Ahondando en la palabra de Dios
Este blog pretende reflexionar sobre los evangelios dominicales de los tres ciclos litúrgicos, proporcionando un material que ayude a laicos y a sacerdotes a hacer una lectura del mundo de hoy a la luz de la palabra de Dios.
2025-10-18
29º Domingo Ordinario C - La viuda y el juez
2025-10-10
28º Domingo Ordinario C - Sanación y salvación
2025-07-25
17º Domingo Ordinario C
En la lápida funeraria de una gran mujer puede leerse esta inscripción:
«Dios es Padre». Como si toda su vida se resumiera en esta frase, tan simple,
tan corta en palabras pero tan inmensa en significado. Descubrir que Dios es
Padre puede realmente marcar un hito y transformar por completo la historia de
cada ser humano.
Muchos creen en Dios. Pero ¿en qué Dios? ¿El todopoderoso juez, que puede
condenar una ciudad o una cultura? ¿El Dios terrible ante el que hay que
arrodillarse y someterse? ¿Un Dios inaccesible cuyos designios jamás llegaremos
a comprender? ¿Un poder que mueve el universo? ¿Es Dios una «fuerza»? ¿Una
energía bondadosa, pero impersonal y difusa?
La Biblia, con Abraham, ya nos muestra algo distinto de estas ideas: Dios
es una persona. Con él podemos dialogar, ¡incluso regatear! Dios es un tú con
quien hablar, en quien confiar y a quien pedir. Dios escucha.
Jesús da un paso más allá que el resto de su pueblo judío. Cuando sus discípulos le piden que les enseñe a rezar, él les muestra que Dios no sólo es «el-que-es», ser supremo, amor y sabiduría sin límites. Dios es «Padre» en el sentido más entrañable del término. Es nuestro origen, pero también es alguien que nos ama con entrañas de madre y padre. Alguien que comprende nuestra humanidad, nuestras necesidades vitales, desde el hambre de pan hasta el hambre de sentido. Es padre providente, que da lo mejor a sus hijos. Si nosotros, que somos malos, sabemos ser buenos y generosos… ¿cuánto más lo será Dios?
Los creyentes tenemos un problema: no acabamos de creer que Dios sea tan bueno, tan amoroso, y que nos ame tan incondicionalmente. Como nosotros juzgamos, premiamos, nos vengamos, castigamos y dosificamos nuestro amor, creemos que Dios también lo hace. ¡Qué equivocados estamos! Cuando Dios perdona, borra toda culpa y nos deja limpios. Cuando Dios ama, no es por nuestro mérito sino porque él quiere. Cuando nos regala algo, no pide nada a cambio ni nos ata con hipotecas ni deudas. Dios nos da todo cuanto necesitamos para vivir en plenitud pero, sobre todo, se nos da a sí mismo. Nos entrega a su Hijo, derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Podemos hablarle, podemos tocarlo, podemos acogerlo como un niño, podemos comerlo en la eucaristía. ¡Qué Dios tan asombroso el que se hace diminuto para poder entrar dentro de nosotros! Dios es Padre. Llamémosle así, como Jesús hacía: Abba. Papá. Papá querido. Esta es la oración más hermosa, más profunda y sanadora. Cuando ya no nos queden fuerzas para otra cosa, sepamos alzar los ojos al cielo y pronunciar esta sencilla palabra con la confianza de que somos escuchados: Abbá. Papá
2025-07-18
16º Domingo Ordinario - C
La primera lectura de hoy es hermosa: nos cuenta cómo Dios visita a
Abraham, en forma de tres viajeros misteriosos, y le hace una promesa: dentro
de un año, tu esposa dará a luz a un niño. Abraham es hospitalario y espléndido
con sus huéspedes. Los recibe en su tienda y les ofrece un banquete. Dios le
responde con la mayor bendición que podían esperar un padre y una madre, en
aquel tiempo: tener un hijo.
El evangelio nos muestra otra escena de acogida en casa de Lázaro, Marta y
María, los amigos de Betania tan queridos por Jesús. Pero aquí vemos que hay
dos tipos de hospitalidad: la de Marta, que se afana por las cosas materiales,
la comida, el servicio, la casa…, y la de María, que sólo tiene ojos y oídos
para el huésped, Jesús. Las dos acogidas son buenas y se complementan. Ofrecer
un entorno agradable y buena comida al invitado siempre se agradece. Somos
corporales y necesitamos techo y pan. Pero María hace más que preparar una
mesa: ella prepara su corazón. Toda ella se entrega para escucharle, albergarlo y recibir lo que él trae. María no da, recibe, y para Jesús esto es todavía más
importante, porque le está recibiendo a él mismo.
En el amor, quizás es más difícil recibir que dar. Y con Dios, ¿cómo
podremos nunca darle suficiente? En cambio, él se contenta con que nos abramos
a recibirle. Como dice san Juan: en esto
consiste el amor, en que él nos amó primero. Dejarse amar, dejarse visitar
y habitar por Dios es el mayor regalo que podemos hacerle.
Una sola cosa es importante, le dice Jesús a Marta, tan afanosa, tan estresada, queriendo llegar a todo. Cuántas veces los cristianos nos parecemos a ella. Queremos hacer muchas cosas, queremos abarcarlo todo, somos perfeccionistas y activistas, quizás un poco para que nos reconozcan, quizás para sentirnos bien, aunque no lo admitamos. Tenemos buena voluntad, pero nos olvidamos de lo más importante. Cuando estemos cansados y agobiados, Jesús nos recuerda este episodio. No os afanéis tanto. No os multipliquéis. Haced lo que tengáis que hacer, pero con calma. Una sola cosa es importante. ¿Cuál? Recibirle a él. Acogerle. Hacernos uno con él. Crecer con él. ¡Dejarnos amar! Desde esa unión íntima y profunda seguramente saldrán frutos: tareas y apostolados fructíferos y llenos de sentido. O quizás una vocación diferente a lo que imaginábamos. Pero trabajaremos de otra manera, no ya para realizarnos nosotros, sino para ayudar en la obra de Dios. Su obra, y no nuestra hazaña. Desde el amor, sabiéndonos tan amados, y desde la gratitud, podremos vivir de otra manera, más pacífica y humilde. Más gozosa. Sin tener que reclamar la atención de nadie ni reprochar a nadie que sea diferente, que no nos siga o no nos ayude… Cada cual tiene su propia llamada, única. A quien sabe escucharla, no le falta nada más. Ha elegido la mejor parte, y no le será quitada.
2025-07-11
15º Domingo Ordinario - C
¿Nos hemos detenido a pensarlo? Toda la plenitud de la vida,
todo cuanto podamos anhelar, y mucho más, está en Cristo. En él la humanidad
llega a su cumbre. Y su venida a la tierra tuvo como fin reconciliarlo todo, el
cielo y la tierra. Ya no hay más divorcio ni alejamiento entre las cosas de
Dios y las de los hombres. En Cristo cielo y tierra se abrazan. Nuestro
universo, nuestra realidad, no es algo aparte de la realidad divina, sino que
está penetrada de divinidad. Podemos vivir de otra manera, compartiendo la
hondura de vida que nos ofrece Jesús. En él todo está unido y entrelazado. Y
esto es importante: nuestra vida es una, y no podemos separar, en ella, lo
divino de lo humano. Ambas dimensiones han de ir de la mano y estar
armonizadas. No podemos ser religiosos de una manera y comportarnos en el mundo
de otra, como si no tuviéramos fe.
La primera lectura nos habla de un mandamiento que Moisés
propone al pueblo. El evangelio, con el diálogo de Jesús y el escriba, nos
recuerda este mismo mandamiento. Es la regla de oro, el núcleo de la Torá: el
amar a Dios por encima de todas las cosas… y al prójimo como a uno mismo. La
primera parte es muy clara. Los judíos la tenían clara, y parece que los
cristianos también. Hemos de amar a Dios. Pero una cosa es entenderlo y otra
practicarlo. Y aquí es donde llega la segunda parte del mandamiento, la piedra
de toque y de tropiezo. Porque ¿cómo demostrar nuestro amor a Dios? ¿Bastan las
plegarias, las alabanzas, los sacrificios y el culto? ¿Bastan los sentimientos
y las efusiones íntimas? ¿Bastan las buenas intenciones? Aquí Jesús pone el
dedo en la llaga.
En la parábola del buen samaritano nos muestra a un hombre
herido y tirado en el camino y a dos buenos cumplidores de la ley que, por no
quedar impuros y por llegar a tiempo a sus deberes religiosos, pasan de largo
ante él. Ese sacerdote y ese levita que no ayudan al pobre herido son buenos
creyentes, quizás, y creen amar a Dios. Pero han divorciado la realidad divina
de la humana. Se han olvidado de la segunda parte del mandamiento: amar al
prójimo como a ti mismo. Y no se dan cuenta de que esa es la mejor manera de
amar a Dios.
Jesús es rotundo: equipara el amor a Dios al amor hacia el
prójimo. No hay mejor manera de demostrarlo. Es más, ignorar al prójimo,
abandonarlo a su suerte, desatenderlo, es ignorar, abandonar y descuidar a
Dios. Lo que a uno de estos hicisteis, a
mí me lo hicisteis, dirá en otra parábola. ¿Quieres amar a Dios? Ama a tu
prójimo, sea amigo o desconocido, vecino o extranjero. Cuida de él. Preocúpate
y ocúpate de su bienestar. Hazte cargo de él cuando esté desvalido. Cúralo, llévalo
allí donde puedan ayudarle. Esto es, verdaderamente, amar a Dios.
Quizás, cuando lleguemos al cielo, nos sorprenderemos al ver allí a muchas personas que no fueron muy religiosas, o incluso fueron increyentes, pero supieron amar a los demás mucho mejor que nosotros. Quizás nos llevaremos más de una sorpresa… Ojalá no nos quedemos atrás, y ojalá Dios nos pueda acoger con los brazos abiertos, porque hemos aprobado el examen del amor.
2025-07-04
14º Domingo Ordinario C
Los envió por
delante, de dos en dos. Jesús envía a sus discípulos en misión. ¿A qué? Les da
instrucciones muy claras y concretas, y dos cometidos: curar a los enfermos y
anunciar que el reino de Dios está aquí. Esta, y no otra, es la misión de todos
los cristianos, de todos.
Quizás no nos paramos mucho a pensar qué significa enviarnos de dos en dos. Jesús no pide nada
imposible a sus amigos. Ni siquiera los envía solos. La misión de Jesús no es
una hazaña para héroes solitarios. Sabe que las personas necesitamos compañía,
ayuda y sostén en los momentos de debilidad. Sabe que necesitamos afecto y
comprensión. La misión de Jesús se sostiene en la amistad. Por eso no envía a
nadie solo, sino en equipo. ¡Qué diferente es trabajar codo a codo con alguien
cercano, amigo, con quien compartir el propósito de tu vida y los avatares de
cada día, alegrías y penas, salud y enfermedad! Los matrimonios que duran
largos años saben bien de esto, así como esas pocas y valiosas amistades que
casi todos cultivamos y conservamos como auténticos tesoros en nuestra vida.
No estamos solos. Dios es una comunión de tres y nos ha hecho a su imagen:
creados para compartir, convivir, dar y recibir amor. El mismo Jesús no fue un
solitario: contó con un grupo para iniciar su gran familia humana, la Iglesia.
Y un grupo que, como todos, estaba lleno de defectos y fragilidades. Los
discípulos no eran mucho mejores que nosotros, humanamente hablando… Aún y así,
Dios contó con ellos. Y cuenta con nosotros hoy. Pero podemos protestar: tal
como está el mundo, ¿cómo predicar el reino de Dios? En medio de tanta guerra,
terrorismo, corrupción política, hambre y refugiados… ¿Dónde está el reino de
Dios? Quizás ni siquiera nosotros terminamos de creer en él.
¿Cómo anunciar algo en lo que no creemos? El evangelio, ¿no suena a fábula buenista o a opio para adormecer las conciencias? ¿No será un «consuelo para tontos»? Pues no. No lo era hace dos mil años y no lo es hoy. El reino de Dios es real y está por todas partes, ¡qué ciegos y torpes somos al no verlo! ¿Dónde? Allí donde lo dejamos crecer. Allí donde haya dos o más en mi nombre, allí estoy yo. Allí donde dos o más se aman allí está el reino. Allí donde un matrimonio, dos amigos, dos hermanos o dos desconocidos se quieren y se ayudan, allí hay cielo. ¡Hay tantos cielos escondidos en el mundo! Como pequeñas hogueras, es nuestro deber alentarlas, comunicarlas y prender otras nuevas. Esa es nuestra misión. Acompañados de Jesús, el amigo que siempre está presente en la eucaristía. Nunca estamos solos. Y siempre hay lugares donde anunciar el reino. Como dice el salmo: ¡Alegrémonos con Dios! Tenemos muchos motivos para ello. Cuando trabajamos por el reino, sin cesar y sin desfallecer, aunque podamos equivocarnos, Dios tiene en cuenta nuestra voluntad y nuestro esfuerzo: nuestros nombres están inscritos en el cielo.
2025-06-27
Santos Pedro y Pablo
Lecturas
Hechos 12, 1-11.
2 Timoteo 4, 6-8. 17-18.
Mateo 16, 13-19.
La festividad de hoy une a dos pilares de la Iglesia, dos
apóstoles, amigos de Jesús, que llevaron su mensaje muy lejos. Ambos murieron
mártires, en Roma. Ambos dieron su vida por Cristo. Y aunque durante su vida
tuvieron diferencias, ambos supieron madurar y ser fieles a su misión hasta el
final.
El evangelio de Mateo nos presenta un estadio inicial de la vocación
de Pedro. Aun es un discípulo de Jesús. Aún está aprendiendo junto a su
maestro. Pero cuando este pregunta a todo el grupo de los Doce: ¿Quién decís
que soy yo? Pedro es el primero que responde, en nombre de todos: Tú eres el
Mesías, el Hijo del Dios vivo.
Jesús lo bendice porque esta inspiración no le viene por sí
mismo, sino por el mismo Padre. Simón ha tenido lucidez porque se ha abierto a
la palabra de Dios. Cuando el hombre se abre a la divinidad, el Espíritu Santo
lo inspira y le da sabiduría.
Acto seguido, Jesús da a Pedro una misión. Es el líder del
grupo, el que tendrá que afianzar la comunidad cuando el Maestro falte. Simón
todavía es una piedra frágil y tiene mucho que aprender, pero el amor lo irá
puliendo. Jesús asegura a Pedro que el poder de la muerte no podrá derrotar la
nueva comunidad que va a fundar. La Iglesia es una familia de Dios, del Dios que
es de vivos, y no de muertos. Por eso, afirma Jesús, nada podrá derrotarla. La
Iglesia podrá sufrir persecución y acoso, como estamos viendo hoy. Podrá sufrir
grandes crisis y dificultades, privaciones y ataques de todo tipo. Pero si está
sostenida en Cristo, nada podrá erradicarla. Su raíz está en los cielos.
La segunda lectura nos presenta a Pablo al final de su
misión. En su carta a Timoteo, Pablo reconoce que está acabando su carrera, le
queda poco para morir. Prevé su martirio, pero mira hacia atrás y está
contento, porque sabe que lo ha dado todo. Pero no se enorgullece de sí mismo,
sino que agradece al Señor, que le ha dado fuerzas y lo ha librado de mil
peligros.
Cuando Dios llama, da fuerzas, da recursos, da todo cuanto
necesitamos para emprender este camino. Pablo así lo declara. Y cuando ya no
nos salve de la muerte, porque ha llegado nuestra hora, como dice Pablo: “me
librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial”.
Mientras bregamos en este mundo, sostenidos por la fe, en
medio de adversidades, recordemos estas palabras. Pidamos a Dios, no tanto que
nos libre de problemas, que todos tendremos, sino que nos libre de hacer el
mal, de responder mal, de enfadarnos, hundirnos o abandonar cuando vienen las
cosas torcidas. Que no se nos muera el alma, que no nos cansemos de amar y
obrar el bien.
Pedro y Pablo, tan distintos, tan iguales en su amor y en su
entrega, a Dios y a los demás, que dieron su vida por sus comunidades, son dos
ejemplos para todos los cristianos de hoy. Imitemos su heroísmo, cada cual a su
manera y en su lugar. Lo que Jesús nos pide no es más que lo que les pidió a
ellos: fidelidad y adhesión. Después, cada uno sabrá, allí donde esté, qué debe
hacer.
Que Pedro y Pablo nos inspiren y nos animen a no desfallecer nunca, a terminar la carrera y conservar la fe, con una profunda gratitud.
2025-06-20
Corpus Christi - C
Desde pequeños hemos
aprendido que comulgar el pan y el vino significa tomar el cuerpo y la sangre
de Cristo. ¡Comer al mismo Dios! Hacer de Dios parte de nuestra carne y nuestra
sangre… ¿somos conscientes de lo que estamos haciendo? Quizás tantos años de misas
y liturgias repetidas, domingo tras domingo, nos han apagado el asombro y la pasión
que deberíamos sentir ante un misterio tan grande y la generosidad desbordante
de nuestro Dios.
En las religiones
antiguas se sacrificaban animales para ofrecerlos a Dios. En la nuestra se da
un giro sorprendente: es Dios mismo quien se ofrece a los hombres… ¡y se da
como alimento! Los papeles se cambian. Si Melquisedec, el sacerdote del Antiguo
Testamento, aceptaba las ofrendas de Abraham para darlas a Dios, Jesús, el
nuevo sacerdote, se ofrece a sí mismo a los hombres. Melquisedec ofrece lo que
tiene: los frutos de la tierra y del trabajo humano. Jesús ofrece lo que es:
toda su humanidad, su cuerpo, su sangre, pero también su divinidad. Una
divinidad que no pide sacrificios, sino solamente apertura a su amor. ¡La gran
y única necesidad de Dios es que le dejemos amar!
En el evangelio de la
multiplicación de los panes vemos unidas las dos ofrendas. Dadles vosotros de comer, dice Jesús a sus discípulos, ante la
multitud hambrienta. El esfuerzo del muchacho que da lo poco que tiene, unos
pocos panes y peces, es el valor del sacrificio humano. Su gesto generoso
provoca la respuesta de Dios: el milagro del pan abundante para todos. La
generosidad humana dispara la Providencia de Dios. Y todos comen, y se sacian.
El misterio del pan de
Dios va ligado a una necesidad básica: el alimento. Las personas tenemos
hambre, necesitamos comida para vivir. Pero tenemos otra hambre más honda, y
aunque no lo parezca, la necesitamos para vivir con mayúscula, para no morir en
vida, para que nuestra existencia sea Vida de verdad, buena, bella, con
sentido. El pan material nos nutre, y Jesús en la oración del Padrenuestro
incluye una plegaria para que nunca nos falte. Pero el pan que alimenta nuestra
alma es él mismo.
Si Cristo es pan de vida, ser cristiano significa que cada uno de nosotros también ha de convertirse en pan. Pan para los demás: para el cónyuge y los hijos, para el vecino necesitado, para el pobre, para el triste, para el hambriento de justicia y misericordia, de escucha y de amistad. Hoy es la fiesta del cuerpo y la sangre de Cristo. Nosotros somos parte de ese cuerpo. Seamos generosos, seamos entregados, seamos buen pan.
2025-06-13
Santísima Trinidad
Dios es familia
La fiesta de hoy nos revela las
entrañas del mismo Dios: un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Dios no es un ser solitario ni
aislado. La soledad es el primer mal, como señala el Génesis, cuando dice: «No
es bueno que el hombre esté solo». Dios tampoco permanece en la soledad, sino
que es una familia de tres personas estrechamente unidas: es relación y
comunicación.
El Padre Creador
La primera persona de Dios es el Creador. Nos regala la vida, el universo, se complace en la belleza de todo lo creado y vuelca todo su amor en su criatura predilecta, hecha a su imagen y semejanza: el ser humano.
Dios Padre, esta figura de la paternidad de Dios, nos es revelado por Jesús. Su relación con Él es de hijo a padre, una relación de comunicación, de amistad, de confianza. Evoca donación, generosidad y amor. En definitiva, Jesús nos descubre a un Dios cercano y personal, que ama a su criatura.
El Hijo, Palabra encarnada
Dios Hijo es el Verbo encarnado, Jesucristo. En Jesús el amor de Dios Padre se personifica, se hace humano y se manifiesta en medio de nosotros. Cristo ama como Dios ama. Esta es la gran novedad del Cristianismo: Dios no está alejado de la humanidad. Viene a habitar entre nosotros, hasta el punto de hacerse hombre con todas las consecuencias.
Del Hijo hemos de aprender su vida, su opción por los pobres, su delicadeza con los enfermos, su capacidad de entrega, de dar hasta la vida por amor.
El aliento sagrado de Dios
El Espíritu Santo es el aliento, la fuerza, el beso de Dios.
Es el amor de Dios que se extiende entre los seres humanos. Así como a Dios
Padre podemos adivinarlo reflejado en
El Espíritu Santo despierta nuestra conciencia de unidad. Él
es quien nos infunde la fuerza para salir fuera de nosotros mismos, ir hacia
los demás y construir comunidad, Iglesia, pueblo de Dios. Es el Espíritu de
amor, de unidad, de amistad. Para el cristiano de hoy,
el espacio de comunicación por excelencia es la Iglesia.
Cultivar nuestra
dimensión trinitaria
El cristiano está llamado a ser trinitario en todos los
aspectos de su vida, cultivando la devoción a
¿Cómo ser trinitarios?
Aprendamos a ser creadores, como Dios Padre. Podemos crear belleza a nuestro alrededor, podemos levantar pequeños universos de buenas relaciones. Aprendamos a ser constructores de bien. Los cristianos hemos de ser muy creativos. La persona que tiene a Dios dentro es bella porque ama, crea, se entrega, está llena de su Espíritu e inspirada por Él.
Seamos también como Cristo. Imitemos su vida. Nuestra mejor enseñanza son las bienaventuranzas, maneras directas de encarnar el amor de Dios en el mundo. Recorramos nuestras Galileas y anunciemos la buena noticia de Dios. Seamos buenos predicadores, curemos a los enfermos, aliviemos el dolor de los que sufren, hasta dar nuestra vida por aquello que creemos. Imitar a Cristo significa abrirse a la voluntad de Dios y configurar en ella nuestra vida.
¿Cómo imitar al Espíritu Santo? Siendo dulzura y bálsamo, y
a la vez soplo potente, fuerza, empuje. Estamos llamados a ser fuego en medio
del mundo, propagadores de
2025-06-06
Domingo de Pentecostés
Primero envió a Jesús, su hijo. Jesús es nuestro pan y nuestra agua viva, el alimento que nos sostiene, el camino hacia la Vida con mayúsculas. La vida de Jesús es la que todos estamos llamados a vivir: una vida de servicio, de humildad, de amor a los amigos y ayuda a los que sufren. Una vida que trae luz y alegría allí donde hay oscuridad, miedo y muerte.
Jesús regresa junto al Padre… pero no nos deja solos. Ahora es el Espíritu Santo quien viene. Si Jesús era pan y agua viva, el Espíritu Santo es fuego y viento. Jesús nos sostiene, el Espíritu nos transforma y nos impulsa. Jesús enseñó a sus discípulos y los amó hasta el fin; el Espíritu los cambió por completo, convirtiendo a un grupo de hombres acobardados e indecisos en un equipo de valientes apóstoles. El Espíritu les infundió coraje y fortaleza para anunciar la vida de Dios incansablemente, afrontando toda clase de peligros y hasta la muerte. Y les dio capacidad de comunicación: todos los oían hablar en sus lenguas. Y es porque hay un lenguaje universal, el del amor, que todos pueden entender.
La Iglesia nace en Pentecostés. Hoy estamos aquí, reunidos, porque un día el Espíritu sopló sobre los apóstoles, reunidos con María. ¿Qué significa para nosotros esta fiesta? No es un mero recuerdo: Pentecostés sucede hoy, y el Espíritu Santo está soplando siempre. ¿Sabemos oír su voz? ¿Nos dejamos llevar por su soplo? ¿Dejamos que su fuego descongele nuestro corazón? Nuestras plegarias, ¿se abren a su acción?
Jesús sigue alimentándonos en la eucaristía y el Espíritu está presente en todos los sacramentos. ¡Es el mismo Espíritu que descendió sobre los apóstoles! No somos tan diferentes de ellos. ¿Sabemos recibirlo y acoger a este dulce huésped del alma? Quizás tenemos miedo de tanto viento, de tanto fuego, y nos pertrechamos tras mil excusas porque, en el fondo, no queremos cambiar. No queremos anunciar, no queremos vivir con tanta plenitud. ¿Nos da miedo el gozo? ¿Nos da miedo la vida eterna? ¿Nos asusta el cielo? ¿Nos atrevemos a vivir de verdad o nos contentamos con sobrevivir?
Nuestro Dios nos llama a una vida grande. Somos antorchas llamadas a sembrar luz. No tengamos miedo. Con el Espíritu Santo llegan muchos dones: el primero, la paz. Otro gran don: la unidad y la fraternidad. Y otros: un coraje y una alegría desbordante, sin límites.
2025-05-30
Ascensión del Señor
2025-05-23
6º Domingo de Pascua - C
En las tres lecturas de
este domingo hay un protagonista silencioso, que a menudo olvidamos: es el
Espíritu Santo, este dulce huésped del alma que está siempre presente y que es
el fuego que anima la Iglesia y nuestra vida cristiana.
El Espíritu Santo es la
presencia de Dios que brilla en esta Jerusalén celestial de la visión de San
Juan, en el Apocalipsis. En esta ciudad no hay santuario, porque Dios mismo y
el Cordero, Jesucristo, son su santuario. Tampoco hay sol, ni luna, ni
estrellas, porque la misma luz de Dios la alumbra.
El Espíritu Santo es el
que ilumina el entendimiento de los apóstoles cuando surgen disputas en las
primeras comunidades. ¿Cómo resuelven los dilemas? Rezando, en grupo y contando
con el buen consejo del mejor aliado: el propio Espíritu de Dios. Por eso en la
carta enviada a los cristianos de Antioquía, Siria y Cilicia, los de Jerusalén
dicen: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros…» Una decisión reflexionada
con calma, tomando a Dios como consejero, seguro que será acertada, la mejor
para todos. ¿Actuamos así en nuestras vidas? Cuando tenemos problemas, ¿nos
detenemos a rezar, a poner el problema ante Dios y a deliberar con la ayuda de
su Espíritu Santo? ¡Lo primeros cristianos nos dan ejemplo!
En el evangelio leemos
una parte de las palabras que Jesús dirige a sus discípulos, en la última cena.
Les habla de lo que sucederá tras su muerte y resurrección. Ellos ahora quizás
no entienden, él les da ánimos y los avisa para que, llegado el momento, crean
en él. El Espíritu Santo les dará el don de comprensión y les enseñará todo lo
que necesiten. Les dará fuerza, lucidez, coraje, inteligencia y una inmensa
capacidad para amar y entregarse. Con él, jamás se sentirán solos. Será el lazo
que los mantenga unidos con Jesús y con el Padre. El Espíritu es el fuego que
los animará y les infundirá una paz que nadie les podrá quitar.
Hoy los cristianos tenemos mucha necesidad de recordar a este Espíritu de amor y de unidad. Lo necesitamos como agua de mayo para regenerar nuestra vida espiritual y comprometernos de verdad con nuestra comunidad y con el mundo. Todos estamos llamados a ser apóstoles, cada uno en su lugar y de una manera distinta. Invocar al Espíritu y escuchar su voz, con docilidad y apertura de corazón, puede cambiar nuestras vidas y las de muchos que viven a nuestro alrededor.
2025-05-16
5º Domingo de Pascua - C
«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado.»
2025-05-09
4º Domingo de Pascua - C
Las lecturas de hoy,
¡incluso el salmo! nos hablan de pastoreo, de guía, de cuidado… Somos ovejas
del rebaño de Dios. No borregos sin criterio ni personalidad, sino posesión
suya muy preciosa. En la Biblia, cuando se utilizan estas expresiones de
propiedad hay que leerlas con una clave: la clave del amor. Solo entre dos que
se aman profundamente se emplean frases similares: eres mío, soy tuyo; nadie me
arrebatará de tu lado. Tú eres mi luz, mi guía, mi vida…
El salmo canta: somos
pueblo de Dios, él nos hizo, somos suyos y por esto tenemos motivos para vivir
con alegría y gratitud. Existimos porque somos inmensamente amados. El
evangelio nos ofrece palabras muy tiernas de Jesús dirigidas a sus seguidores,
a nosotros, hoy. Somos sus ovejas. Él nos conoce, una a una, nombre a nombre,
cara a cara. Nos protege y nos cuida. Nos da lo que todos anhelamos: una vida
que valga la pena vivir, una vida entera, completa, plena. Este es el significado
de vida eterna. Una vida que no se
acaba aquí en la tierra, sino que tendrá una continuación inimaginable en el
más allá, en brazos de Dios.
Nadie las arrebatará de mi mano, dice Jesús, e insiste: tampoco nadie las arrebatará de las manos del Padre.
Nos sujeta fuerte, como una madre que estrecha contra su seno al hijo que
ama tiernamente y no quiere perder. Así nos ama Dios, ¡no quiere perdernos! Y
no quiere que nos perdamos en el mundo. No quiere que nos hundamos en los
problemas y en la tristeza, ni que nos distraigamos con las frivolidades que
nos chupan la vida y la energía. Si estamos fuertemente unidos a la Trinidad de
Dios, no pereceremos.
Pero no solo estamos llamados a dejarnos amar. San Pablo con su vida nos muestra que estamos llamados a ser discípulos del mismo Dios, imitando su pastoreo. Muchas personas esperan un mensaje de paz y esperanza, muchas anhelan esa vida buena que nosotros ya disfrutamos. Hay que salir y ser apóstol. Hay que ser luz de las naciones, como dice Pablo. Y si en un lugar te cierran la puerta, sacúdete las sandalias y camina hacia otro. Somos luz. Hemos recibido mucho, y gratis. No podemos ocultar ni guardarnos esa luz. La plenitud de nuestra vida pasará por ser generosos y entregarnos para ser ayudantes del buen pastor, portadores de la buena nueva y colaboradores de Jesús. No tengamos miedo, él nos acompaña y nos defiende siempre. Su fuerza nos llena y nos inspira.
