2014-06-06

Pentecostés



Jn 20, 19-23
Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. 
Dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo.

El estallido del Espíritu

Hoy estamos aquí reunidos, celebrando la fiesta de Pentecostés, porque un día ocurrió un acontecimiento que daría lugar al nacimiento de la Iglesia: la irrupción del Espíritu Santo sobre los apóstoles.

La onda expansiva de esta vivencia espiritual llega hasta nosotros gracias al testimonio y al coraje de los primeros apóstoles. Sin su fe ardiente y su celo apostólico, no estaríamos celebrando hoy el sacramento de la presencia viva de Cristo.

Somos parte de una comunidad

Si para la formación del cristiano es bueno fortalecer la relación íntima con Dios a través de la oración, como Iglesia necesitamos fortalecer el vínculo con el Espíritu Santo, que es el que, en definitiva, nos hace sentirnos vivos dentro de ella. Conviene que los cristianos pensemos en qué medida nos sentimos Iglesia, miembros activos de la gran corporación de Cristo.

Los cristianos hemos de aprender a fortalecer los lazos entre nosotros, como comunidad. No somos pequeñas islas hambrientas de trascendencia; somos cuerpo de Cristo, somos hermanos. Estamos llamados a vivir la plenitud de la comunión dentro de la Iglesia.

La Iglesia es el espacio privilegiado donde podemos enriquecernos como familia de Dios. Del individualismo hemos de pasar a formar parte de una familia comprometida al servicio del anuncio gozoso de la buena nueva.

Nos une la misión

Con la Iglesia nace el sentido de la misión y la apostolicidad. El proceso de madurez espiritual del cristiano culmina en un profundo sentido de pertenencia y en el compromiso que se deriva de ésta.
A veces los cristianos somos buenos cumplidores del precepto, pero damos la impresión de querer ganar méritos personales para alcanzar la gracia, despreocupándonos de los demás. Podemos caer en el riesgo de mercantilizar nuestra relación con Dios: yo te doy, tú me das, y de centrarla en nuestras necesidades personales. La plenitud del cristiano pasa por la conciencia plena de ser no sólo receptor, sino transmisor de la experiencia viva de Dios.

Espíritu de unidad

¿Por qué vemos tantas iglesias vacías, o comunidades tan reducidas? Quizás por una pérdida de confianza y de valor. La Iglesia, ahora más que nunca, necesita de cristianos convencidos, auténticos, que descubran que vivir su fe implica abrir toda su vida a Dios, y no sólo en los momentos litúrgicos. Somos cristianos dentro y fuera del templo; en misa y en el trabajo; en la calle y en nuestros hogares. Si ya en el ámbito familiar vemos la necesidad de fortalecer los vínculos de sangre y notamos cuándo éstos se debilitan o se fracturan, provocándonos una gran soledad, lo mismo sucede con la Iglesia. Lo que nos une es más que la sangre: es el Espíritu de Dios. Él sella nuestro amor con Dios. Sin el Espíritu Santo, ni siquiera podríamos sentirnos cristianos.

Todos hemos de trabajar por la unidad de los cristianos. Benedicto XVI trabaja con tenacidad para unir iglesias y confesiones religiosas diversas. La unidad es un don del Espíritu Santo. Somos del único Cristo. Tenemos una sola fe. Siendo plenamente conscientes de esto podremos superar las barreras que dificultan la comunión.

Fiesta de la comunicación


Pentecostés es también la antítesis de Babel. El mito bíblico nos muestra al hombre que, en su orgullo, quiere sobrepasar a Dios o incluso colocarse en su lugar. Pero la falta de entendimiento con los demás le impide realizar sus planes. En cambio, Pentecostés es la fiesta de la comunicación, del lenguaje que todos entienden y que nos ayuda a alcanzar a Dios. Es cierto que en la Iglesia hemos de hacer un gran esfuerzo por adaptar nuestro lenguaje y hacer comprensible la palabra de Dios. Pero no olvidemos que tenemos un lenguaje común y universal, que siempre es comprendido: el lenguaje de la caridad.

2014-05-29

Ascensión del Señor - A


Ascensión - A from JoaquinIglesias

Mt 18, 16-20
“Id y haced discípulos míos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

Jesús encomienda una misión a los suyos

Con la ascensión a los cielos se culmina la misión terrenal de Jesús.  Hoy celebramos que Jesús trasciende de la temporalidad para albergarse, por siempre, en nuestro corazón.

La ascensión de Jesús ante sus discípulos ocurre en Galilea, su lugar ordinario de trabajo y de predicación. Será un momento clave que dará comienzo a la misión de la Iglesia, que eclosionará más tarde, en Pentecostés.

Jesús los reúne a todos como en la cena pascual para volver a darles una consigna: Id y haced discípulos míos a todas las gentes, por todo el mundo, en el nombre de la Trinidad. Después de las experiencias de encuentro con el resucitado, los discípulos ya están preparados. Han alcanzado la madurez para convertirse en auténticos transmisores de la buena noticia. Han dejado de ser hombres y mujeres inseguros y temerosos para pasar a ser audaces predicadores.

Jesús los envía a anunciar su mensaje,  a bautizar y a guardar sus mandatos, pero no sin antes enviarles el Espíritu Santo, la fuerza de Dios. Sólo la recepción del Espíritu permite entender la enorme repercusión de su mensaje, que ha llegado hasta nuestros días. Aquellos hombres vacilantes, aventados por el Espíritu, se convierten en llamas vivas.

Los cristianos, misioneros

Hoy, la Iglesia también nos envía a ser transmisores del Reino de Dios. El cristianismo no se culminaría sin esta dimensión misionera. Muchos cristianos participamos de la liturgia, incluso tenemos buena formación doctrinal y moral, pero nos falta la dimensión apostólica. No somos del todo Iglesia hasta que no nos abrimos de verdad y de todo corazón al soplo del Espíritu. Él es quien nos empuja a la misión y quien nos mantiene unidos, conscientes de ser comunidad, Iglesia. Sin esta vocación evangelizadora difícilmente podremos llevar a cabo el cometido al que todos estamos llamados: comunicar la buena nueva de Cristo a todos los hombres de nuestro tiempo.

Nos lamentamos de que las parroquias se vacían, y los que vienen son personas mayores. Sin la fuerza del compromiso y sin una apertura real al Espíritu Santo será muy difícil que la Iglesia avance. Más que nunca, ahora nos falta tenacidad. En una sociedad a menudo contraria a las ideas evangélicas, hemos de ser consecuentes con nuestro compromiso de fe ante el mundo. La Iglesia estará siempre viva en la medida en que cada uno de nosotros se sienta vivo dentro de la Iglesia. Ha llegado la hora de despertar.

Formamos parte de la empresa de Dios

Cuántos recursos publicitarios invierten las empresas por colocar un producto en el mercado. Cuántas sumas se emplean por hacerlo llegar a todo el mundo, incluso hay una ciencia para ello. Si para vender cualquier objeto se hacen enormes esfuerzos, ¿cómo no vamos a luchar los cristianos por hacer llegar nuestro gran “producto” al mundo? Este producto es el evangelio: palabra de Dios que libera, da paz, alegría y profundidad a nuestra existencia.


Todos los bautizados  que nos sentimos familia de Cristo formamos parte de la gran empresa de Dios en el mundo. Ojalá nos creamos la gran noticia del amor de Dios y seamos capaces de anunciarla con todas nuestras fuerzas. Los cristianos de hoy también hemos recibido el don del Espíritu Santo, ¿qué más necesitamos? Tenemos la suficiente energía, formación, creatividad y libertad para esparcir el Reino de Dios en el mundo y hacer crecer en las personas lo mejor que llevan dentro.

2014-05-23

Estoy con mi Padre, y vosotros conmigo


6º Domingo de Pascua –A–

Jn 14, 15-16

“El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama, lo amará mi Padre y yo también lo amaré, y me revelaré a él.”

El amor se traduce en unión

“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. Jesús, en la vigilia de su muerte, abre su corazón y comunica a los suyos cosas importantísimas para ellos y el futuro de la Iglesia. Amar implica adherirse totalmente a las palabras de Jesús. El concepto de mandamiento, en la cultura semita, no es tanto una obligación o una orden que hemos de obedecer, como una urgencia, unas palabras o hechos de vital trascendencia.

Jesús exhorta a los suyos a guardar sus mandamientos. ¿Cuáles son estos mandamientos? Se refiere al mandamiento del amor: amad como yo os he amado; a la petición de ser uno con el Padre, como él, y a ser perfectos en el amor como el Padre lo es. Son consignas definitivas para el cristiano, y de éstas se derivan otras: ama a tus enemigos, haz el bien incluso a quien te persigue, no juzguéis y no seréis juzgados…

Especialmente, Jesús nos pide que seamos unos con él. El pequeño grupo de los apóstoles creció con toda su potencia porque se mantuvo unido y en comunión. Si amar nos cuesta, mantenernos unidos y buscar la perfección son retos aún mayores, pero fundamentales para nuestro crecimiento personal y para la cohesión como Iglesia.

El Espíritu Santo, fuerza que aglutina

Jesús continúa: “Le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad”. Sabe que el impacto de su muerte puede desorientar y entristecer a los suyos, y les dice que intercederá al Padre por ellos, para que les envíe al Consolador que siempre los acompañe. Quizás sin la fuerza del Espíritu Santo, como veremos en Pentecostés, el grupo nunca se hubiera aglutinado. Era necesaria su presencia, que llenó de coraje a los discípulos para empujarles a salir en misión.

Con la recepción del Espíritu Santo, los apóstoles tienen muy claro que Dios está con ellos. “Yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros”, dice Jesús. Esa triple unión actúa como correa de transmisión que los lanzará al mundo a evangelizar.

Con estas palabras, el autor sagrado se refiere al misterio insondable de la Trinidad, el mismo corazón de Dios. Está aludiendo al Padre creador, al Hijo, la palabra encarnada por amor, y al Espíritu Santo, que es la fuerza y el compromiso.

El Hijo, transparencia del Padre

Los mandamientos no sólo deben ser guardados como un precioso legado espiritual, sino que los cristianos hemos de cumplirlos, vivirlos y sentirlos, hasta hacerlos carne de nuestra carne. Sólo de esta manera estaremos unidos a la propia Trinidad. Sólo cuando amamos de verdad el amor del Padre y del Hijo también llegará a nosotros, y el Hijo se revelará en toda su plenitud.

El Hijo es la transparencia del Padre, la manifestación plena y total de Dios. Los cristianos no necesitamos nada más. Tenemos suficientes argumentos, como bien dice san Pedro en su carta, para dar razón de nuestra esperanza. Cada domingo, el pan sacramentado que comemos es suficiente motivo para hacernos estallar de alegría y empujarnos a nuestro trabajo misionero de anunciar a Cristo resucitado.

Vivir con hondura los sacramentos

¿Qué nos ocurre? Sucede que, por rutina, por haber caído en una práctica religiosa ritualizada e inmersa en nuestra cultura, nos cuesta vibrar ante el sacramento. Hemos envuelto tanto el regalo que no acabamos de encontrarlo bajo las capas que lo recubren. Venimos a misa casi por inercia, por costumbre o por sentido del deber, pero no somos totalmente conscientes de lo que hacemos. Tal vez sí lo sabemos, pero no experimentamos en nuestro interior este amor inmenso de Dios que se nos entrega. No captamos la trascendencia, nos falta alegría. Nos quedamos en el mero gesto, pero no ahondamos lo bastante en su significado. Y de ahí que nuestras liturgias, faltas de esa vivencia, corran el riesgo de convertirse en ritos vacíos.

No se trata de culpar a la liturgia o de eliminar su solemnidad. Los ritos son necesarios para las personas. Un regalo tan grande merece un buen envoltorio. Pero no podemos quedarnos en él.  Nuestra religión, antes que una doctrina, es una vivencia. Nace de la experiencia de Jesús resucitado, transmitida por los apóstoles, que todos estamos llamados a revivir. El Espíritu Santo, que Jesús envió sobre los suyos también sopla sobre nosotros. Si lo acogemos en nuestro interior, nos hará renovar esa experiencia, capaz de transformar nuestras vidas. Dos mil años después, los cristianos formamos parte de la misma familia espiritual que los apóstoles. También estamos llamados a cumplir los preceptos de Jesús y a ser uno, con él y con el Padre.

2014-05-15

Camino, Verdad, Vida




5º Domingo de Pascua –A–

Jn 14, 1-12
Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, también conoceréis al Padre.”

No temáis

Esta lectura del evangelio debemos situarla en el contexto de la última cena de Jesús con sus discípulos, antes de su pasión. Forma parte del llamado discurso del adiós y, con estas palabras, Jesús se está despidiendo de los suyos y dejándoles su legado espiritual.

“No tiemble vuestro corazón”, comienza diciendo. En los momentos más difíciles, Jesús nos pide que seamos fieles y nos mantengamos firmes. Él es la roca en la que se asientan nuestras convicciones. Nos pide tener valor en medio de las adversidades.

Creed en mí

Y no sólo esto, sino que también nos pide que creamos: “Creed en Dios, y creed también en mí”. Es en los momentos de dolor, de sacrificio y de prueba, cuando más podemos profundizar en nuestra fe. Es entonces cuando hemos de creer con más fuerza, y no porque Dios nos vaya a rescatar del sufrimiento o del miedo, sino porque nos ama y siempre está a nuestro lado. Sólo desde la fe podremos dar un sentido a todo cuanto nos sucede.

“Creed en mí”, dice Jesús. Nos está hablando de su figura y nos pide fidelidad total a su persona, como imagen viva del rostro de Dios. Nuestra vida como cristianos pasa por esa adhesión a Cristo, vivida en el seno de la Iglesia. Nuestra fe no es una fe desencarnada en un Dios abstracto y puramente espíritu: creer en él significa poner en Cristo nuestra esperanza, creer en sus palabras, en su anuncio y en todo cuanto hizo.  Pues “El Padre, que permanece en mí, él mismo hace sus obras”. Jesús y el Padre son uno.

Dios nos reserva un lugar

“En casa de mi padre hay muchas estancias”, sigue Jesús. Su deseo es llevarnos a todos hacia el Padre. Es el puente, el hermano mayor que nos lleva de la mano. Y el Padre nos tiene ya reservado un lugar en su corazón, junto a él. Pero, antes de llegar al cielo definitivo, los cristianos ya tenemos un lugar: la Iglesia. Nuestro hogar es la comunidad, la familia de Dios. Él desea ardientemente acogernos y la Iglesia en la tierra son sus brazos, que se tienden a todos.

Buscando el camino

Tomás, el apóstol, duda y pregunta a Jesús. “Señor, ¿cómo podemos saber el camino?”. Jesús le responde: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.

Muchos cristianos, como Tomás, siguen buscando el camino. Han nacido en una cultura cristiana, han vivido formando parte de la Iglesia, pero no encuentran el camino. Como Felipe,  han estado con él y aún no lo ven. Jesús insiste: “Quien me ve a mí ve al Padre”. Pero, a veces, nos cuesta abrir los ojos.

Los cristianos de hoy tenemos el deber de autoevangelizarnos y recuperar nuestro norte. Si perdemos a Cristo como referencia y centro de nuestra fe, hemos perdido el camino. La Iglesia nos lo señala continuamente, pero a menudo nos perdemos en el laberinto del propio yo, en discusiones y enfrentamientos inútiles.

Reflejar el rostro de Dios

Ver a Jesús es ver a Dios. Hoy, ver a la Iglesia es ver a Dios. Por eso los cristianos hemos de reflejar ese rostro amoroso del Padre. Hemos de ayudarnos y ayudar a otros a encontrar el camino. Tenemos un enorme potencial, el don del Espíritu Santo, que nos capacita para recrear la vida de la fe.

“Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Jesús no es sólo un guía: es el mismo camino, el único que nos lleva a Dios. Sus palabras, su testimonio, su vida, nos conducen directamente al Padre. Observemos que Jesús no dice que es “un” camino, sino “el” camino. Tampoco es una verdad, ni nos dice que hay muchas verdades, sino “la” verdad, la única que ilumina nuestra existencia y nos lleva a la felicidad auténtica. Y la vida de Jesús, que hemos de reproducir los cristianos, es la vida que realmente vale la pena. Cada cristiano es fuente de esa vida de Dios.

La reflexión que ha de despertar en nosotros el evangelio de hoy es ésta. Como Jesús,  todos estamos llamados a ser camino que lleve a Dios, verdad que ayude a discernir y vida para los demás. De aquí, caminaremos hacia el cielo, convirtiendo una parcela de este mundo en pequeño Reino de Dios.

2014-05-10

El buen pastor


4º domingo de Pascua - A from JoaquinIglesias

Jn 10, 1-10
“Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voy, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando las ha sacado todas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz…”

La comparación de Jesús con el buen pastor recoge una tradición del profetismo y el Antiguo Testamento: el buen pastor es la imagen del líder para su pueblo. Pero en Israel también hubo falsos profetas que alejaban el rebaño de Dios y lo confundían. Aludiendo a ellos, Jesús hace una crítica a los líderes del pueblo –los fariseos, los sacerdotes– que se aprovechan de las gentes sencillas y las oprimen: “haced lo que ellos dicen, pero no hagáis lo que ellos hacen”, dice en una ocasión.

El evangelista hace un retrato de lo que tiene que ser un buen pastor, que vemos culminado en la persona de Jesús.

La puerta de la libertad

Jesús reúne todas las características para liderar y dirigir a su pueblo. Pero no hay en él un afán de poder ni de dominación de las masas. Jesús siempre respeta la libertad.

El buen pastor entra por la puerta, no salta por la ventana como lo haría un ladrón. Jesús tiene muy claro que ha de entrar por la puerta de la libertad de cada persona para ofrecerle la buena noticia de Dios. No fuerza ni violenta a nadie. La libertad es fundamental en su apostolado.

Las ovejas conocen su voz

Las ovejas conocen su voz. Es una voz que transmite calidez, cuidado, solicitud. Reconocen su voz porque saben que él quiere lo mejor para ellas. Jesús no es un extraño, sino alguien cercano que las saca del aprisco para alimentarlas. Así, los cristianos sabemos que Jesús llama con suavidad a nuestras puertas para ofrecernos el alimento que ansía nuestro corazón.

Reconocer la voz es más que conocer el sonido: significa identificarse con él. Los cristianos hemos de saber identificar la voz de Cristo en la Iglesia y en aquellos que hablan en su nombre. Muchas voces son manipuladoras, ambiguas y engañosas. Prometen falsos cielos, pero están cargadas de ambición y orgullo. El cristiano ha de tener capacidad de discernimiento para saber lo que viene de Dios.

Las llama por su nombre

La lectura sigue: el pastor saca afuera a las ovejas, las llama por su nombre y se pone delante de ellas para guiarlas hacia los verdes pastos.

Para Jesús, tan importante como la libertad es personalizar la relación. El rebaño no es una masa anónima; cada persona tiene su nombre, su vida, su historia. Sólo conociéndola a fondo se puede establecer una relación de confianza, de guía y dirección. Llamar a las ovejas por su nombre es saber realmente cómo es cada una. Por esto la Iglesia ha de ser experta en antropología y en humanidad, ha de conocer lo que se juega en el corazón humano y saber cómo responder a sus anhelos más profundos.

Las conduce a buenos pastos

El pastor se sitúa delante de las ovejas para que no se pierdan. No lo hace para mandar y someterlas, sino para conducirlas y orientarlas, como un guía. Y las lleva a los pastos para alimentarlas. Sólo Cristo nos puede dar el alimento de Dios. Para los cristianos, ese alimento es el pan de la eucaristía.

“Yo soy la puerta”, insiste Jesús. Él es nuestra entrada en ese recorrido hacia Dios, es el puente tendido entre nosotros y Dios. La entrada quizás sea estrecha e implique un proceso de exigencia, depuración interior y sacrificio. Pero, una vez pasemos al otro lado, podremos contemplar la belleza de otro paisaje: el del cielo, un mundo transformado por el amor. Para los cristianos, nuestra entrada a la Iglesia, pueblo de Dios, es el bautismo, que nos ha de llevar a la conversión y a vivir el ágape eucarístico.

Jesús ya no sólo será la puerta, sino el mismo alimento. El buen pastor acaba siendo cordero, es llevado al matadero y dará su vida por las ovejas.

Los cristianos, llamados a ser buenos pastores

Dios quiere que vivamos en plenitud: “He venido para que tengan vida, y vida en abundancia”, dice Jesús. Esto ocurre cuando abrimos nuestras puertas para que él entre y cuando también sabemos abrirnos a los demás. Vivir en abundancia es vivir generosamente, entregando nuestro amor a los demás.

Nosotros, como cristianos, también hemos de ser pequeñas puertas para que otros puedan entrar a la vida de la fe. Nos hemos de convertir en buenos pastores que ayuden a la gente a discernir sobre sus vidas para que se acerquen a Dios. Esto, siguiendo fielmente el criterio de Jesús y las enseñanzas de la Iglesia, sin dejarnos contaminar por ideologías y sin pretender llevar a la gente a nuestra propia causa, para servir a nuestros intereses o nuestra vanidad.

Nuestra misión es llevar a la gente a la Iglesia y a Dios, no a nosotros mismos. Trabajamos con y para el único pastor y la única causa: Jesús de Nazaret.

Cuánta gente en el mundo busca un consejo adecuado, un sentido a su vida, consuelo y apoyo. Cuánta gente busca a Dios, y corre el riesgo de perderse ante mil puertas que se abren, incitantes: las puertas de la frivolidad, el egoísmo, falsos paraísos… y tantas otras. La única puerta que nos hará felices es Jesús, que nos lleva al corazón de Dios.

2014-05-03

Jesús, compañero de camino




Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron.
Lc 24, 13-35

Dios sale a nuestro encuentro

Las secuencias de las apariciones de Jesús resucitado van sucediéndose en aquel día primero de la semana. Esta vez son dos los testigos, discípulos que caminaban hacia un pueblo llamado Emaús. Por el camino van conversando, abatidos y desencantados, y discuten, tratando de comprender lo que ha ocurrido con su Maestro.  Es entonces cuando un desconocido interviene en su conversación.

Jesús siempre sale a nuestro encuentro. Cuando estamos tristes y consternados, va en busca de nosotros. Cuando dudamos y nos sentimos desamparados, busca la manera de hacerse el encontradizo en nuestras vidas.

Los dos discípulos comentan con el forastero lo sucedido en Jerusalén. Hablan de Jesús, a quien llaman profeta, crucificado y muerto. Y mientras conversan, el caminante va iluminando su corazón, explicándoles las Sagradas Escrituras desde Moisés hasta los profetas, indicando todos los lugares que se refieren a él.

Jesús instruye

En el camino hacia Emaús, Jesús hace de catequista con aquellos dos discípulos desorientados. Paciente, camina a su lado, mientras les va explicando. Este camino es paralelo al catecumenado que una persona recorre hasta convertirse. De la oscuridad de la duda, se llega poco a poco a la claridad. Las Sagradas Escrituras son fundamentales para entender el misterio de la revelación cristiana. Jesús recoge la tradición de la ley judía y de la Torah, parte de sus raíces. Pero ya no se presenta como otro más entre los profetas. Jesús es mucho más que ellos, más que Moisés y David. En él se culminan las profecías del Antiguo Testamento. Los profetas anunciaban una promesa: él es el cumplimiento de esa promesa de Dios.

Cuando llegan a Emaús, los dos hombres invitan al desconocido a quedarse con ellos. Y le insisten: “Quédate con nosotros”. En esa petición, ya se atisba un latido de esperanza. Los discípulos comienzan a despertar.

Qué importante es acoger tanto las instrucciones como al propio instructor. Para que se dé una sintonía entre Dios y nosotros ha de haber ese deseo ardiente, esa petición: quédate con nosotros. Los cristianos hemos de dejar que Dios nos acompañe, que la Iglesia nos instruya, y abrir las puertas de nuestro corazón a Jesús.  Sólo de esta manera pasaremos a otra fase espiritual, a un nivel más elevado: nuestra participación en el ágape de la eucaristía.

Compartir  y anunciar

El momento de reconocimiento pleno llega cuando los tres participan en la fracción del pan. Entonces sus ojos se abren y reconocen la presencia real de Jesús. Él desaparece, pero esta experiencia íntima con el resucitado les basta.

Compartir el pan con Jesús los convierte en apóstoles. Del catecumenado, la instrucción, pasan a la eucaristía y de ahí llegan a ser anunciadores de la buena nueva. Ya están preparados para recorrer el camino al revés. Deshacen el camino de la desesperanza para iniciar el camino de la fe y el amor. Vuelven, corriendo, entusiasmados, a Jerusalén. Allí comunican a sus compañeros que realmente el Señor ha resucitado y se les ha aparecido. Explican lo que les ha sucedido y recuerdan: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba el sentido de las escrituras?”.

Ahora, sus vidas son llamas vivas, que los empujarán a comunicar este acontecimiento salvífico.

El camino de Emaús, hoy

Hoy día, los cristianos podemos encontrarnos a menudo en situaciones semejantes a los discípulos de Emaús. Tal vez los problemas y las injusticias amenazan con hundirnos en el desencanto y la decepción. Dios parece ausente de un mundo convulso y herido por las luchas y el afán de poder. Y quizás la tendencia más inmediata sea ésta: retirarnos, huir de los problemas, refugiarnos en nuestro Emaús particular, para discutir, intentando razonar, el por qué de tanto mal.

Pero, al igual que les sucedió a los discípulos de Emaús, Jesús no deja de venir en nuestra busca. Lo hace de mil maneras, a través de personas, lecturas, plegarias; a través de los mensajes de la Iglesia y de los acontecimientos… Como aquellos discípulos, si queremos oír su voz hemos de prestar atención y abrir el corazón. Hemos de saber escuchar e invitar. Dejemos que Dios se aloje en nosotros porque, sin duda, vendrá. Lo descubriremos en aquellos momentos de diálogo sereno, de oración, o de comunión. Tal vez cuando sepamos olvidar nuestros problemas y dejar a un lado el egoísmo, se encenderá la luz dentro de nosotros y descubriremos que allí donde dos o más se aman, se ayudan y comparten lo que tienen, allí está Dios.


Para los creyentes, ese momento de revelación e íntima comunión se da cada domingo en la eucaristía. Tal vez el resto de la semana sea un camino arduo, cargado de problemas, donde nos asaltan las dudas y el miedo. Pero nuestra vida tiene un sentido y la fracción del pan de Cristo nos ayuda a renovarla y nos infunde fuerzas y entusiasmo para seguir proclamando que Dios nos ama y nos busca.

2014-04-26

¡Señor mío y Dios mío!


2º Domingo de Pascua - A from JoaquinIglesias

Evangelio: Jn 20 19-31


De la incredulidad a la fe

El evangelio de hoy tiene dos partes. En la primera se nos relata la aparición de Jesús resucitado a los discípulos, en el cenáculo, estando Tomás ausente.  En la segunda, se narra otra aparición a los discípulos, con Tomás.

Todos aseguran a Tomás que han visto al Señor, pero él insiste en no creer si no lo ve ni lo toca. Los discípulos que han visto intentan convencer a su compañero con fuerza: han visto al Señor. Así, se convierten en apóstoles de Tomás, ya que le comunican la buena noticia de la resurrección, pero él sigue sin creer.

Paz a vosotros

Después de la muerte de Jesús, sus discípulos quedan desolados y desconcertados, tienen miedo y se esconden. Están inseguros y tristes, encerrados en sí mismos, faltos de toda esperanza. Han perdido el faro que los iluminaba. También han perdido la paz y todas sus ilusiones en los proyectos de su Maestro. La noche se acerca y la oscuridad y el desasosiego invade sus corazones.

Es el primer día de la semana, y permanecen recluidos en la casa. De pronto, se les aparece Jesús. Entra y se pone en medio de ellos, y les dice: “Paz a vosotros”. Son las primeras palabras que les dirige, el saludo hebreo “Shalom”, que significa paz. Sabe que esos hombres desorientados necesitan recibir de su Maestro la paz del resucitado. Pero el deseo de paz no es  suficiente. Tiene que demostrarles que no es un fantasma ni un espejismo fruto del miedo, que su presencia es real; que lo que están viendo es cierto. Y les enseña los agujeros de las manos y el costado. Son las pruebas de que es él, Jesús, él mismo.

Allí, vivo en medio de ellos, les muestra las marcas del dolor, del desgarro, del sufrimiento. Son las pruebas fehacientes de que todo es verdad. Jesús no sólo está vivo: está resucitado.

Brota la semilla de la Iglesia

Ellos se llenan de alegría al ver al Señor. Al ver las marcas de Jesús histórico, de su agonía y su muerte, los discípulos empiezan a despertar del letargo, sacudiéndose el miedo. Ya vuelven a estar juntos, con su Maestro y amigo para siempre. La oscura y penetrante noche da paso a la alborada de su fe. Del miedo y la desconfianza pasan a la esperanza y a la alegría. Los discípulos están contentos, han visto al Señor. Sus vidas cambian totalmente.

La experiencia del encuentro con el resucitado los marcará a todos para siempre. En esos momentos, comienzan a nacer a una vida nueva. Brota el germen de lo que será la futura Iglesia, fundamentada sobre el pilar de la resurrección de Jesús.

El ímpetu de los apóstoles

No habría vocación, ni misión, ni Iglesia sin la adhesión total a la persona de Jesús resucitado. Los discípulos sienten esa certeza en el corazón, con todas sus fuerzas. La intrepidez de los primeros apóstoles sacude la historia como un maremoto en el mar. El empuje que reciben a partir de esta experiencia llega hasta nosotros, con todo su ímpetu.

Una vez serenos, llenos de alegría e invadidos con la paz del resucitado, Jesús exhala su aliento sobre los discípulos y les regala su Espíritu Santo. Al mismo tiempo, los llama a una gran misión: convertirse en ministros del perdón y de la misericordia. Les da la autoridad de conducir las almas perdidas, para que nadie quede fuera del rebaño de Cristo. Jesús no solo da a sus apóstoles la paz y la alegría, también les otorga la fuerza de su aliento, el fuego de su amor. Con la resurrección de Jesús, se recrea el universo. A partir de la muerte y vida de Jesús, todo queda recreado en su persona. También el universo de nuestras vidas se transformará hasta llegar a engendrar un nuevo Cristo en cada uno de nosotros. Somos todos los bautizados de la nueva creación, que es la Iglesia.

En el cenáculo, con Tomás

En la segunda parte del texto vemos como los discípulos explican a Tomás que han visto al Señor. Hablan, llenos de alegría, ante un Tomás desconcertado e incrédulo. Aún no le ha llegado el momento definitivo, sigue  en la noche oscura de su fe. Quizás camina sin rumbo y desesperado, porque todavía no ha vivido la gran experiencia que han tenido sus compañeros. Solo y apesadumbrado, sin orientación, camina hacia ninguna parte, porque no ha estado presente en el primer encuentro de Jesús con sus discípulos.

A los ocho días, se reúnen todos de nuevo y, esta vez, Tomás está con ellos. Sus compañeros ya no tienen miedo, pero él sí. Y no sólo teme, sino que se cierra a creer. La duda se ha apoderado de él. A pesar de todo está allí, en el cenáculo. Es entonces, con las puertas cerradas, cuando Jesús se les aparece de nuevo. Les vuelve a dar la paz, también a él, y le dice: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos, trae tu mano, aquí tienes mi costado”.

La claridad de la fe

Jesús sabe que Tomás necesita un revulsivo mayor. Tocar las llagas de Jesús es la evidencia clara de su resurrección. Está allí, vivo, hablando con él. Jesús hace que Tomás palpe el dolor más hondo de su corazón, latiendo con nueva vida. Es la señal más clara de su amor, que rebasa el sufrimiento. La incredulidad de Tomás se convierte en fe: “¡Señor mío y Dios mío!”, exclama Tomás. En sus palabras hay una cierta connotación de pena y de disculpa pero, a la vez, una enorme claridad. Tomás hace una declaración de fe. Cuando la luz del resucitado penetra en su ser las dudas quedan totalmente disipadas.

También Tomás se convertirá en otro apóstol de la buena noticia de la resurrección. Ya no está perdido, como sus amigos, que participan de la luz de la fe. Se sienten más vivos que nunca. Han recuperado la esperanza, la fe y la alegría de su Maestro, pero ahora resucitado. Con esta fuerza interior, todos convencidos y a una, anunciarán su resurrección y la extenderán por todos los lugares de la tierra. Esa noticia barrerá el mundo, como un huracán, y llegará hasta un día como hoy, en que los cristianos revivimos en comunidad la gran experiencia de la resurrección.  En cada eucaristía que celebramos, estamos asistiendo a la resurrección de Cristo y recibiendo el mismo Espíritu que sopló sobre sus discípulos.

Y, como ellos, tenemos una misión: comunicar con vigor misionero a todos los que tenemos alrededor que también nosotros somos partícipes de este gran acontecimiento.

2014-04-19

Pascua de resurrección


Pascua A - 2014 from JoaquinIglesias

Evangelio del día: Jn 20, 1-9

La resurrección de Cristo es la fiesta por excelencia de la vida cristiana. Sin este acontecimiento, no se entendería la vida de la Iglesia y el sentido de nuestro ser cristiano. Como dice San Pablo, “si Cristo no hubiera resucitado, ¡vana sería nuestra fe!”. El encuentro con el resucitado marca nuestra forma de vivir y estar en el mundo, de una manera trascendida.

La fe alumbra en la tiniebla

El evangelio de San Juan nos relata cómo María Magdalena sale al amanecer, cuando todavía es de noche, hacia el sepulcro. Su gesto es simbólico de una fe que, aún a oscuras, alienta esperanza. María Magdalena ya ha vivido una experiencia de resurrección íntima cuando se encontró con Jesús y él la rescató de las esclavitudes de su vida anterior. En su corazón alberga una última esperanza y una certeza: su Maestro no puede morir definitivamente. De aquí que, apresurada, se acerque al sepulcro al romper el alba.

Ante el sepulcro vacío, brotan sentimientos diversos: alarma, sorpresa, desolación… ¿Dónde está el Maestro? Poco a poco, la esperanza va creciendo en su interior, y María va corriendo a comunicarlo a los discípulos. En especial, se dirige a Pedro, pues reconoce su liderazgo en el grupo y busca en él confirmación de este hecho perturbador.

La autoridad confirma la fe

Pedro y Juan, el discípulo amado del Señor, corren al sepulcro. Juan, que corre más aprisa, también reconoce la autoridad de Pedro y, conteniendo su natural curiosidad e impaciencia, no entra en el sepulcro y aguarda a que él llegue. Entonces, ven que realmente el sudario está en el suelo y la tumba vacía. Jesús no está allí. Para el judío, un sepulcro vacío significa algo más que simple ausencia; es un anticipo y una primera prueba de la resurrección.

Juan, narrador del evangelio, nos cuenta que entró, vio y creyó. Es entonces cuando comprenden las Sagradas Escrituras y muchas palabras y alusiones de Jesús a su muerte y resurrección.

En este pasaje, Pedro representa el Papado, la tradición y el Magisterio de la Iglesia. Juan es el teólogo, con una viva experiencia de Dios, pero que espera, humilde, la confirmación de la autoridad. De alguna manera, esta lectura nos hace pensar que los cristianos no podemos ir inventando teologías particulares, o haciendo lecturas un tanto subjetivas de las escrituras. Es importante atenernos a los hechos y a la tradición y enseñanzas de la Iglesia, que están fundamentadas sólidamente en estos primeros testimonios, cercanos a Jesús. Muchas personas utilizan la Biblia para extraer teorías subjetivas y originales, quizás un poco ligeramente. No olvidemos que estamos hablando de una experiencia que nos sobrepasa y que va más allá de nuestras elucubraciones. Este episodio evangélico nos muestra la importancia de la comunión y de reconocer unas verdades inmutables que los cristianos coherentes no podemos cuestionar, como el hecho de la resurrección.

Vivir la resurrección, hoy

Nosotros, los cristianos de hoy, no somos testigos oculares de primera mano; no hemos vivido la experiencia de los primeros apóstoles ni hemos escuchado su testimonio, como los cristianos de las primeras comunidades. Pero sí hemos heredado esa vivencia y hemos recibido el mismo don que ellos: la gracia, el don sobrenatural de la fe. San Pablo tampoco fue un testigo directo de la resurrección y no conoció a Jesús como lo hicieron los Doce discípulos, pero su vivencia fue extraordinariamente honda y sincera. ¡Cuánto hizo, y cuán lejos llegó, movido por la fe!

Hoy, participar de la eucaristía nos hace testigos de la muerte y resurrección de Jesús. Comulgando, Jesús se hace presente entre nosotros y dentro de nuestro ser. Como predicó el Papa Benedicto en su homilía de la Vigilia Pascual, con la resurrección, Jesús rompe las barreras entre el pasado y el porvenir, y entre el tú y el yo. “El Resucitado está presente ayer, hoy y siempre; abraza todos los tiempos y todos los lugares. También puede superar el muro que separa el yo del tú. Así lo dice San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Cada vez que acudimos a misa estamos asistiendo al acontecimiento pascual y recibiendo el Espíritu Santo que alentó a los apóstoles.

Las mujeres, apóstolas

No deja de ser significativo que, en una cultura que marginaba a las mujeres y las relegaba a una posición socialmente inferior, la figura de la mujer aparezca en primer lugar en un hecho tan fundamental de nuestra fe.

Jesús se aparece, antes que a nadie, a las mujeres. Ellas fueron las únicas que no lo abandonaron en su pasión. Con Juan, ellas estuvieron al pie de la cruz. Ahora, son ellas las primeras en recibir la gran noticia de su resurrección. Esto tiene enormes consecuencias de tipo pastoral, social y cultural. La mujer tiene una sensibilidad espiritual muy profunda para captar situaciones importantes. Las mujeres se convierten en apóstolas de los apóstoles. Su actitud y su valentía son un referente para las mujeres cristianas de hoy.

Comunicar la mayor de las noticias

Hoy, domingo de Pascua, celebramos que hemos recibido la mayor de las noticias. Frente a un mundo convulso y desconcertado, donde los medios de comunicación se nutren de desgracias y catástrofes, la noticia pascual nos ha de llenar de gozo y alegría. Tenemos suficientes motivos para ser felices y no dejarnos hundir por el desánimo ni la indiferencia. Los cristianos no podemos rendirnos ante la avalancha de  malas noticias. Hemos de ser comunicadores de la alegría del resucitado. Como cirios pascuales, hemos de esparcir luz y alegría en el mundo. La alegría es una cualidad esencial y constitutiva del cristiano. Nos habla de la fuerza del amor, que vence la muerte y todas las tribulaciones. Nada ni nadie nos puede arrebatar esta alegría. Cristo vive, hoy y para siempre, en nosotros.

2014-04-10

Domingo de Ramos - A


Pasión según San Mateo 


Un relato que toca a nuestras vidas 


La narración de la Pasión de Jesús estremece al lector. Contemplamos la puesta en escena de un proceso largamente maquinado contra Jesús. El hombre justo, que pasó su vida haciendo el bien, recibe al final toda clase de vejaciones y crueldades. El bien que derrochó a manos llenas se ve correspondido con el rechazo, la burla y la condena a muerte. El autor no ahorra detalles que ponen de manifiesto lo absurdo de su muerte y, al mismo tiempo, el total abandono de Jesús a la voluntad de Dios. Ante este relato, no podemos permanecer indiferentes. Son muchos los momentos de la Pasión que han de resonar en nuestras vidas. 

El beso de Judas 


Antes de morir, Jesús reúne a los suyos en una cena y les transmite su legado espiritual. Pero ya en esos momentos de intimidad, la sombra del mal acecha y se manifiesta. Jesús anuncia la traición de Judas y presiente la negación, la soledad, la burla y su penoso camino hacia el Calvario. Cuando lo vienen a prender, en el huerto de los olivos, y Judas lo besa, Jesús lo recibe con estas palabras: “Amigo, ¿a qué vienes?”. Es una cruel paradoja que Judas utilice una expresión de cariño, el beso, como contraseña para identificar a Jesús y ordenar que lo prendan. Este gesto nos hace pensar en cuántas veces las manifestaciones de ternura son auténticas o, por el contrario, no responden a lo que vive el corazón. 

Dios padece y muere con los que sufren 


La Pasión de Jesús nos lleva inevitablemente a meditar sobre los males que asolan el mundo y sobre la presencia de Dios. ¿Qué hace Dios, cuando la humanidad sufre tanto? La respuesta es la misma persona de Jesús. Dios ama tanto al hombre que se hace como él, hasta el punto de ponerse contra sí mismo. Es decir, por un infinito respeto a la libertad humana, Dios renuncia a su poder, incluso al poder sobre el mal, y acepta ser víctima de ese mal. El ofrece su amor, pero acepta que el hombre lo rechace. Así, se sitúa al lado de todos los que sufren injustamente, heridos por la iniquidad del mal. En medio de las desgracias y los males del mundo, Dios está allí, crucificado, maltratado y tendido con los que sufren y mueren. 

La causa de la Pasión 


Veamos la Pasión desde otra perspectiva. ¿Hemos pensado alguna vez que nosotros podemos ser causantes de pasión y sufrimiento a los demás? Hoy vemos que mucha gente sufre en el mundo: desde niños maltratados y abusados, personas solas, ancianos, marginados, indigentes sin techo… Cuando apartamos a Dios de nuestras vidas, el mal se adueña de todo y causa estragos. Es el rechazo a Dios lo que provoca tanto dolor, y él se coloca al lado de las víctimas. Ellas son, hoy, el rostro de Cristo sufriente, que nos impacta durante las celebraciones de Semana Santa. 

Se suelen hacer lecturas sociológicas y políticas sobre la Pasión de Cristo. Pero, más allá de estas visiones, hemos de ahondar en nuestras propias actitudes. A veces, nosotros mismos somos causa de dolor para familiares, amigos, vecinos o personas conocidas. Cuántas veces, por tonterías o frivolidades, generamos problemas absurdos que hacen sufrir a los demás. Cada día se dan en el mundo muchas pequeñas pasiones: las que inflingimos a causa de nuestro egoísmo. 

Vivir en propia carne la pasión 


Durante estos días participaremos en eucaristías, vía crucis, procesiones… Las imágenes que contemplaremos nos han de hacer pensar y han de ser un revulsivo que cambie nuestra actitud ante el dolor. No podemos permanecer indiferentes ante el que sufre. Las celebraciones de la Pasión no son un mero recordatorio de un hecho histórico, sino una actualización viva de la muerte y resurrección de Jesús. Los cristianos hemos de ser valientes para asumir, si es necesario, el sufrimiento por amor. Nuestra cruz es todo el lastre y el peso que asumiremos, voluntariamente, como consecuencia de nuestro amar. Entonces estaremos haciendo viva y real la pasión de Cristo en nuestras vidas. 

La pasión interior, más dolorosa 


Detrás de la muerte de Jesús vemos traición, negación, intrigas por el poder, falsedad y engaño. El juicio que se celebra contra él es irregular, forzado y lleno de defectos legales. El mismo Pilatos, sin ser hombre sensible, se resiste a condenarlo pues ve su inocencia con claridad innegable. Más duro que el desgarro físico, el gran dolor de Jesús es la traición de su amigo y el abandono de los suyos. Escapan y lo dejan solo ante sus enemigos. Estos, se burlan de él y de su amor a Dios, retándolo con mordacidad. Si Dios lo ama tanto, ¿cómo es que lo abandona de esta manera, permitiendo que sea condenado y sufra? El componente psíquico y moral de la pasión es tan o más hondo que las torturas. 

La docilidad de Jesús 


Pero hay otro aspecto de la Pasión aún más trascendente que el puro dolor. Dios es capaz de sufrir a manos de la criatura que ama. Jesús, totalmente dócil al Padre, acepta este sufrimiento. Ante tamaña injusticia, huir, resistirse o defenderse son actitudes muy humanas. Pero Jesús adopta la actitud de Dios, y es aquí donde se manifiesta de forma más sobrecogedora su íntima unión. Asume el mal, lo acepta, cae bajo su crueldad y muere perdonando a sus verdugos. 

La docilidad de Jesús no es una llamada a ser pasivos ante los males del mundo, pero sí nos enseña a tener la mirada puesta en Dios, para seguir su voluntad. Nos anima a contemplar los padecimientos con ojos trascendidos y confiando en la fuerza del amor. En esta Semana Santa, que iniciamos con la entrada de Jesús en Jerusalén, ojalá seamos capaces de mirar a Cristo desde su sufrimiento y nos identifiquemos con él. Ojalá nos llegue su fortaleza interior, su fidelidad al Padre hasta el último momento. Sólo así comprenderemos que la muerte, finalmente, no tiene la última palabra. Sólo así llegaremos a vivir una auténtica Pascua. Joaquín Iglesias

2014-04-03

Una llamada a vivir la vida de Dios


Los amigos de Jesús


En su itinerario misionero, además de anunciar con gozo la Buena Nueva, Jesús va creando a su alrededor grupos de amigos buenos y fieles, como los de Betania. Son personas que se encuentra en su camino y con las que establece unos vínculos de profunda amistad. Lázaro, Marta y María, ocupan un lugar importante en el corazón de Jesús.

El evangelista nos narra una bella historia de Jesús con los amigos de Betania. En la narración se puede intuir el grado de estima que se tenían entre ellos. El autor sagrado nos dice que Jesús amaba a los tres hermanos, tanto es así que aparece profundamente apenado por la muerte de Lázaro y por tres veces el texto nos dice que sollozó. Conmovido, Jesús llora por su amigo. Los lazos de su amistad con él y sus hermanas son muy fuertes.

El dolor ante la muerte


Estas escenas de duelo son situaciones que se dan en la vida. Todos hemos vivido el dolor y la pena por la muerte de algún ser querido, en nuestros círculos de familiares o amigos. Cuando alguien a quien amábamos se muere, seguramente hemos sentido un profundo desasosiego. La muerte nos impacta de tal manera que no nos deja indiferentes ante el sufrimiento del amigo. Aunque silenciosa, siempre está cerca de nosotros.

Las hermanas de Lázaro mandan un recado a Jesús para que se desplace a Betania porque su hermano está enfermo. Jesús, entonces, afirma algo contundente: la enfermedad de Lázaro no acabará con su muerte. Recordemos que el evangelio nos ha narrado recientemente cómo Jesús daba luz a un ciego de nacimiento, otorgándole el don de la vista.

Esta vez  el reto es mayor: devolver la vida a Lázaro. El texto recalca que Jesús amaba a Lázaro, y creo que aquí está la clave del milagro: el amor. El amor nos hace vivir de una manera trascendida resucitada. Para la samaritana de Sicar, Jesús es el agua viva; para el ciego de nacimiento es la luz, y para Lázaro y sus hermanas es la resurrección.

Jesús tarda cuatro días en llegar, cuando Lázaro ya está enterrado. María corre desconsolada al encuentro de su amigo y, como es normal, le reprocha que no haya estado con ellos. Marta tiene confianza en Jesús y se atreve a decirle que su hermano no hubiera muerto si él hubiese estado con ellos.

Jesús y Marta: aprender a confiar


En Marta intuimos un aprecio y una profunda confianza hacia Jesús. Ella tiene fe en Jesús. Tiene la certeza de que lo que le pida le será concedido, por el profundo vínculo que los une. Jesús dice a Marta: Tú hermano resucitará. Este diálogo lleno de confianza y fe les llevará al milagro.

Sólo cuando tenemos total confianza y abandono en aquel que nos ama se produce el gran milagro de sentirse vivo. Este momento nos hace vibrar de tal manera que nos hace vivir, ya aquí, la eternidad. Cuando uno ama de verdad se siente renacer de nuevo en la persona amada. Podríamos decir que cuando hay amor auténtico, se está viviendo aquí y ahora la vida eterna. Estamos preludiando la resurrección.

El rico diálogo entre Jesús y Marta culmina en la gran afirmación que hoy repetimos en el Credo. Jesús es la resurrección y la vida. “¿Crees esto?”, pregunta Jesús a Marta. Marta responde con una proclamación de su fe. “Sí, creo”.

Salir afuera: resucitar es también liberarse


Solo cuando creemos en Jesús nos puede devolver la vida, aquella que un día perdimos porque nos alejamos de él. Solo si creemos en su amor infinito él, con su potestad divina, con todas sus fuerzas nos dice: Salid afuera. Salid de vosotros mismos, de las cadenas que os atan, de la penumbra que oscurece vuestra vida. Él nos desatará y nos librará de todo aquello que nos esclaviza y no nos deja vivir según Dios.

Abramos nuestras vidas a aquella voz potente que nos grita con fuerza que salgamos de nuestro escondite, de la apatía y del egoísmo. Jesús nos dirá, con voz recia, que salgamos afuera y que vayamos a él. Él es la auténtica vida y lo puede todo. 

Nunca es tarde para Dios


Muchos dudaban, pero Marta creía plenamente en Jesús. Para él nada está perdido y nada está del todo muerto. Cuando Jesús ordena abrir el sepulcro, Marta le dirá: Señor, ya huele mal. El pecado corrompe nuestras entrañas, pero el amor de Dios puede convertir un corazón corrupto y herido en uno virgen y limpio. Si tenemos fe en Jesús, él nunca llegará tarde cuando lo necesitemos. Para Jesús lo más importante es darnos la vida sobrenatural. Jesús nos libera y nos da la vida nueva para que caminemos junto a Él. Su amor sacia nuestra sed de Dios, nos ilumina en nuestro camino y nos regala el Cielo.

2014-03-28

El ciego de Siloé


4º Domingo Cuaresma - A from JoaquinIglesias

Me puso barro en los ojos, me lavé y veo.
Jn 9, 1-41

El evangelio del ciego de nacimiento, en este cuarto domingo de Cuaresma, es un atisbo de la Pascua, la luz de Cristo resucitado. 

Jesús se encuentra con un ciego de nacimiento y hace que pueda ver. Hemos de entender este milagro como un acto profundamente simbólico.

Curar a un ciego de nacimiento es un reto para Jesús. Este hombre jamás ha podido ver. Pero Dios puede curar nuestras más profundas cegueras, y no sólo las físicas. La máxima ceguera podríamos decir que se da cuando negamos la evidencia de su amor.

La tierra engendradora


Jesús no pasa de largo ante el dolor de las personas. Cuando ve al ciego, se detiene ante él. Pero no lo cura inmediatamente, sino que lleva a cabo varios pasos. Primero, ensaliva la tierra y le mete el barro en los ojos. Este gesto evoca el Génesis: con barro, Dios moldea al primer hombre, Adán. Con su aliento divino, Dios también moldea nuestro espíritu y nuestra vida.

El agua purificadora

Seguidamente, Jesús le dice al ciego que vaya a la piscina a lavarse. El agua simboliza la purificación, la limpieza interior. Dios nos lava de nuestra culpa, de nuestro pecado. El ciego obedece a Jesús y, al regresar del baño, sus ojos se abren y recibe el don de la vista.
Ante Dios, todos somos indigentes y necesitamos pedir su gracia y su amor para que nos cure, nos limpie y nos ayude a ver más claro el horizonte de nuestra vida.

La incredulidad obstinada


Cuando queda curado, la gente a su alrededor queda atónita ante el milagro. ¿Quién puede curar a un ciego de nacimiento? En Jesús, Dios puede sanar hasta la enfermedad más grave y persistente. Quizás la peor de todas las dolencias es cerrar los ojos y negar a Dios, la prepotencia de creer que todo lo podemos sin él.

Los fariseos interrogan una y otra vez al ciego para pedir explicaciones de cómo ha sucedido el milagro. En el ciego, la claridad es cada vez más intensa, mientras que los judíos de la sinagoga, obcecados, cada vez van cerrando más los ojos ante ese acontecimiento extraordinario.  Su obstinación les impide ver lo ocurrido porque no creen en Jesús. En cambio, el ciego reconoce en él a un gran profeta. Su adhesión a Jesús crece en la medida que los fariseos se van alejando de él.

La ley y el hombre


Tras el milagro, surge también otra cuestión polémica, el choque entre Jesús y el legalismo judío, la cuestión del sábado y la observancia de la Ley de Moisés.

Para Jesús, cumplir la ley es importante, pero también lo es la dignidad de la persona y su vida. El hombre no está hecho para la ley, sino la ley para el hombre. Los fariseos discuten si realmente puede ser hijo de Dios, ya que no respeta el sábado. ¡Cuántas veces pesan más en nosotros los ritos, las celebraciones, el cumplimiento del precepto, que el amor, la caridad, la unión entre todos los cristianos!

La fe, puesta a prueba


El ciego sufre su pequeño vía crucis: pasa por un largo interrogatorio en la sinagoga que, lejos de hacer tambalear su convicción, lo lleva a afirmar con mayor fuerza su adhesión a Jesús. Pero esta afirmación lo aboca al rechazo y es echado de la sinagoga.

Jesús lo busca, cuando se entera de que ha sido expulsado de la sinagoga. El último diálogo entre ambos es crucial. Jesús le pregunta directamente si cree en el hijo del hombre. Tras su proceso interior de creciente iluminación, y tras el choque con los fariseos, el ciego aún le pregunta una última vez. “¿Quién es el hijo del hombre, para que crea en él?”. Y Jesús le confirma su identidad. “Soy yo”. Al pronunciar ante Jesús “Sí, creo”, el ciego trasciende el aspecto físico del milagro. Ya no sólo ve físicamente, sino con los ojos de la fe.

Al igual que el ciego, los cristianos de hoy, que vivimos de forma entusiasta y convencida nuestra fe, podemos topar con el rechazo de muchos sectores sociales. Una experiencia viva y personal para nosotros es evidente, pero para otros puede ser increíble o inaceptable. Incluso podemos ser vilipendiados por nuestras convicciones. Pero estas pruebas, comparadas con el amor de nuestro Creador, no han de servir para otra cosa que reforzar nuestra fe y buscar con mayor ahínco su luz.

Los cristianos sabemos que Cristo está presente en la eucaristía, hecho alimento para todos. Hemos experimentado ya muchas veces que nos ha amado y nos ha perdonado. Por ello, hemos de convertirnos en pequeños faros luminosos para que otros puedan ver, con nuestro testimonio vivo, que Cristo es nuestra luz y que su amor ha vencido las tinieblas, la oscuridad. Como diría San Pablo, estamos instalados en la luz de Cristo.

Dios quiere nuestra salud


Dios quiere nuestra salud. El gesto de emplear saliva y barro para curar los ojos puede significar también que Dios ha puesto en la naturaleza todos los medios terapéuticos para mejorar nuestra calidad de vida. Pero no hablamos sólo de la ceguera física, sino de la peor de las cegueras, la de aquellos que, viendo, no quieren ver.

Dios nos da, no sólo la vida y el aire para respirar, sino que continuamente obra pequeños milagros que van reforzando nuestra vida espiritual. Hemos de saber ver a Dios en los demás, descubriéndolo en los acontecimientos de cada día, seguros de que siempre está actuando y dándonos vida y luz.

2014-03-21

La mujer samaritana



Evangelio: Jn 4, 5-42

Dios nos sale al camino en la vida cotidiana 


El evangelista nos describe un hermoso cuadro con enorme contenido catequético. Junto al pozo de Sicar, Jesús instruye a una mujer samaritana haciéndole descubrir la trascendencia del amor de Dios. El autor sitúa la acción de Jesús en un marco cotidiano y en un lugar físico y geográfico: Sicar de Samaria. Además, para dar veracidad al relato, señala la hora del día. Con estos detalles, quiere indicar cómo Dios entra en nuestra historia de cada día. 

Mucha gente debía ir al pozo de Jacob a buscar agua, como aquella mujer. Dios se manifiesta en nuestro quehacer ordinario, en nuestras acciones sencillas del día a día. No hay que esperar una gran revelación o un momento místico. Nos sale al encuentro paseando, trabajando, mientras estamos con los amigos… Dios es así de cercano. Pero veamos la carga teológica de este encuentro y esta conversación de Jesús con la samaritana, junto al manantial. 

La sed de trascendencia 


Hemos leído en la lectura del Antiguo Testamento, como los israelitas murmuraban contra Moisés porque en su travesía por el desierto padecían sed. En nuestro itinerario por la vida también nosotros tenemos sed de Dios, sed de trascendencia. Pero, así como en el Éxodo es el pueblo quien pide a Moisés de beber, y él clama al cielo para que el agua brote de la roca, en el pozo de Samaria, es Jesús quien pide a la samaritana que le dé de beber. Con esta petición, inicia un diálogo que acabará en una catequesis sobre la gracia. 

La mujer se extraña de que un judío se dirija a ella y le pida agua, ya que judíos y samaritanos estaban enemistados. Pero Jesús tiene muy claro que la salvación es universal y para todos. Aunque le diga que viene del pueblo judío, fiel a la tradición de su fe, la salvación está abierta al mundo entero. 

Cuántas veces sufrimos necesidad y falta de agua. Cuando padecemos sed, vemos que es vital para sobrevivir. También tenemos otra sed, la sed de felicidad y de trascendencia, que buscamos saciar de múltiples maneras, a veces equivocadas. Cuando por el pecado o por el orgullo nos volvemos autosuficientes, nos damos cuenta de que, por mucho que lleguemos a beber del dinero, del sexo, del poder… siempre volverá a brotar en nosotros la angustia de la sed. 

El agua viva Jesús le ofrece a la samaritana una fuente de agua viva que nunca se agota, y que será “un manantial que salta hasta la eternidad”. En realidad, Jesús se nos está ofreciendo como el auténtico manantial espiritual, de aguas vivificantes que pueden apagar nuestra sed. La mujer le pedirá que le dé a beber de esa agua, porque nunca más quiere tener sed. 

Sólo Dios puede saciar nuestra sed de trascendencia y de felicidad. De la experiencia al testimonio Después de una buena catequesis, Jesús cambia la vida de esta mujer, haciéndola apóstol, comunicadora de su experiencia de encuentro con el Mesías. 

“El Mesías que ha de venir soy yo, el que habla contigo”, le dice Jesús. Él siempre está a nuestro lado. Hemos de aprender a verlo y a descubrirlo. Si nos abrimos de verdad, su gracia entrará como un torrente de aguas frescas en nuestro corazón y nos hará testimonios de ese encuentro con él. 

La samaritana se convierte en anunciadora. Ha quedado tan impactada de sus palabras, de su amor y comprensión, que pasa a ser un pequeño caño de agua para los habitantes de su pueblo. Jesús se queda dos días allí, predicando, y las gentes del lugar creen que realmente es el Mesías. 

Invitar a Jesús 


“Quédate con nosotros”, le suplican. Estas palabras evocan el encuentro, después de resucitado, con los discípulos de Emaús. También nosotros hemos de saber invitar a Jesús a nuestras vidas. Sólo así llenaremos nuestra existencia de sentido y de felicidad imperecedera. La eucaristía es la fuente donde bebemos los cristianos. En ella, Jesús nos invita a beber de su agua viva y a alimentarnos de su pan. En la medida en que nos acerquemos a ella y vivamos el amor de Dios en comunidad, podremos sentir que nuestra vida, ya aquí, comienza a ser eterna.

2014-03-14

La transfiguración en el Tabor


Mt 17, 1-9

Una experiencia mística en el Tabor 


Jesús lleva a sus discípulos más allegados, Pedro, Santiago y Juan, a un monte elevado, y allí se transfigura ante ellos. En el Antiguo Testamento, la montaña se define como un lugar donde Dios se revela. El texto de la transfiguración es una teofanía, es decir, una manifestación de Dios. Leemos cómo el rostro de Jesús cambia y sus vestidos aparecen blancos como la luz. Es una forma de expresar cómo Jesús revela a sus amigos la experiencia íntima que tiene con Dios. Desvela su identidad como hijo del Padre y a la vez corre el velo de las entrañas de Dios. Los tres discípulos son testigos de una experiencia luminosa. 

En el centro de este pasaje evangélico también encontramos a Moisés y a Elías, dos figuras clave del Antiguo Testamento, conversando junto a Jesús. Moisés representa la Ley, Elías el profetismo, la línea de profetas que anuncian la venida del Mesías. Jesús, en el centro de ambos, representa la culminación de la Ley y de los profetas. Él es la única ley: la ley del amor, y el único profeta, que nos anuncia el reino de los cielos, la nueva humanidad, que alcanza la plenitud en su persona. 

Pedro dice a Jesús: ¡Qué bien se está aquí! Construyamos tres tiendas. Para él, es una experiencia hermosa que desearía eternizar. Es testigo del anuncio de la resurrección de Jesús, atisba una vida plena que va más allá de la muerte. Por eso quiere permanecer en ese éxtasis, en esa plenitud. Tanto él como sus compañeros, Santiago y Juan, quedan profundamente impactados por la experiencia. 

Escuchadle 


De la nube sale una voz que dice: “Este es mi hijo el amado, el predilecto: escuchadle”. Se pone de manifiesto la relación paterno-filial entre Jesús con Dios Padre. Para el Padre, Jesús es su hijo, el que lo llena de gozo, y en él tiene puestas todas sus esperanzas para la redención del mundo. A la vez, Jesús se siente hijo pleno del Padre. Es desde esta sintonía entre ambos que el Padre nos dice: “Escuchadle”. 

Hoy se habla mucho. Políticos, filósofos, medios de comunicación… no cesan de transmitirnos mensajes. Sin embargo, ¡qué poco se escucha! La actitud de escucha es fundamental en la vida del cristiano. Sólo si sabemos escuchar y tenemos tiempo para ello aprenderemos a discernir lo que realmente quiere Dios para nosotros. 

La escucha atenta es necesaria para forjar nuestra vida espiritual. Especialmente, esta escucha tiene que ir dirigida a la palabra de Dios y a los signos de los tiempos: saber leer entre líneas lo que Dios nos está queriendo decir a través de los acontecimientos y las personas que nos rodean. 

Mirar las cosas desde Dios 


Jesús les dirá a sus amigos que no cuenten nada hasta que él resucite de entre los muertos. A esto, en teología, se le llama secreto mesiánico. Jesús no quiere precipitar los acontecimientos, pero sí deja claro que quiere ir a Jerusalén, sabiendo que el camino hacia Jerusalén significa ir hacia la cruz, hacia la pasión, hacia el Gólgota. 

La vida del cristiano tiene estos dos momentos: la experiencia luminosa del encuentro con Cristo y, por otro lado, la experiencia de dolor y de cruz, como vivencia de abandono total en manos de Dios. 

Hoy, cada domingo, los cristianos estamos siendo testigos de la experiencia del amor de Dios, como aquellos apóstoles. Cada eucaristía es un Tabor que nos ayuda a transformarnos con el pan y el vino. Nuestra alma adquiere luminosidad con la presencia de Cristo. Tomar a Cristo ha de transfigurarnos y elevarnos para saber vivir con serenidad y mirar nuestra vida desde la trascendencia, desde “la montaña”. En definitiva, la comunión nos hará contemplar el mundo desde Dios. 

2014-03-07

Las tentaciones


En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar durante cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre…

Mt 4, 1-11

Cuaresma, tiempo de acercarse a Dios

En este primer domingo de Cuaresma, la Iglesia nos propone reflexionar en las consecuencias pedagógicas y espirituales que se extraen del texto sobre las tentaciones de Jesús. Cuaresma siempre es un tiempo indicado para fortalecer nuestra relación con Dios. Para ello, es preciso buscar tiempo para la soledad y el silencio. Como veremos en el evangelio, Jesús se retira al desierto a orar. Después de ese tiempo, en el cual es tentado, sale reforzado en su relación con Dios, superando las tentaciones del diablo.

La vida del cristiano es un auténtico combate contra las múltiples realidades malignas que nos alejan de Dios. Jesús nos enseña a vencer las tentaciones y nos demuestra que el bien y el amor son más fuertes que el mal.

La primera tentación, superar la filantropía


Tras ayunar durante cuarenta días, Jesús siente hambre. Será a partir de esta necesidad real que el diablo querrá introducirse en él y fragmentar su relación con Dios. Así lo hace con las personas. Cuando alguien se siente débil, frágil, inseguro, está expuesto a ser fácilmente utilizado. Esta tentación tiene que ver con nuestras necesidades físicas, materiales y psicológicas. El diablo juega sucio, aprovecha la debilidad de las personas para atacar. Pero Jesús resiste fuerte y se abandona totalmente en Dios. Frente a la maniobra del diablo, responderá: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de Dios”.

La humanidad no necesita solamente bienestar material; no sólo vive del progreso. Por supuesto, Dios conoce nuestras necesidades y sabe que necesitamos el pan cotidiano. Pero nuestra vida no sólo es material, sino también sobrenatural. Por tanto, también necesitamos comer el pan de Dios, que es Cristo.

Los miembros de la Iglesia hemos de ser muy conscientes de que hemos de despertar en la gente apetito de Dios. Quedarnos en la pura filantropía, en las acciones sociales y benéficas, es insuficiente para un cristiano. Hemos de pasar de la solidaridad a la caridad, al amor. Hemos de alimentar nuestras almas, viviendo según la palabra de Dios, haciendo su voluntad. Este es nuestro pan: decirle sí a él, a todas.

La tentación de la desconfianza


“Si eres hijo de Dios, lánzate desde lo alto del templo, y los ángeles te recogerán”, continúa el diablo. Justamente, lo que más claro tiene Jesús es su filiación divina, que se manifestó en el Jordán. No necesita poner a prueba a Dios, porque no duda de él, sabe que lo ama. Entre Jesús y Dios Padre no hay grieta alguna por donde pueda entrar el maligno. En cambio, qué soberbia tan grande la del ser humano que desconfía de Dios. Esa desconfianza es la que lo precipita al abismo.

Los cristianos también sufrimos cuando achacamos a Dios todos los problemas del mundo. El mundo va mal porque las personas somos egoístas e irresponsables. Dios no quiere el sufrimiento, no quiere que nadie se lance al abismo. Si hay dolor, somos nosotros los causantes, porque no utilizamos correctamente nuestra libertad y no queremos ponernos en manos de Dios. Luego, nos horroriza la maldad que vemos a nuestro alrededor. Resulta fácil echar las culpas a Dios. Pero, aunque él pudiera evitar el mal, nunca hará nada sin contar con nuestra libertad.

El ser humano quiere actuar al margen de Dios, y es entonces cuando se generan auténticas catástrofes. La peor tentación es apartar a Dios de nuestras vidas. Jesús replica al demonio: “Apártate, Satanás”. En cambio, nosotros decimos: “Vete, Dios. Aléjate”. Lo rechazamos y esto nos lleva a la ruina.

Jesús responde también al diablo: “No tentarás al Señor, tu Dios”. No meterás cizaña entre el Padre y yo, nunca podrás quebrar nuestra unidad.

La tentación de la idolatría y el culto a sí mismo


Si la segunda tentación cuestiona la confianza en Dios, la tercera es una promesa: “Todo esto te daré si te postras y me adoras”. Jesús, con Dios, ya lo tiene todo. No necesita que el diablo le ofrezca los reinos del mundo. Jesús era un hombre carismático, con una personalidad atractiva, que movía a las gentes y tocaba sus corazones. Usando su reconocimiento social y religioso, Jesús hubiera podido caer en el tobogán del poder, manipulando a las masas y utilizándolas para sus fines. ¡Cuánta gente, en nombre de Dios, utiliza a los demás! Jesús siempre rechazó el poder. Incluso cuando obraba milagros y las gentes lo perseguían para hacerlo rey, él siempre se apartaba. Nunca quiso para sí culto alguno ni reconocimiento. Tenía muy clara su prioridad: Dios Padre.

Hoy, frente a la cultura de la idolatría, adoramos al dios dinero, al dios poder, al dios consumismo. El diablo sabe que la ambición, la posesión y el dominio sobre los demás es un plato suculento que hace caer fácilmente a las personas. Los diosecitos modernos piden nuestra reverencia y adoración. Jesús, en cambio, renuncia al poder porque es Dios quien reina en su corazón, y sólo a él le rinde culto; Dios es su máxima gloria.

Los cristianos hemos de apartar de nosotros esos cultos paganos que nos alejan de Dios. Quizás existe otra sutil tentación, más diabólica aún: el culto a uno mismo. Yo me convierto en dios de mí mismo, me erijo en máxima autoridad y me creo en la posesión de la verdad. Cuántos personajes históricos se han aupado por encima de los demás y se han abrogado un poder que ha ocasionado grandes catástrofes. A lo largo de la historia han surgido muchos falsos mesías. El peor terror es actuar creyéndose Dios sin serlo. Por otra parte, Dios carece de esos atributos de poder y destrucción que muchos le achacan. Dios quiere nuestra libertad. Tanto la respeta, que asumirá que no le queramos sin castigarnos por ello. Simplemente nos dejará.


A nada ni a nadie hemos de adorar. Sólo a Aquel que nos ha creado y amado sin límites. Reconocerlo ya es adorarlo.