hay mucha enfermedad y miedo al dolor y a la muerte. Y en cuanto al amor… este es el hambre más silencioso y terrible, que se traduce en infinidad de patologías mentales y emocionales, en la pandemia de soledad, depresión y angustia que azota nuestras sociedades. Sí, nuestro mundo está hambriento de salud, de riqueza y de amor. ¿No es absurdo, cuando tenemos más recursos, más ciencia y más conocimientos que nunca? ¿Acaso la historia humana y milenios de civilización no nos han enseñado nada?

Hay un hambre todavía más profunda que estas tres. Hay una necesidad más honda. Si no la saciamos, de nada sirve tener salud, dinero y amor. Es el hambre de propósito, el hambre de sentido. El ser humano está hecho para vivir por algo y para alguien. Si nuestra vida no tiene propósito, navegamos a la deriva y estamos perdidos.

Jesús viene a saciar esta hambre. En el evangelio de Juan leímos, la semana pasada, la multiplicación de los panes. Jesús enseñó cómo se puede paliar el hambre de pan, la pobreza y la carencia mediante la generosidad y el compartir. Bastan la inteligencia humana y la bondad de corazón para resolver esta hambre. Y parece que a muchas personas les es suficiente con esto. Como dice Jesús: «Me buscáis porque comisteis pan hasta saciaros». A veces buscamos a Dios, a Jesús, a cualquier líder político o religioso, porque nos da pan o consuelo. Resuelve nuestros problemas materiales y emocionales. Pero Jesús nos ofrece algo más.

Para vivir en plenitud no basta tener salud, dinero y afectos. Jesús habla de un alimento que perdura para la vida eterna, y esto es lo que él ha venido a traer. Jesús no vino al mundo para repartir panes y peces, aunque lo hizo. Su misión era, y es, otra.

Las gentes, desconcertadas, le van preguntando. ¿Qué tienen que hacer? Si ese pan viene de Dios, ¿qué nos pide que hagamos? La respuesta de Jesús es simple y rotunda: «Que creáis en el que ha enviado.» Es decir: confiad en mí.

De la curiosidad, las gentes pasan a la desconfianza. Bueno, ¿y tú quién eres para que creamos en ti? ¿Qué signos nos das? ¡Han comido panes hasta saciarse, y aún le piden señales! Cuando le hablan del maná del cielo, Jesús les aclara que no es Moisés quien les dio pan, sino su Padre celestial. Un buen aviso contra la idolatría de pastores, líderes o santos que pueden ser muy buenos, pero no son dioses. Todo bien, finalmente, nos llega de Dios, aunque sea a través de manos humanas.  

Las gentes comprenden. Quieren el pan de Dios. Y Jesús vuelve a sorprenderlas: «Yo soy el pan de vida». Yo soy el maná. Yo soy el que Dios os envía. Yo mismo. Por eso os digo: Creed en mí. Y más adelante dirá: comed de mí. Es decir, haceos parte de mi vida y convertid vuestra vida en un espejo de la mía. Seguid mis pasos. Haceos, como yo, hijos del Padre y obreros de su mies. ¿Puede haber propósito vital más hermoso y elevado? Aquí, nos dice Jesús, está la plenitud de la vida, el trabajo que perdura, el alimento de vida eterna.

Jesús es nuestro pan. No sólo para aliviar nuestras hambres humanas, sino para que nos convirtamos en verdaderos discípulos suyos y, después, apóstoles. Enviados por él como él fue enviado del Padre.

¿Lo comprendieron los judíos de su tiempo? Si seguimos leyendo el evangelio veremos que no. Los discípulos apenas atisbaron lo que quería decir Jesús. Tan solo un pequeño grupo continuó siéndole fiel. Pero bastaba esa pequeña semilla. En su momento fructificó, y hoy podemos tomar el pan del cielo cada domingo gracias a que unos pocos hombres y mujeres creyeron y cumplieron la obra de Dios.

2024-07-27

Cinco mil comieron hasta saciarse

17º Domingo Ordinario B

Evangelio: Juan 6, 1-15

El episodio de la multiplicación de los panes está narrado por los cuatro evangelistas. Algunos incluso cuentan dos multiplicaciones. Sin duda fue un momento crucial en la vida de Jesús. La semana pasada leíamos que Jesús enseñaba a las multitudes, que parecían ovejas perdidas sin pastor. También estaban hambrientas, de pan físico y de algo más que pan. Jesús las sacia.

De esta lectura, que en el evangelio de Juan va seguida del «discurso del pan» podrían extraerse cientos de enseñanzas. Pero vamos a centrarnos en dos. Jesús da gracias porque un jovencito aporta cinco panes y dos peces, y con ellos alimenta a la multitud. Y Jesús escapa del gentío que le rodea, porque no quiere ser rey. Podríamos resumirlas en gratitud y renuncia al poder.

¿Por qué las gentes siguen a Jesús? Porque han visto sus milagros, han escuchado su predicación, creen que es el Mesías esperado, o el Profeta que tenía que venir al mundo. Según las profecías judías, este personaje inauguraría una era de paz y prosperidad para el pueblo de Israel: se liberarían del yugo de sus opresores (entonces era Roma) y comenzaría un periodo esplendoroso, sin hambre y sin injusticias: la era mesiánica.

Hambre y pan

Jesús levanta muchas expectativas, entre las gentes y entre sus propios discípulos. Lo siguen, pero tienen hambre. Él saciará su hambre física, pero también les mostrará cómo saciar el hambre espiritual.

Con dinero es imposible: Felipe, el discípulo racional, hace números y no le salen las cuentas. ¿Cómo lo harán? Hoy podríamos preguntarnos: ¿Cómo acabar con el hambre en el mundo? Los gobiernos y los organismos internacionales hacen grandes planes, diseñan ambiciosas agendas con propósitos ideales: pero lo cierto es que, con toda su ciencia y con toda su planificación, no logran más que fracasos. Habiendo suficientes recursos, medios y conocimiento, nuestro mundo parece incapaz de resolver algo tan básico como la escasez y la pobreza de muchos, mientras que muchos otros mueren por exceso y derroche.

No bastan los planes, la ciencia ni la razón. Ni siquiera el dinero es suficiente. Jesús sabe lo que va a hacer. Y Andrés, un discípulo despierto y sensible, dice algo que parece de lo más ilógico: Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes… Pero ¿qué es esto para tantos? Jesús les pide que se sienten, un acto de confianza. Sentaos y esperad. Da las gracias y reparte. Y, milagrosamente, llega alimento de sobras para todos. Jesús nos enseña dónde está la solución a las hambrunas y a la desigualdad: en la generosidad y en el compartir.

Poder y desprendimiento

La multitud queda entusiasmada. Tenían hambre y Jesús les ha dado de comer. ¿No es otra señal de que es el Profeta esperado? Y lo quieren proclamar rey: esta muchedumbre saciada está lista para una revolución. ¡Jesús, rey! Y sus discípulos, generales, ministros y consejeros. Jesús conoce bien la naturaleza humana. Más tarde dirá que habéis creído porque habéis comido hasta hartaros. De modo que se escabulle. Dice el evangelio que se retira al monte, él solo. El monte es más que un lugar alto; es el lugar sagrado, el lugar de la oración. Y no estará solo: el monte es allí donde se encontrará con su Padre del cielo. Allí va Jesús para refugiarse de la vorágine del mundo ansioso por el poder. Jesús huye de esta nueva tentación, que nos recuerda la propuesta del Diablo en el desierto. Si eres hijo de Dios, convierte estas piedras en pan. Todo esto te daré, si te postras y me adoras.

Jesús puede dar pan, y lo da. Puede alimentar a multitudes, pero no de cualquier manera: enseña a sus discípulos cómo multiplicar los bienes cuando hay pobreza. No es magia ni un simple milagro gratuito: es un signo y una lección. El hambre se vence cuando uno está dispuesto a dar, incluso lo poco que tiene y necesita. Nada de revoluciones, nada de violencia ni de planes grandiosos para cambiar el curso de la historia. Nada de reyes (léase, nada de líderes mesiánicos que arrastran a las masas). Después de Jesús, el gran protagonista olvidado de ese día debería ser el muchacho que ofreció sus cinco panes de cebada y sus dos pececitos. Y este muchacho, que no es nadie, que apenas tiene nada pero da todo lo que tiene, es cada uno de nosotros. Con gente como él sí se puede cambiar el mundo.

2024-07-19

Venid a descansar

16º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 6, 30-34


«Misioneros del sosiego»: esto aconsejaba un sabio sacerdote a los jóvenes que hacían ejercicios espirituales con él. Debéis convertiros en misioneros del sosiego. Un evangelizador no sólo ha de trabajar mucho: también ha de transmitir paz, serenidad, calma. Ha de esparcir quietud y consuelo a su alrededor, como el mismo Jesús, que invitó a sus seguidores a buscar en él alivio para sus cargas.

El evangelio de este domingo es continuación del que leímos la semana pasada. Veíamos a los Doce partir en misión, ligeros de equipaje, a anunciar el reino de Dios, expulsar demonios y sanar. Ahora regresan de su periplo por las aldeas, ligeros de corazón, pero cargados de experiencias y aprendizaje. También están llenos de alegría, y quizás incluso de orgullo, porque su primera misión ha sido un éxito. Tanto, que la gente los sigue por todas partes y no los dejan tranquilos ni para comer.

Jesús nos da una lección para prevenir el activismo y el estrés, dos males del mundo moderno. Su tarea no es menos importante que la nuestra, ¡es la más esencial! Pero invita a los suyos a descansar. En la vida no todo es trabajo, ni relaciones sociales, ni comunicación. Es necesario descansar, retirarse e ir a un «lugar desierto». Es necesario sumergirse en la soledad para poder llenarse de Dios. Las auténticas palabras, llenas de verdad y vida, surgen del silencio.

También es necesario un espacio de privacidad para los amigos más íntimos, la familia o los seres queridos. Son aquellas personas con las que podemos descansar; el espacio privado no es estar en medio del mundo, también comporta un retiro.

Pero, nos relata el evangelista, las gentes los persiguen. Ellos van a un lugar solitario en barca, pero los siguen por tierra y, al desembarcar, Jesús se encuentra con la muchedumbre. Entonces puede más su compasión: se conmueve al ver a la gente, «como ovejas sin pastor», y se pone a enseñarles.

Nuestra humanidad, hoy, se parece mucho a esta multitud sin pastor. Somos un rebaño perdido, que ha rechazado ser pastoreado y ahora está sometido, arrastrado por poderes que ni siquiera conoce ni comprende. Más que un rebaño, a veces nos parecemos a aquella piara que se precipita hacia el mar. Nos roban el tiempo, vivimos acelerados, nos falta tiempo para comer con calma, reposar y hacer silencio. No tenemos tiempo ni para pensar. Todo lo que nos distrae, nos invade y nos llena de mil ruidos (¡alerta a nuestros móviles y pantallas!) nos está robando el alma y la vida misma.

Jesús nos llama. «Venid a un lugar desierto a descansar.» Nos llama al templo, a la capilla, a la habitación cerrada la puerta, a ese lugar desierto donde recobramos el aliento, donde ganamos nuestra libertad y volvemos a ser quien somos. El «desierto» es allí donde resuena la palabra verdadera, allí donde nos encontramos con nosotros mismos y con Dios. Escuchemos a Jesús. Él se compadece de nuestras prisas, de nuestras cargas y de nuestra desorientación. Nos llama a su lado y nos enseña con calma. Dios nunca tiene prisa.