2024-11-15

Mis palabras no pasarán


33º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 13, 24-32

«Cielo y tierra pasarán, mis palabras no pasarán», repite el estribillo de una canción, inspirada en esta lectura del evangelio.

Antes de morir, Jesús quiere dar a sus discípulos un mensaje de aviso, de alerta y de esperanza. Les esperan tiempos difíciles, pero en medio de las tribulaciones Su presencia brillará como estrella en la noche y aquellos que lo sigan serán rescatados y reunidos.

¿Qué significan estas frases de Jesús, tan apocalípticas?

En primer lugar, habla de cataclismos naturales: el sol oscuro, las estrellas que caen, son signos bíblicos que ya leemos en los antiguos profetas. La conmoción cósmica es un reflejo de la tormenta interior de los seres humanos. Por eso a los signos se añade una gran angustia. Este es el principal azote.

Estas palabras son de gran actualidad. ¿No oímos, hoy, hablar del cambio climático? Las recientes inundaciones en Valencia y en otros lugares, la tragedia de las víctimas, huracanes, seísmos, volcanes… La naturaleza enfurecida no es algo nuevo, como tampoco la gran crisis de ansiedad que golpea a los seres humanos. Hoy vivimos una pandemia de depresión, tristeza y enfermedades mentales. Más allá de los cielos y la tierra, es el alma humana la que se sacude y tiembla, la que se ahoga en medio de una riada abrumadora de miedos, incertezas y confusión.

Pero en medio de esta tribulación, dice Jesús, el hijo del hombre vendrá con poder y gloria y reunirá a sus elegidos. ¿Qué sucede? Que en medio de las peores catástrofes, la caridad y el amor salen a relucir. Brota lo mejor de las personas y todos aquellos que luchen por el bien, por ayudar a los demás, por rescatar a sus semejantes, se unirán. También lo estamos viendo estos días en Valencia. Junto a lo peor, también vemos lo mejor del ser humano. Jesús llamará a los suyos y juntos sobrevivirán. De todo cataclismo siempre queda un resto fiel, semilla de renacimiento.

La parábola de la higuera es una imagen con la que Jesús nos llama a vivir alerta y despiertos. Hoy, además de ansiedad e incerteza, es fácil vivir dormidos. O más bien aturdidos, con tanta televisión, redes sociales y el bombardeo de noticias, series, programas… El exceso de información nos abruma y nos incapacita para reaccionar. El miedo nos paraliza. El exceso de ruido nos ensordece y atonta. Así, no estamos preparados para afrontar los desafíos que vienen, ni para salir adelante. Parece que los poderes del mundo nos quieren bien distraídos, saturados de noticias e incapaces. Pero Jesús nos exhorta a abrir los ojos. Mirad: ¿no veis las señales en el mundo? El momento se acerca.

Ahora bien, estar despiertos no quiere decir especular con las fechas, ni jugar a ser adivinos. Jesús rechaza de plano todas las profecías que señalan un día o una hora concreta. El día y la hora nadie lo conoce, ni siquiera los ángeles ni el Hijo (o sea, él). Sólo lo sabe el Padre. Podemos atisbar que se acerca, pero no lo sabemos. Por eso hay que vivir preparados siempre.

Estamos esperando un tren y no sabemos a qué hora llegará. Pero si nos distraemos, nos alejamos de la estación y no tenemos las maletas a punto, cuando llegue lo perderemos. Si estamos preparados, atentos y con el equipaje en orden, en el momento preciso llegará, subiremos e iniciaremos el viaje hacia nuestro destino.

Vivamos despiertos, atentos, cuidándonos unos a otros, ayudándonos y ayudando a que otros despierten. Jesús vendrá a buscarnos. Nos encontrará listos y seremos libres.

No lo dudemos: sus palabras son válidas hoy y siempre. Todo en este mundo acaba y pasa, pero sus palabras no pasarán.

2024-11-08

Escribas, ricos y viudas


32º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 12, 38-44

Situémonos en Jerusalén, en los porches del Templo donde enseñaban los rabinos, días antes de la Pascua. Jesús está enseñando allí, rodeado de multitudes curiosas y ávidas de escuchar, y también de saduceos, fariseos y letrados recelosos, que le acechan con el ánimo de ponerlo a prueba.

Tras superar las preguntas insidiosas de unos y otros, Jesús contraataca y habla a las gentes: ¡Cuidado con estos escribas y letrados! Y pasa a describir, no sin ironía, su actitud de superioridad moral y de vanidad religiosa.

Hoy Jesús quizás diría: ¡Cuidado con ciertos sabios y teólogos! Cuidado con algunos maestros, que hacen alarde de sus estudios bíblicos y doctrinales y les gusta ser reconocidos, respetados e invitados a lugares de honor. También podría decir: ¡Cuidado con los devotos que llaman la atención! A estos les gusta exhibir su cumplimiento riguroso de los preceptos de la Iglesia, aparentan gran fervor y recaudan mucho dinero, a veces de gentes muy sencillas, para causas supuestamente piadosas.

Son dos riesgos de la religión: la soberbia espiritual y la avaricia disfrazada de limosna. Jesús alerta a la gente de algo que todos debían intuir, en el fondo. Muchos ricos y devotos en realidad eran sepulcros blanqueados que ostentaban su superioridad frente a la multitud. Presumían de entregar generosos donativos, pero en realidad daban de lo que les sobraba porque tenían inmensas fortunas.

En contraste con ellos, Jesús elogia a una pobre viuda: una mujer que se acerca al cofre de las ofrendas y echa dos moneditas. Muchas viudas, si estaban solas, vivían de la mendicidad; aquellas monedas quizás eran la mitad o más de la limosna que había recaudado aquel día. Quizás lo eran todo. ¡Qué importaba pasar un día sin comer! Al día siguiente, alguien le daría algo más, pero aquella mujer no quería faltar a su deber con el Templo, el lugar santo, la morada de su Señor.

«Ella ha dado más que todos», dice Jesús, «porque los otros dan lo que les sobra mientras que ella da lo que tiene para vivir.»

Esta es la verdadera generosidad, nos enseña Jesús. No es dar calderilla o lo que te quieres quitar de encima, sino dar algo que, sin dejarte necesitado, te cuesta dar, algo podrías gastar en otras cosas. Algo que te suponga un esfuerzo.

Las iglesias viven de las aportaciones de los fieles. No hay un impuesto religioso, como lo había en tiempos de Jesús, que requería destinar una cantidad fija por familia al Templo. Nuestras parroquias se mantienen por la generosidad de quienes aportan su donativo, de manera voluntaria. Quien quiere da; quien no, puede venir igualmente y beneficiarse de todo lo que ofrece la Iglesia, sin pagar nada. Nada se exige, sólo se pide la buena voluntad. ¿Tendremos la suficiente generosidad, como la viuda, como para dar algo que nos cuesta un poco y permitir que nuestra parroquia pueda sostenerse con dignidad? El gesto de desprendimiento de la viuda pobre debería hacernos meditar. Ojalá Jesús pueda elogiarnos, a cada uno de nosotros, como lo hizo con la viuda. No echemos en la cesta lo que nos sobra; demos una parte de nuestra vida, fruto de nuestros esfuerzos. Dios, que lo ve todo, sabrá cómo recompensarnos.

2024-11-01

El primer mandamiento

31º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 12, 28-34

Esta lectura del evangelio nos sitúa en Jerusalén. Jesús está enseñando en los atrios del Templo, rodeado de multitudes, y las autoridades, los fariseos y los escribas quieren ponerlo a prueba. Le preguntan sobre temas polémicos, lo retan, lo quieren hacer caer en algo de qué acusarlo. Pero Jesús sale airoso de las pruebas.

Esta vez quien lo aborda es un escriba o letrado, un experto en las sagradas escrituras. Hoy, diríamos un teólogo, un biblista o un experto en doctrina. ¿Qué le pregunta a Jesús? Algo básico, para ver si responde conforme a la ortodoxia judía. ¿Cuál es el primer mandamiento?

En la pregunta del escriba podemos atisbar que quizás la respuesta no era tan fácil; debía de haber algún debate entre los maestros de la Ley y los escribas, o quizás este hombre esperaba que Jesús añadiera algo nuevo a la doctrina. ¿Quién sabe?

La respuesta de Jesús es impecable: recita el gran mandato del Deuteronomio, el Shemá Israel, «Escucha, Israel, el Señor tu Dios es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas…» Y a continuación añade el segundo gran mandamiento, del Levítico: «Amarás al prójimo como a ti mismo.»

Amar a Dios, el Dios de la alianza con su pueblo, y amar al prójimo como a uno mismo, la regla de oro presente en tantas culturas del mundo. Estos dos mandamientos son el broche de oro y resumen de toda la Ley. En otras palabras: esto es lo que Dios quiere, y cumplir su voluntad es justamente esto, ni más ni menos.

Quizás el matiz que añade Jesús es esta frase que casi se nos desliza sin darnos cuenta: «El segundo es este». Jesús añade un segundo mandamiento, equiparándolo al primero. «No hay mandamiento mayor que estos [dos]». Es decir, no pueden separarse el uno del otro, son como las dos caras de una moneda. Jesús nos viene a decir que amar a Dios es igual a amar al prójimo. Consecuencia: tal como amas a tu hermano, así es como amas a Dios. Y al revés: si no amas al otro, tampoco amas a Dios, por mucho que digas que sí. El amor al prójimo es la medida de tu amor a Dios.

Toda religión tiene riesgos, y uno de los mayores es creer y cumplir de palabra, pero no de corazón ni de obra. Podemos sabernos de memoria la Ley de Dios, la doctrina, el catecismo, pero si no lo vivimos, de nada sirve. Es como aprender un código legal y luego infringir las normas. O conocer las reglas del juego y saltárselas. O saber las normas del tráfico y pasar un semáforo en rojo. ¿De qué nos sirve saber, si no hacemos? ¿De qué sirve decir y predicar, si no cumplimos en nuestra vida?

El escriba que interroga a Jesús lo comprende muy bien. Por eso añade que amar a Dios y al prójimo es más importante aún que todos los sacrificios y holocaustos. Está en la más pura línea profética: Dios detesta los sacrificios y ofrendas si no van acompañados de una conducta íntegra, de atención a los pobres y misericordia con los demás. El culto es puro ritual hipócrita si no va acompañado de bondad en la práctica cotidiana. Jesús asiente: «No estás lejos del reino de Dios».

Y nosotros, hoy, ¿cómo estamos? ¿Somos como los sacerdotes y los escribas, buenos conocedores y malos practicantes? ¿Somos como los fariseos, devotos y cumplidores, pero duros y negligentes con los demás en nuestra vida diaria? ¿Somos todo imagen, apariencia benéfica, y por dentro estamos corrompidos? Nadie es perfecto, pero ¿nos esforzamos por vivir lo que creemos?

2024-10-25

Haz que pueda ver

30º Domingo B

Evangelio: Marcos 10, 46-52

Jesús sale de Jericó: está camino de Jerusalén. Será su última subida a la ciudad santa, antes de morir. Este es su último trayecto. Saliendo de la ciudad de las palmeras, la primera ciudad que conquistó Josué al entrar en la Tierra Prometida, Jesús se encuentra con un ciego que le ruega, insistentemente, que tenga piedad de él.

En el cielo Bartimeo hay más que un enfermo discapacitado. Es el símbolo de una sociedad ciega, que sufre en medio de las tinieblas y ya no puede más: la oscuridad, la falta de visión, la ignorancia, engendran miedo y angustia. Le vida se vuelve aterrorizante para quien no puede ver.

Hoy vivimos en un mundo con grandes recursos y avances tecnológicos, pero con una enorme confusión y oscuridad espiritual. Ante las inquietudes humanas hay tantas alternativas y respuestas que, al final, muchos acaban bloqueados, sin saber hacia donde ir, perdidos y desesperados.

«Ten compasión de mí, hijo de David», grita el cielo. Lo llama por su título mesiánico. Este hombre espera en el Mesías de Israel, un sucesor de David que restaurará el reino perdido. Con la restauración política espera, quizás, una restauración de su salud, de su vista, de su firmeza.

Jesús le pregunta qué puede hacer por él. ¿Por qué pregunta? ¿Acaso no lo sabe? Quiere oírlo de sus propios labios. Quiere que el ciego formule su deseo, su aspiración más profunda. Y Bartimeo responde: «Maestro, que pueda ver».

La respuesta de Jesús la conocemos; la hemos oído en otras ocasiones, en el evangelio. Es como un estribillo de la fe: «Anda, tu fe te ha curado».

Y ante esta respuesta nos quedamos pensativos. ¿Basta tener fe para curarse? Los racionalistas escépticos dirían que la curación es un efecto placebo, una sugestión, una consecuencia de la fuerza de voluntad. ¿Es la fe una cuestión de poder mental?

Ante esto podemos preguntarnos: ¿Es la fe la que me cura? ¿O es más bien la confianza en la persona que nos ayuda? ¡Se puede tener fe en tantas cosas! Hasta la fe en mí mismo podría curarme. Pero el ciego Bartimeo confió en Jesús. Necesitaba oír su voz, sentir su cercanía.

A veces no sanamos porque no nos atrevemos a pedir lo bueno y lo mejor. No lo esperamos. No nos atrevemos a pedir a Jesús que tenga compasión de nosotros. Y sólo cuando estamos desesperados, gritamos como el ciego. Tenemos que tocar fondo para pedir ayuda.

Entonces quizás Jesús nos pregunte: ¿Qué quieres que haga por ti?

Pidamos, como Bartimeo, no que arregle nuestros problemas, o que solucione todas nuestras carencias. No pidamos a Jesús que aparte de nosotros los desafíos o las dificultades. Ni siquiera la enfermedad, porque a veces son experiencias que hemos de pasar para aprender algo importante.

Pidámosle lo mismo que el ciego: Haz que vea, Señor. Danos lucidez, discernimiento, serenidad.

Y, viendo, sabremos lo que hemos de hacer.

2024-10-18

Podemos


29º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 10, 35-45

Podemos. No, no es un eslogan publicitario ni el nombre de un partido político. Es la frase que ha inmortalizado a los hermanos Zebedeos, quizás los dos discípulos más atrevidos y belicosos de Jesús. En la tumba de Santiago apóstol, esta frase consta inscrita en latín: possumus. Es la respuesta que ambos hermanos dan a Jesús cuando este les pregunta si están dispuestos a pasar por el mismo trance que él pasará: la muerte dando testimonio de su fe. ¡Podemos!, exclaman Santiago y Juan, muy seguros de sí. Jesús no lo duda. Pero tiene algo que añadir. ¿Os dará esto más gloria? ¿Os garantizará un lugar a mi derecha y otro a mi izquierda? Esto no me toca a mí concederlo, sólo el Padre lo decidirá. 

A continuación, alecciona a sus discípulos. ¿En qué contexto se da esta conversación? Los dos hermanos han pedido a Jesús dos lugares de honor cuando llegue su reino. Se lo piden con “asertividad”, diríamos hoy: Queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir. ¿Quizás se creen con el derecho a ello? ¿Han sido tan fieles que piensan ser mejores que los demás? Lógicamente, el resto del grupo se indigna contra ellos: ¡de nuevo las luchas por el poder! Todos quieren ser el primero, el favorito de Jesús, a quien imaginan muy próximo a ser rey y a sentarse en el trono de Israel. Qué poco imaginan que su trono será una cruz y su gloria se verá bañada en sangre.

“Quien quiera ser grande, sea vuestro servidor; quien quiera ser el primero, sea esclavo de todos”. Esta frase lapidaria de Jesús, que recogen los tres evangelios sinópticos, se ha interpretado muy mal. No es una defensa de la pequeñez y la mediocridad, no es un ataque a la búsqueda de la excelencia y la mejora personal. Es innato en el ser humano crecer, desarrollarse, ascender. Y en nuestra cultura está impreso el afán por ser el primero, el mejor, el triunfador. Un profesor decía que Occidente vive desgarrado entre estos dos impulsos: el “Sé el primero, sé el mejor”, heredado de la cultura griega, con el “ser último y servidor de todos” del evangelio. ¿Qué hemos de hacer? Desde niños se nos inculcan estos dos ideales: esforzarnos por ser el mejor pero, al mismo tiempo, ser humildes y serviciales.

Creo que se pueden compaginar ambos. La humildad bien entendida es la clave. Humildad no es encogimiento ni mediocridad, sino realismo y tocar de pies a tierra. Ser el mejor tampoco ha de convertirse en motivo de vanagloria para pisar a los demás. Ser el servidor no nos ha de convertir en el felpudo donde todos restriegan los pies. Ni mezquindad ni arrogancia; ni soberbia ni encogimiento. Jesús no dice a sus discípulos que dejen de esforzarse por ser el primero y el más grande. ¿Queréis ser grandes? Sedlo, pero en el servicio y en el amor. ¿Queréis crecer? Vivid volcados a los demás, a su bien, a su crecimiento. De esta manera seréis grandes y adelantaréis en la carrera hacia el reino de Dios.

Santiago y Juan no sabían lo que pedían. Pero lo supieron más tarde. Santiago fue el primero de los Doce apóstoles en beber el cáliz del Señor. Ante la espada que lo ejecutó, debía recordar muy bien aquellas palabras de su Maestro.

2024-10-11

Cumplir o entregarse

 
28º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 10, 17-30

Leamos despacio la escena de hoy. Jesús va hacia Jerusalén y, por el camino, uno se le acerca corriendo. ¡Corre! Tiene ansia por ver a Jesús, por hablar con él, por preguntarle. Y la pregunta no es trivial: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?

Este hombre reconoce a Jesús como maestro, por eso se dirige a él. Y su anhelo no es pequeño: quiere conseguir, nada menos, que la vida eterna. Esto es, la plenitud de la vida, la vida inagotable que no se acaba con la muerte. Este hombre quiere el cielo. Es un hambriento de Dios.

Jesús, como buen maestro, refrena sus ímpetus. Muchas personas expresan su deseo de Dios con vehemencia, pero a la hora de comprometerse y actuar, todo se queda en palabras. Así que Jesús primero le propone lo que cualquier rabino le diría: ¡Cumple la Ley de Dios! Este es el camino que todo buen judío debe seguir, no necesitas otra cosa.

Él replica: Ya lo he cumplido todo desde mi juventud. ¿Qué me falta?

Es entonces cuando Jesús lo mira con amor. Siente afecto porque reconoce en él la sed de algo más que una religión de la ley y el culto. Quiere algo más que ser una buena persona. Quiere algo más que ser un devoto cumplidor. ¿Qué le falta?

Véndelo todo y sígueme, le dice Jesús. Ya eres un hombre piadoso y justo. Ahora, entrégate. Y es aquí cuando el joven se echa atrás. Porque «tenía muchas riquezas».

Su gran problema es el apego. Es relativamente fácil cumplir los preceptos. Pero entregarse pide desprendimiento total, generosidad y no aferrarse a nada, más que a Dios. Seguir a Jesús pide colocar a Dios en el centro y estar dispuesto a la aventura. Sabiendo que la Providencia siempre vela por sus fieles, pero sin tener seguridades de ningún tipo, más que la confianza en Dios.

De ahí que Jesús pronuncie la sentencia de los ricos, la aguja y el camello. ¡Qué difícil es para alguien apegado a sus bienes entrar en el reino!

A nosotros, hoy, esta lectura nos incomoda tanto como al joven rico y a los apóstoles. Necesitamos dinero y bienes para vivir. ¿Es que Jesús se opone a la propiedad privada, a tener recursos, a una vida decente e incluso próspera?

Tener dinero o riqueza no es malo, pero el problema es cuando colocamos los bienes en el centro de nuestra vida. Subimos el dinero a un altar y todo lo que hacemos está condicionado por la economía. Entonces Dios nunca podrá estar en primer lugar.

Jesús no desprecia tener recursos, pero nos pide libertad. Pedro y sus compañeros supieron qué era renunciar. «Nosotros lo hemos dejado todo», dice Pedro. Y Jesús también debió mirarlo con afecto, a él y a los demás. Y afirma: a quien lo deja todo por el reino no le faltarán hogares, pan en la mesa ni recursos. Tampoco compañía, hermanas y hermanos, padres y madres que cuidarán de él. El reino es otra gran familia donde nadie sufre soledad y carencia. Aunque, eso sí, habrá dificultades y persecuciones. Jesús nos dice que cuando ponemos el amor y el servicio a los demás en el centro, creamos una red de apoyo que nos sostendrá y obtendremos recursos que nos permitirán vivir dignamente.   

Pero, sobre todo, nos pide un acto de confianza en él y en el Padre. Jesús nos está pidiendo superar la religión mercantil del “cumplir para ganar el cielo”. Más allá del cumplimiento está la entrega. A quien todo lo da, Dios le devolverá el ciento por el uno.

2024-10-04

Una sola carne

26º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 10, 2-16


El evangelio de hoy incomoda a muchos. Sobre todo porque, hoy, el divorcio es algo tan común que se acepta como normal e incluso se considera que es un derecho positivo. La ruptura de las parejas, que antes era excepcional, hoy parece la norma y cuando Jesús habla de este tema, nos parece demasiado exigente.

Pero leamos despacio el texto, sin prejuicios. El divorcio era tan común hace dos mil años como hoy. En la Ley de Moisés estaba perfectamente legislado. En otras culturas antiguas también. ¿Cuál era el problema, entonces? El problema, que no se refleja en todas las traducciones del texto evangélico, era la causa. ¿Por qué motivo era lícito repudiar a una mujer? Y aquí había divergencias en la interpretación de la ley. Los fariseos, por ejemplo, tenían la manga muy ancha y consideraban que cualquier motivo era suficiente para despedir a la esposa. Bastaba que al marido ya no le gustara, o le molestara su forma de cocinar, de hablar o de vestir. Otros grupos eran más estrictos y opinaban que sólo por causas mayores, como el adulterio o la prostitución, era correcto divorciarse.

A todo esto podríamos preguntarnos: ¿y la mujer? ¿Podía ella divorciarse? Se suele decir que no, que la ley era desigual y favorecía al hombre, pero Jesús dice claramente: “Y si ella repudia a su marido…” Por tanto, sí, la mujer, en algunos casos, podía decidir divorciarse y regresar con su familia. Por ejemplo, en caso de maltrato.

Jesús se posiciona y dice que no: no se puede dar un divorcio por cualquier motivo. Pero va más allá del debate y aporta una enseñanza más profunda. La ley es correcta y necesaria para regular la convivencia. Pero a menudo la ley es un parche para resolver heridas y conflictos. Si un buen judío quiere cumplir la ley de Dios, ¿qué es lo primero? Jesús se dirige a los fariseos: Vosotros, que sois tan escrupulosos y queréis agradar a Dios, ¿pensáis que le alegra veros cómo gestionáis vuestro divorcio, siguiendo escrupulosamente los pasos que dicta la ley?

No. Lo que Dios quiere es el amor. Un divorcio correcto es un mal menor, pero Dios quiere el bien mayor. Y el bien del hombre, su felicidad, su plenitud, está en el amor y la comunión con el otro. Jesús les recuerda el primer libro de la Torá: el Génesis, y el plan de Dios para la humanidad. La imagen humana de Dios son un hombre y una mujer que se unen formando “una sola carne”, es decir, que caminan juntos entregándose mutualmente y compartiendo su proyecto de vida. Del amor surge el gozo y la alegría, de Dios y del ser humano.

“Por la dureza de corazón” Moisés legisló sobre el divorcio. También podríamos decir, hoy, que las leyes evitan que la dureza de corazón cause mayores desastres en las personas, en las familias, en los hijos de padres divorciados. Sí, las leyes son el plan B cuando las cosas fracasan, pero el plan inicial de Dios es el plan “A”, de Amor con mayúscula.

Sin embargo, Dios es misericordioso. Ve nuestras luchas y miserias, nuestros errores y rupturas. Ve que, a veces, es inevitable la separación y el divorcio porque hay uniones que no se fundamentaron bien, la convivencia se hace imposible, hay violencia y es mejor alejarse. Como en un cuerpo, cuando el cáncer ha ido demasiado lejos, hay que amputar. Y, después, hay que reparar heridas y recomenzar de nuevo. Sí, nuestra historia está hecha de rasguños y cicatrices, cosidos y descosidos, y Dios acepta planes B, C, D y muchos más.

Pero no perdamos de vista la enseñanza de Jesús. Porque el amor humano, el amor completo y fiel, el amor para siempre, es posible. No sólo es deseable, sino que es aquello para lo que está hecho nuestro corazón. Si lo queremos, lo haremos realidad. 

2024-09-27

¡Ay del que escandalice!

26º Domingo Ordinario - ciclo B

Evangelio: Marcos 9, 38-48

El evangelio de hoy sigue el diálogo que leímos la semana pasada. Jesús está enseñando a sus discípulos. Estos, no sólo compiten por ser los primeros, sino que se creen un grupo especial, privilegiado, porque están junto al Maestro. Así, Juan el Zebedeo comenta a Jesús que han visto a otro echando demonios en nombre de Jesús y han querido prohibírselo, porque «no viene con nosotros». Jesús lo riñe y acaba con esta frase tajante: «El que no está contra nosotros, está a favor nuestro».

No al elitismo

¡Cuánto tendría que decir Jesús, hoy, de los cristianos actuales! Tanto de los católicos como de los evangélicos y protestantes. Porque, al final, cada grupo cree ser el mejor, el más perfecto, el más fiel, el auténtico… Nadie está exento de este orgullo de casta. Jesús viene a derribar cualquier elitismo de la Iglesia. No por ser seguidores de… o por pertenecer a una comunidad u otra somos mejores ni únicos. Cuando hablamos de «hermanos separados» refiriéndonos a los cristianos de otras confesiones, quizás deberíamos preguntarnos si a Jesús le gustaría oír esta expresión, y reflexionar quién se está separando más de Jesús.

Nadie tiene la exclusiva del reino de Dios. Muchas personas, dentro y fuera de la Iglesia, creyentes devotas y alejadas, están cerca del corazón de Dios porque aman, sirven, son generosas y buscan el bien. Expulsan el mal del mundo con su actuar solidario y honesto. Y si respetan y aprecian el nombre de Jesús, ¡mejor que mejor! Cuantas veces la Iglesia, que debería ser camino hacia Jesús, ha sido más bien una barrera. Cuántas veces los escándalos de la comunidad cristiana han desanimado o provocado el rechazo entre los que podrían acercarse. Cuidado.

Escandalizar: romper la confianza

Jesús continúa: quien os da un vaso de agua porque sois míos, no quedará sin recompensa. Es decir, que si queremos amar y servir a Jesús, debemos aprender a verlo en sus pastores, sacerdotes y en todo cristiano. Amar a Dios es amar a sus hijos.

Pero después Jesús pronuncia una de las frases más duras del evangelio. ¡Ay del que escandalice a uno de estos pequeños que creen! Más le valdría que le ataran una rueda de molino al cuello y lo arrojaran al mar.

¿Qué pensar de estas palabras? ¿A qué se refiere Jesús? En primer lugar, a los creyentes de buena voluntad. Los llama «pequeños» porque, igual que los niños, tienen el corazón abierto y confían. Traicionar la confianza de alguien que cree causa una herida tremenda. Así, cuando algunos miembros de la Iglesia abusan de los otros, aprovechándose de ellos, o dando ejemplo pésimo de corrupción y de hipocresía, están causando un daño muy difícil de reparar. Bien lo sabemos porque últimamente se han desvelado muchos casos de escándalos eclesiásticos, y los medios se han cebado en ellos. Pero, ojo, porque también causan daño los que calumnian injustamente, faltando a la verdad, tanto a los sacerdotes como a personas con responsabilidad. Una acusación en falso puede hundir a la víctima y a toda una comunidad. Escandalizar es romper algo tan precioso como la confianza. Jesús apela a la coherencia, a la sinceridad y a la caridad. Si viniera hoy, seguramente abroncaría a ciertas personas y grupos de la Iglesia, pero también lanzaría palabras contundentes contra los medios y los políticos hipócritas, que se escandalizan ante los pecados de la Iglesia pero ellos fomentan y caen en otros mucho peores.

El arte de la renuncia

Si esto nos parece poco, Jesús prosigue con otras frases difíciles de asimilar. «Si tu mano te hace pecar, córtatela; más te vale entrar manco en la vida…». Aquí es donde vemos que las escrituras deben leerse e interpretarse. Si tomamos en sentido literal lo que dice Jesús, ¡todos acabaríamos mutilados, tuertos y cojos! Y no, el Jesús que cura a los ciegos y hace caminar a los tullidos no nos quiere a pedazos. Nos quiere enteros, sanos y fuertes de cuerpo y de espíritu. Cortar significa renunciar: es una forma de expresar el dominio de sí y el saber decir no. Hay cosas en nuestra vida que son como cánceres que nos corroen, y Jesús nos alerta. Hay que decir no a todo lo que nos hace tropezar, caer, dañar, faltar a la caridad y descuidar lo más importante en nuestras vidas. Cortar con aquellas cosas que nos «enganchan» y nos hacen adictos, quitándonos energía y lucidez. Cortar con todo lo que nos enferma, nos adormece y nos altera, impidiéndonos crecer. Esto es lo que nos pide Jesús. ¿Duro? Más duro es no seguir sus palabras y quedar esclavizados por el mal. Seguir las enseñanzas de Jesús nos lleva a la libertad y a la vida plena.

2024-09-20

Los primeros y los últimos

25º Domingo Ordinario - B

Evangelio: Marcos 9, 30-37


El evangelio de hoy recoge una de las frases más célebres y discutidas de Jesús: «El que quiera ser primero, sea el último de todos y el servidor de todos». Pero es bueno leerla en su contexto y situarnos en el momento en que fue pronunciada.

Después de la excursión por Cesarea de Filipo, después de la subida al monte alto, donde se transfiguró, Jesús regresa a Galilea con los Doce. Y les va instruyendo, ¿sobre qué? Desde Cesarea, Jesús ha empezado a vaticinar su futura pasión y muerte. Les está enseñando que él, su maestro, afrontará el destino de muchos profetas y hombres de Dios: la oposición del poder religioso, la persecución por parte de las autoridades y, finalmente, la muerte.

Tres veces recoge el evangelio de Marcos el anuncio de la pasión de Jesús: recalcando que Jesús no dejó de avisar. Pero las tres veces topa con la incomprensión total de sus discípulos. La primera vez, Pedro lo recrimina e intenta disuadirlo. La segunda vez, no se atreven a decir nada porque no entienden. La tercera vez, ya tienen miedo. Pero siguen sin asumir la idea porque se ponen a discutir, nada menos, quién de ellos es el más importante. Todavía están soñando con el futuro consejo del rey, cuando Jesús, como Mesías de Israel, se siente en su trono y los llame a presidir sobre las tribus.

Jesús los pilla discutiendo y ellos callan, como niños malos. Saben que no están con su Maestro, que él no aprueba lo que piensan. Jesús los conoce demasiado bien.

Y es entonces cuando pronuncia otra enseñanza, acompañada de un gesto. Llama a un niño, lo abraza y les dice: ¿Queréis ser importantes? Acoged a los niños, a los últimos de la fila, a los que no cuentan para nada. Acogedlos como me acogeríais a mí. Y quien me acoge a mí, acoge a mi Padre, que me envía.

Algunos biblistas que estudian a fondo este texto comentan que la palabra “niño” en griego puede significar también “criado”, o “pequeño sirviente”, un mocito o muchacho que sirve en la casa. Podría traducirse por “criadito” y todavía tiene más sentido, pues Jesús está comparándose a sí mismo con el chico de los recados, al que todos mandan y nadie respeta. Jesús es un “mandado”, un servidor, y quiere que sus discípulos aprendan de una vez que su actitud en el mundo ha de ser esta. Han venido a servir, no a dominar. Han venido a hacerse útiles y a cuidar de los demás, no a exigir que los demás se sometan a su voluntad. ¡Esto sí es una revolución!

Hay quienes interpretan muy mal esta frase de los últimos y los primeros. Piensan: mira, es que a Jesús le gustan los últimos, los peores, los más incapaces, los que no destacan. Así que es mejor ir por la vida encogidos y humillados, porque eso es lo que quiere Dios. Y no pocos consideran que el evangelio, en este punto, es un consuelo para resentidos, frustrados y víctimas que no han sabido superar sus dificultades. Dicen: el evangelio está ensalzando la mediocridad y machacando la excelencia.

Pero Jesús nunca dice que dejen de aspirar a ser primeros. No: Jesús quiere que la persona se esfuerce en su camino de mejora y crecimiento, claro que sí. Lo que cambia Jesús es el concepto de “primero”. El primero ya no será el jefe, sino el criado. El mejor ya no será el que manda, sino el que sirve. La clave está en el servicio. Incluso los líderes han de estar inspirados por el espíritu de servicio y por el bien a los demás. No en vano el papa se llama a sí mismo «siervo de los servidores de Dios». 

Si las personas compiten por el poder, el mundo será un infierno (como vemos a menudo); si las personas compiten por amar y servir, convertirán el mundo en un paraíso. Un lugar donde habrá problemas y fricciones, pero todo se superará porque la caridad será lo primero.

2024-09-14

¡Ve detrás de mí!

24º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 8, 27-35

Un retiro necesario

Jesús ha pasado un tiempo largo predicando el reino de Dios y obrando milagros y curaciones. Las gentes lo siguen en masa y sus discípulos más próximos están convencidos de que es el Mesías y va a instaurar pronto el reino de Dios.

Pero ya hemos visto que la idea de Mesías de Jesús era bastante diferente de la que tenían sus seguidores. Por Mesías ellos entendían un elegido de Dios destinado a ser rey y cabeza del pueblo. Por reino de Dios entendían un estado político, independiente y poderoso, aquel Israel de los tiempos de David y de los Macabeos, que se enfrentaba a sus enemigos y salía victorioso. Por reino de Dios los discípulos de Jesús entendían liberarse de Roma. Y, más concretamente, soñaban con su Maestro sentado en el trono y ellos como ministros y consejeros. Bien se delataron los hermanos Zebedeos cuando le pidieron sentarse a su derecha y a su izquierda.

Jesús se lleva a los Doce a Cesarea de Filipo, territorio pagano, fuera de las influencias judías. Quiere, de alguna manera, “desintoxicarlos” un poco de sus aspiraciones mesiánicas. También, posiblemente, quiera apartarse por un tiempo de Galilea y su tierra, donde las gentes están agitadas y sus adversarios andan buscándole. En esta excursión, por así decir, a Cesarea de Filipo, en las faldas del monte Hermón, junto a las fuentes del Jordán, Jesús quiere dejar claras las cosas a los Doce.

Y les enseña como lo hacían los grandes maestros de la antigüedad: con preguntas. Así los irá llevando, poco a poco, hasta el punto que quiere clarificar.

Diálogo decisivo

Podríamos trasladar el diálogo de Jesús con los suyos a nuestra iglesia, nuestra comunidad, hoy. ¿Qué responderíamos si Jesús nos preguntara “quién dice la gente que es él”? Y seguro que se nos ocurrirían muchas respuestas, como les sucedió a los Doce. Todos hemos oído mil y una versiones de Jesús, algunas bien pintorescas.

Pero ahora imaginemos que Jesús nos pregunta: “Y vosotros, ¿Quién decís que soy yo?” Aquí la cosa cambia. ¿Qué le diremos? ¿Le responderemos como Simón Pedro? ¿Le daremos una respuesta de Catecismo, o de lo que hemos aprendido escuchando y leyendo la Biblia? ¿Le responderemos desde la cabeza, o desde el corazón? Aún más ¿le responderemos “de boquilla”, como se suele decir? ¿Le daremos una bonita respuesta para quedar bien? Si queremos ser sinceros debemos preguntarnos: ¿Qué significa Jesús hoy en mi vida? ¿Qué papel juega en mi día a día? ¿Dónde lo tengo situado, en la escala de mis valores y prioridades? ¿Cómo es mi relación con él? ¿Cómo me dirijo a él cuando rezo?

¡No me tientes!

Esta respuesta nos compromete, porque pide actuar en consecuencia. Pedro estuvo muy inspirado, respondiendo que “Tú eres el Mesías”; pero después demostró que no había entendido en absoluto a su maestro. Cuando Jesús les prohibió divulgarlo, no lo comprendieron. Y cuando Jesús continuó explicándoles su destino, mártir de las autoridades, hasta la muerte, el rechazo fue patente. Pedro, asumiendo su liderazgo en el grupo, se atrevió a reprender a Jesús. Pero ¿qué dices? El destino del Mesías es el reino, el poder y la gloria. ¿Y nos hablas de condena, de rechazo y de muerte?

Jesús tiene muy claro quién es y lo que le aguarda, y no se deja amilanar por Pedro. Le responde con autoridad contundente y lo pone en su lugar: ¡Detrás de mí! Deja de tentarme, como lo hizo el diablo en el desierto, con el poder y la gloria del mundo. Ponte atrás, sígueme, como discípulo, y no quieras ordenarme lo que debo hacer. ¡No entiendes los planes de Dios!

Perder la vida y salvarla

Podemos imaginar que Pedro se quedó helado, tan desconcertado como el resto del grupo. Ahora Jesús les desvela qué clase de Mesías es: el hijo predilecto de Dios será el desprecio de los hombres. No hará la guerra, no subirá al trono, no empleará la fuerza jamás. Si ellos quieren seguirlo, deberán asumir su destino.

También nosotros, creyentes de hoy, debemos hacernos esta reflexión: seguir a Jesús no nos va a comportar el éxito en los términos que el mundo maneja. A todos nos espera un camino arduo y una cruz.  

Jesús añade una paradoja enigmática: “quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la salvará”.  Perder la vida es darla, gastarla, volcarla en el proyecto del reino de Dios. Perder la vida es entregarse al bien, al amor de los demás, al servicio.  Y esta pérdida no es tal, sino una inversión que dará mucho fruto. Seguir a Jesús significa “perder el mundo”, es decir, el poder, la fama, la riqueza, para ganar algo mucho más grande y eterno: la salud del alma y una vida inimaginable, plena y hermosa, bajo el amparo de Dios.

2024-09-06

Ábrete

 22º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 7, 31-37


Los milagros de Jesús nunca son simples curaciones o acciones portentosas. Cada milagro de Jesús es un signo: además de la sanación comporta un mensaje. El de hoy es rotundo: ¡Ábrete!

El sordo no oye, y apenas puede hablar. Está privado de comunicarse, vive aislado en su mundo de silencios o de rugidos interiores. El sordo es esclavo de su discapacidad, que no sólo afecta a su cuerpo, sino a su alma.

Dice el refrán que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Este hombre sordo del evangelio es un símbolo de todas las personas cerradas de mente y de corazón que no quieren escuchar, que son impermeables al mensaje que les viene de afuera. Están apegadas a sus ideas y prejuicios y no hay quien las saque de ahí. ¿Somos los cristianos un poco sordos y mudos? Porque está claro que, si no recibimos mensajes, ¿qué vamos a comunicar?

Ábrete, nos dice Jesús hoy. Ábrete a recibir la buena noticia, ábrete a aprender algo nuevo, ábrete a cambiar, ábrete a otra forma de ver la vida, ábrete al amor de Dios, ábrete a los demás. Si tuviéramos que definir un decálogo o conjunto de mandamientos del evangelio, quizás el primero sería este: Ábrete.  Si no estamos abiertos, ¿cómo va a entrar en nosotros la buena semilla de la Palabra? La persona abierta recibe, da, se comunica, vibra con la vida. Abrirse es vivir; la cerrazón es la muerte.

Hay un segundo detalle importante en esta lectura. Jesús manda al sordo curado y a su gente que no lo digan a nadie. ¿Por qué? ¿No es necesario comunicar la buena noticia? ¿Por qué Jesús, tan preocupado por anunciar el evangelio y afirmar su identidad como enviado de Dios, ahora dice que no lo proclamen? El «secreto mesiánico», como lo llaman los teólogos, nos cuesta de comprender. ¿Por qué callar las buenas noticias?

Hay que entender el texto en su contexto. Jesús siempre habla de abrirse, de comunicar, de expandir el reino de Dios. Pero hay un tema peligroso con el que prefiere ser prudente, y es justamente este. ¿Qué entendían las gentes de su tiempo por «Mesías»? No había una única idea, pero sí una mayoritaria, que compartían los apóstoles. El Mesías, o Ungido de Dios, debía ser el futuro rey de Israel tras encabezar una insurrección que derrocara el poder romano y lo expulsara de la Tierra Santa. La visión política del Mesías era algo que Jesús siempre rechazó de plano, por eso pide discreción a la gente. Porque, viendo sus milagros, muchos podían envalentonarse a su alrededor, como sucedió tras la multiplicación de los panes: Juan 6 relata que la muchedumbre lo quería hacer rey, y Jesús se escabulló para ir a rezar al monte.

Hoy creemos de otra manera. No vemos en Jesús a un jefe político ni a un guerrillero, aunque algunas interpretaciones de su persona quieren verlo así. Vemos al Jesús maestro, hijo de Dios, bondadoso, humanitario y espiritual. Pero, atención, no caigamos en la tentación de fabricarnos a un Jesús a nuestra medida. No faltan grupos que también quieren asociar la figura de Jesús o la fe cristiana a ciertas posiciones políticas o ideológicas. ¿Un Jesús de derechas, un Jesús comunista, un Jesús feminista o un Jesús conservador? ¿Un Jesús místico o un Jesús activista solidario? Ni lo uno ni lo otro. Jesús no se adscribe a ningún partido. Su mensaje es para todos, pero deja muy claro que siempre, y por encima de todo, renuncia al poder.

2024-08-30

Lo puro y lo impuro

22º Domingo Ordinario B

Evangelio: Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23

En su misión evangelizadora Jesús tuvo numerosos choques con algunos grupos de judíos muy religiosos y devotos: los fariseos. Estos tenían un alto concepto de sí mismos, pues se preciaban de cumplir toda la Ley de Dios, a rajatabla, sin omitir ni un precepto. Miraban por encima del hombro a la inmensa mayoría del pueblo, que no los cumplía todos, y criticaron continuamente a Jesús y a sus discípulos porque no solo no cumplían, sino que el Maestro parecía alentar las infracciones.

Hemos de clarificar algunas ideas para comprender este texto y estas discusiones. En primer lugar, la importancia de la Ley para todo buen judío. La Ley no era lo que hoy entendemos como un código legal: era mucho más. La palabra hebrea Torá significa enseñanza, decreto, palabra, incluso sabiduría de Dios. Cumplir la Ley significaba ni más ni menos que hacer la voluntad de Dios. Y ¿cómo agradar a Dios? Obedeciendo sus preceptos. Los principales eran los Diez Mandamientos, todos ellos de naturaleza teológica y moral: son las diez normas básicas que rigen la relación entre Dios y los hombres, y entre los seres humanos en sociedad.

Pero Israel, además, se concebía como pueblo santo, reservado para Dios. Y esto requería que fuera un pueblo puro, sin mancha. Aquí es donde conviene explicar qué significaba pureza para los judíos, pues no era lo mismo que entiende, quizás, un cristiano de hoy. Puro es lo que puede ser apartado y consagrado a Dios. La pureza era un requisito de personas, lugares y objetos para participar en el culto divino. Y esta pureza debía ser moral y ritual. La pureza moral se refiere siempre a la conducta. La pureza ritual tiene que ver con el contacto con sustancias diversas y es un rasgo distintivo de un pueblo o comunidad, un signo de su identidad que lo diferencia de otros.

Jesús en su enseñanza dio enorme importancia a la pureza moral, aumentando incluso la exigencia básica de los mandamientos. En cambio, la impureza ritual no la consideró importante. ¿Acaso te hace más santo tocar o dejar de tocar sangre o cierto tipo de animales o alimentos? Para los fariseos todo era importante, lo moral y lo ritual. Pero llegaron a dar tantísima importancia a la pureza ritual que acabaron convirtiéndola en su rasgo distintivo: a esto se refiere el evangelio cuando habla de lavar manos, vasos, platos y objetos. No era simple higiene: era un ritual purificador. En los fariseos acabó siendo un motivo de orgullo y discriminación de quienes no podían cumplir con todos estos mandamientos rituales.

Jesús distingue entre la ley de Dios y las tradiciones de los hombres. Una cosa es lo que quiere Dios, otra cosa las costumbres culturales. Lo primero es firme y esencial; lo segundo cambia según los tiempos y los lugares. Jesús ataca a quienes se aferran a las tradiciones dándoles la misma importancia que el querer de Dios. En la misma línea que los profetas, critica el culto vacío, la hipocresía y la vanidad del perfecto cumplidor que, por fuera, es intachable, pero por dentro está lleno de malicias y sombras.

La frase de Jesús es tajante: no es lo de afuera lo que hace impuro al hombre. No te hará impuro tocar, comer o pisar esto o aquello. Tampoco te purificará lavarte las manos. La higiene puede limpiar tu cuerpo, pero no tu corazón. Es lo de adentro lo que impurifica al ser humano, y es dentro de nosotros donde se incuban y crecen las semillas del mal. Un daño o un delito fueron intenciones e ideas torcidas antes de convertirse en acción.

Hoy, Jesús nos da un toque moral a los creyentes. ¿Y si nosotros también estamos dando más importancia a los preceptos humanos que a la ley de Dios? ¿Qué quiere Dios de nosotros? ¿Creemos que con cumplir viniendo a misa, recibiendo los sacramentos o siguiendo los preceptos de la Iglesia ya somos puros? Podemos ser perfectos cumplidores y, al mismo tiempo, estar muy alejados de la bondad y la misericordia de Dios. ¿Creemos que la tradición, el modo de hacer de tiempos pasados, era mejor y que los cambios actuales nos llevan a la perdición? Cuidado, porque si viajamos a los tiempos de Jesús, veremos que muchas de nuestras tradiciones son «costumbres humanas» y culturales que la Iglesia ha ido adquiriendo con el paso de los siglos, pero que nunca formaron parte del mundo de Jesús y los apóstoles?

Sepamos discernir lo esencial de lo accidental; lo que viene de Dios de lo cultural; lo moral de lo ritual. ¿Cómo lo sabremos? El termómetro es la caridad: esto que hago, ¿me acerca o me aleja de mis hermanos? Si no me ayuda a amarlos más, también me estará alejando de Dios. La pureza no es una lavandería de almas; lo que nos hace puros es enamorarnos, cada día más, de nuestro Dios, y trasladar este amor al prójimo.

2024-08-23

¿A quién iremos?



21º Domingo Ordinario B

Evangelio: Juan 6, 60-69

Cuando Jesús termina su discurso, presentándose como verdadero pan del cielo que da vida eterna, la multitud, que lo ha seguido entusiasta y que hasta quería hacerlo rey, se dispersa y lo abandona.

El evangelio es claro y duro: muchos de sus discípulos, gente que lo seguía, amigos, personas cercanas al núcleo de los Doce, que deseaban aprender a su lado… se echan atrás.

¿Por qué? Porque «estas palabras son duras, ¿quién puede seguirlas?» Ay, amigos. Cuando Jesús predicaba el reino de Dios, un reino de libertad, de abundancia, de gozo, de vida plena, todos querían escucharle. Cuando sanaba enfermos, expulsaba demonios y multiplicaba panes, todos lo seguían con fervor. Pero cuando habla de dar su vida… cuando habla de tomar su cuerpo, de imitarlo, hasta la misma muerte, ese es otro cantar. La imagen triunfalista de Jesús que se habían fabricado muchos discípulos se convierte en la terrible imagen del hombre que se entrega, del siervo sufriente de Dios que un día será sacrificado por el poder implacable de los hombres que no soportan que nadie los baje de su pedestal, ni siquiera el mismo Dios.

Y es duro, sí. Es duro y muchos se desaniman y se alejan de él. Ya no quieren seguirlo. ¿Qué hace Jesús? No los retiene. No los maldice. No los intenta convencer. No cambia su discurso, no rebaja la exigencia ni “suaviza” o “matiza” sus palabras. Ni un paso atrás. Entonces se dirige a los Doce: ¿También vosotros queréis iros? Esos instantes, entre la pregunta de Jesús y la respuesta de Pedro, debieron ser tremendos y decisivos. Si Jesús los interroga es porque ha visto dudas en ellos; los ve vacilar, y les pide que sean claros y se decidan. O estáis conmigo o no.

Pedro habla por todo el grupo. ¿A quién iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído en ti, y sabemos que eres el santo de Dios. Sí, son palabras duras, pero… ¿quién nos ofrecerá más? ¿Quién nos dará la verdad auténtica, aunque dura de tragar? No, no queremos mentiras edulcoradas ni discursos ambivalentes. No queremos medias tintas. Queremos la vida eterna, y tú la ofreces. Aunque sea dando tu cuerpo, entregando tu vida. Y aunque nos pidas que hagamos lo mismo.

Pedro aún no entiende. Habla y no calibra el alcance de sus palabras porque, durante la pasión, negará a su maestro. Pero quiere creer, está en el camino de su conversión. Los demás también necesitan su tiempo. Pero hacen algo importante: estén seguros o no, duden o no, permanecen junto a su maestro. Y esto es crucial. A veces, en la vida, no vemos las cosas claras, andamos entre nieblas. Pero algo en nuestro interior nos dice: esta es la verdad. Intuimos por dónde Dios nos señala un camino. Sigamos por él. Perseveremos.

Reflexionemos ahora si esta situación no se repite hoy en la Iglesia: decimos creer en Jesús, sabemos que es el Hijo de Dios, su predilecto, y seguimos sus enseñanzas. Al menos, lo intentamos. Escuchamos sus palabras a través de la Sagrada Escritura, la formación que recibimos, los sacerdotes, los catequistas. Si nos ponemos a leer los evangelios, escucharemos la voz de Jesús de primerísima mano. Y habrá momentos dulces, pero llegarán las palabras «duras». ¿Qué haremos, entonces? ¿Seguiremos firmes, aunque no lo veamos claro, aunque tengamos resistencias y reticencias, aunque nos cueste entenderlo? ¿O nos echaremos atrás? Porque, claro, esto no hay quien pueda seguirlo. Es para otros. No para mí.

Hagamos examen de conciencia. El cuarto evangelio es una continua llamada a preguntarnos dónde estamos nosotros con respecto a Jesús. ¿Cómo reaccionamos cuando su mensaje nos parece fuerte o demandante? Quizás descubriremos que, aunque venimos cada domingo a misa, en realidad hace mucho tiempo que nos hemos alejado de él.

¿Estamos a todas con Jesús?

En el mundo hay muchos gurús y falsos mesías que ofrecen muchísimas cosas buenas. Pero nadie, nadie, nos ofrecerá la vida plena y gozosa que nos da Jesús. Él no engaña, y la verdad a veces molesta o incomoda. Su camino, a diferencia de los caminos de otros, no es un sendero llano ni de rosas. Aunque hay tramos muy bellos, otros son cuesta arriba. Pero la cumbre es magnífica. 

2024-08-16

El pan que yo daré


20º Domingo Ordinario B

Evangelio: Juan 6, 51-58

Seguimos leyendo el discurso del pan, en el cuarto evangelio. Jesús insiste en afirmar algo que debía sorprender a los judíos de su tiempo. Entendían bien que Dios fuera generoso y alimentara a su pueblo; comprendían que les enviara pan del cielo, el maná. Incluso podían aceptar que Jesús, como nuevo Moisés, fuera el medio por el que Dios multiplicara el pan para ellos.

Pero, ¿que él mismo, en persona, fuera el pan? ¿Bajado del cielo?

Jesús no se queda en el pan material, ni en la vida mortal, ni en el mero aspecto físico. El reino de Dios que venía a anunciar Jesús no era tampoco un reino político, un cambio de sistema o una revolución de los pobres. No. Si fuera así, hubiera dado la razón a sus discípulos más belicosos, que querían tomar las armas; hubiera mandado fuego del cielo contra los que se le oponían; se hubiera negado a pagar impuestos y se hubiera dejado coronar rey por aquella multitud entusiasta que lo seguía, porque había visto sus signos y se había hartado de pan.

Se han intentado hacer muchas lecturas políticas de Jesús para explicar por qué murió crucificado, una pena reservada a los sediciosos y a los enemigos del Imperio. Pero todas estas interpretaciones caen por tierra ante el discurso del pan. ¿Cómo puede encabezar una revuelta alguien que ofrece «su carne por la vida del mundo»? Un hombre capaz de dar su vida por los demás nunca pondrá en peligro ni sacrificará la vida de nadie por ninguna causa. En todo caso, si alguien debe morir, será él, y afrontará la muerte libre, consciente y voluntariamente.

Este es el tremendo significado de estas palabras: «el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».

Y, claro, no lo entendieron. Ni las gentes ni sus discípulos más cercanos. Jesús hablaba de una realidad que se les antojaba enigmática porque estaban muy lejos de comprender a su Maestro. Los Doce, por mucho que alardearan de fidelidad, aún no estaban preparados para entregarse como Jesús. Querían poder, querían restaurar el reino de Israel y disputaban por los primeros puestos junto a su líder. Por eso no comprendían. Pero Jesús dejó el mensaje: ¡algún día lo entenderían muy bien! Y dijo algo más. La muerte no tiene la última palabra. Porque quien está dispuesto a darlo todo, hasta la vida, como él, encontrará la vida eterna. Comer del pan de Jesús es compartir su misión, su vida y su destino. Y él lo expresó claramente: «el que come de este pan vivirá para siempre». No hay otra vida que la que se da; no hay otra manera de ganar que perderlo todo… por él.

2024-08-09

Vivir para siempre

 19º Domingo Ordinario B

Evangelio: Juan 6, 41-51

La semana pasada, leyendo el párrafo del evangelio de Juan anterior a este, veíamos cómo Jesús se presenta a sí mismo como el pan de vida, el que sacia nuestras hambres más profundas.

Pero ya no sólo ansiamos una vida plena, con sentido, llena de propósito y felicidad. Los seres humanos anhelamos vivir para siempre. El ansia de eternidad es consustancial a nuestra naturaleza.

¿Cómo es posible que, siendo terrenales, físicos y mortales, tan caducos como todo lo que nos rodea, ansiemos algo que está más allá de nuestro alcance? ¿Quién inoculó en nuestra mente ese deseo de vida eterna? ¿Quién despertó en nosotros la sed de infinitud?

Un teólogo hacía esta comparación. Nuestro cuerpo es un 70 % agua. Por eso, cuando perdemos líquidos, tenemos sed. Ansiamos tomar algo que ya forma parte de nosotros. Pues bien, con la trascendencia sucede lo mismo. No tendríamos sed de inmortalidad si no fuera porque, en nosotros, ya hay algo que no muere. En nuestro ser hay una semilla de eternidad.

Jesús, que nos conoce, sale al paso de esta otra necesidad que todos tenemos, más o menos oculta o confesada. No queremos morir. Bien, sabemos que todos vamos a fallecer, al menos físicamente. Pero no queremos morir del todo. Tenemos una secreta esperanza, o deseo, de que al otro lado haya algo más. Muchos creemos en esta vida más allá, no sólo por fe, sino porque sabemos o hemos experimentado la cercanía y la protección de nuestros seres queridos, ya difuntos.

Pero ¿basta el deseo para que algo sea realidad? Jesús, tan claro como siempre, habla a los judíos de su tiempo. Yo soy el pan bajado del cielo. El pan material, físico, alimenta, pero desaparece, igual que nuestro cuerpo mortal. Comeremos y moriremos. Pero quien come del pan de Jesús, será resucitado en el último día. Todos seréis discípulos de Dios, y ¿cómo ser discípulos de Dios si no somos eternos? Jesús está diciendo: creed en mí, confiad en mí, seguidme, alimentaos de mí. Es decir: vivid como yo, recread en vosotros mi vida de entrega, de perdón, de sanación, de liberación, de amor. Comed de mi pan y viviréis para siempre. Está anunciando nuestra futura resurrección.

Nos cuesta entenderlo. Nos cuesta porque somos racionales y queremos que alguien nos explique el «cómo». Queremos entender. Pero las cosas más importantes de la vida suceden sin que podamos explicarlas. Ni siquiera la ciencia puede desentrañar todos los misterios del universo y, ante las preguntas más hondas, tiene que callar.

Seremos discípulos de Dios. ¿Vamos a interrogar al Señor y a dispararle todas nuestras preguntas para saber el cómo, el cuándo y el porqué de todo? Dios tiene sus métodos y nos sorprende siempre. De entrada, Jesús nos enseña cómo aprender. No os angustiéis por las preguntas, las dudas y los raciocinios. Si queréis aprender, escuchad al Padre y venid a mí. El buen discípulo aprende mirando y escuchando, viviendo y conviviendo, caminando junto a su maestro. Esto nos pide Jesús, nada más y nada menos.

¿La meta? También nos la revela, y es grandiosa: el que coma de este pan vivirá para siempre.