2022-10-14

29º Domingo Ordinario C - La viuda y el juez

Con la parábola del juez inicuo y la viuda insistente Jesús nos anima a orar sin desfallecer. Pero también apela al clamor de justicia de tantos pobres de la tierra, que piden ser escuchados y atendidos. Lecturas de la misa: Éxodo 17, 8-12; Salmo 120; 2 Timoteo 3, 14 -4, 2; Lucas 18, 1-8

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Las lecturas de hoy nos hablan de la fe. La fe mueve montañas, propicia la victoria, nos impulsa a seguir contra viento y marea y, al final, corona nuestros esfuerzos. La fe no es exclusiva de nuestra religión cristiana. Muchos gurús de la autoayuda y líderes de diferentes religiones hablan del poder del deseo, de la fuerza de la voluntad y de la intención, afirmando que cada cual atrae aquello que desea fervientemente. Sin fe en el resultado no habría motivación posible ni perseverancia en el esfuerzo. Sin fe tampoco serían posibles las relaciones humanas, ni la cooperación, ni empresa alguna, ya que todo cuanto hacemos se fundamenta en la confianza. Pero ¿de qué fe estamos hablando?

¿En quién confiamos los cristianos? ¿Dónde se asienta nuestra fe? ¿Es fe en nosotros mismos? ¿Es fe en las fuerzas del universo? ¿Es fe en nuestro esfuerzo y en nuestro trabajo? ¿Fe en otras personas? ¿Fe en un ideal?

Bueno es confiar en los demás, sobre todo cuando tenemos pruebas de que nos quieren y desean nuestro bien. Y es bueno confiar en nuestras capacidades, que a menudo son mucho más grandes de lo que pensamos. Pero la fe de los cristianos no es creer una idea ni en uno mismo: nuestra fe descansa en Dios.

La doctrina del “cree en ti mismo” es muy atractiva, pero puede encerrar una trampa. La fe ha de apoyarse en algo muy sólido, que nunca falle, y las personas siempre acabamos fallando porque no somos dioses y nos equivocamos una y otra vez. La fe robusta se apoya en Alguien: el único que jamás falla, el que siempre es fiel y no nos abandona. El que nos ama hasta el punto de entregarse por nosotros y morir. Jesús es el rostro de este Dios en quien confiamos. Un Dios personal, con cara y nombre, con quien podemos dialogar y compartir afecto. Un Dios que no es lejano ni indiferente, que se preocupa por nuestra vida cotidiana, por nuestras pequeñas y grandes batallas. Un Dios que sostiene, cuida y responde.

La viuda del evangelio es una mujer tenaz. No se cansa de pedir justicia al juez, aun sabiendo que es un hombre que no respeta a nadie. Perseverando consigue lo que busca. Si un juez inicuo puede otorgar justicia, ¡cuánto más Dios nos dará lo que necesitamos, si se lo pedimos! Pero Jesús entonces se hace una pregunta terrible: Cuando el hijo del hombre venga, ¿encontrará fe en esta tierra?

¿Cómo rezamos? ¿Con qué actitud le pedimos ayuda a Dios? ¿Qué le pedimos? ¿Esperamos que él va a responder y que nos dará todo lo bueno, o cosas todavía mejores de lo que nos atrevemos a pedirle?

Santa Teresa rezaba y pedía a San José que le ayudara a enderezar sus peticiones, si no iban bien encaminadas. San Pablo afirma que el Espíritu Santo ora por nosotros, y él nos enseña a rezar bien. ¿Por qué lo dice? Porque no siempre pedimos lo que nos conviene. A veces tampoco estamos preparados para recibir lo que pedimos. Porque recibir un don supone una responsabilidad y un compromiso. Y quizás es más cómodo seguir arrastrando nuestras carencias y lamentarnos, antes que levantarnos y emprender un nuevo rumbo en nuestra vida. Pidamos con fe en Dios, sin dudar de él. Perseverar en la fe abre las puertas del cielo. Demos gracias, de corazón, y lloverán bendiciones.

2022-10-07

28º Domingo Ordinario C - Sanación y salvación

Diez leprosos suplican a Jesús que se apiade de ellos. Mientras se alejan para presentarse ante los sacerdotes, quedan curados. Sólo uno regresa para dar gracias a Jesús... Las lecturas de hoy nos hablan de un cambio vital que va mucho más allá de la curación física.


Lecturas de la misa: 2 Reyes 5, 14-17; Salmo 97; 2 Timoteo 2, 8-13; Lucas 17, 11-19.

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En muchos episodios del evangelio vemos a Jesús curar a enfermos y al mismo tiempo perdonar sus pecados. ¿Por qué van unidas las dos acciones? La curación suele ser del cuerpo, pero el perdón es una sanación del alma. La persona necesita ambas: no podemos vivir en plenitud si estamos enfermos, pero la salud del cuerpo sola no basta para tener una vida plena. Muchas veces un alma enferma, herida o torturada por el pecado puede provocar una enfermedad física.

Las lecturas de hoy distinguen entre ambas cosas. Van unidas, pero son distintas. El profeta Eliseo cura a un noble extranjero, Naamán. Él queda tan agradecido que opta por creer y adorar a Dios. Su curación va seguida de un acto de fe y compromiso: no sólo recobra la salud. A partir de ahora su vida dará un cambio. Podríamos preguntarnos qué es más difícil: curarnos o cambiar de vida. ¿Dónde está el mayor milagro: en una sanación o en una conversión?

En el evangelio vemos a Jesús curar a diez leprosos. Increíblemente, sólo uno de ellos vuelve para dar las gracias. ¿Cómo es posible? Los otros nueve están sanados, pero en realidad nada ha cambiado en su corazón. En cambio, el que agradece ha experimentado una convulsión interior. Por eso, de los diez, es el único que está salvado. Es a él a quien Jesús le dice: «Levántate, tu fe te ha salvado». Aunque todos se hayan curado, el único que se levantará y dará un vuelco a su vida será el que supo dejarse tocar por Dios.

Cuántas veces pedimos favores a Dios, como si él se hiciera de rogar y nos quisiera negar lo que necesitamos. El salmo 97 nos habla de un Dios generoso y pródigo, que no deja de derramar amor… ¿Es este el mismo Dios al que suplicamos, porque parece que no nos escucha o tarda en responder? Quizás no hemos aprendido a conocer a Dios. Quizás lo que nos falta es abrirnos a su don y creer, de verdad, que lo que pedimos, si es bueno, nos será concedido en su momento y lugar. Y si no, nos dará algo mejor para nuestra vida y nuestro crecimiento. ¡No dudemos! La desconfianza y la duda son puertas cerradas a la gracia de Dios. ¿No será este el motivo por el que nuestra fe parece tan muerta? Creemos, pero vivimos como si Dios no existiera, como si no tuviéramos fe… ¿Cómo podemos resistir esta incoherencia? Es como la de los diez leprosos, que ante un milagro tan patente ni siquiera se dignan a dar las gracias.

San Pablo ahonda más en la salvación. Su conversión sí fue un milagro. Pablo ha entendido bien a qué vida nos llama Jesús: una vida eterna, con él. Una vida resucitada. Con él morimos, con él viviremos. Con esta certeza Pablo se ve capaz de afrontarlo todo: desde la enfermedad hasta la cárcel, con alegría y coraje. «Por él sufro hasta llevar cadenas», dice, pero «la palabra de Dios no está encadenada». ¡Qué fe tan firme! ¡Qué belleza! A Dios nadie lo aprisiona ni lo encorseta. Dios nos ama porque quiere, nos ha hecho porque nos quiere y nos da la vida eterna porque así lo desea. Con esta certeza, ¿qué puede asustarnos o desanimarnos? Aprendamos a vivir alimentados de esta fe, porque esta, afirma san Pablo, «es doctrina segura». Dios no falla. Nosotros podemos ser infieles, pero él no puede serlo porque amar es su misma naturaleza. 

2022-09-30

27º Domingo Ordinario C - Señor, auméntanos la fe

Los discípulos piden a Jesús que les aumente la fe. Él responde con una parábola, y a continuación les habla del servicio: cuando se trabaja por Dios, con total confianza, con humildad, se pueden lograr cosas grandes. La fe va de la mano del espíritu de servicio.



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Las lecturas de hoy nos hablan de la fe. ¡La fe! Virtud teologal, puntal de nuestra vida religiosa. ¿Cómo la entendemos y cómo la vivimos?

A menudo pensamos que la fe es creer que Dios existe. Pero eso es demasiado fácil. ¿Creemos que este Dios, además de existir, está cerca de nosotros? ¿Creemos que está vivo y que actúa en nuestra vida? ¿Creemos que es nuestro amigo, que nos ama y quiere nuestro máximo bien? A veces decimos creer en Dios pero nuestra actitud es de una terrible desconfianza. Actuamos como si fuera un juez castigador y le tenemos miedo; o bien decimos que nos envía pruebas, o que “permite” que nos sucedan desgracias, con lo cual lo estamos tachando de injusto o arbitrario. Otras veces nos afanamos y nos estresamos, queriendo controlarlo todo, sin dejar ni un poquito de margen a su gracia y a su ayuda. O nos angustiamos, olvidando que él está cerca. Y otras veces anteponemos nuestros planes a los suyos: planificamos sin contar con él y lo barremos de nuestra vida cuando no nos interesa pedirle favores.

Confiamos en amigos, en familiares, en nuestra pareja… ¿Y no sabemos confiar en Dios? ¿Por qué nos cuesta tanto creer que él puede cambiar nuestra vida? ¿Por qué nos resistimos a creer que él puede sanarnos, convertirnos, regenerar tanto nuestro cuerpo como nuestra alma? ¿O es que, en el fondo, no queremos estar sanos ni queremos renovarnos?

Jesús no nos pide una fe enorme. Bastaría una fe pequeñita como un grano de mostaza para mover montañas. ¿Ni siquiera tenemos esos poquitos gramos de fe? ¿Qué nos sucede? La fe es un regalo de Dios, cierto. Si no tenemos, podemos pedírsela. De todas las peticiones que le hagamos, seguro que es una de las que más le alegran. ¿Cómo va a dejar de dárnosla?

Tener fe obra milagros. El mayor milagro no es mover montes, sino mover almas y enternecer corazones de piedra, convirtiéndolos en corazones de carne capaces de amar y de perdonar. Una conversión de vida es un milagro. Y cuando uno ve su vida transformada por la fe no puede menos que convertirse en anunciador de la buena noticia. A lo mejor nuestro problema es que no queremos. Porque sabemos que recibir tanto amor nos compromete, y no queremos responder amando y haciéndonos apóstoles.

Ser profeta no siempre es cómodo. Lo vemos en el escrito de la primera lectura, donde Habacuc se queja a Dios por la dureza de su cometido. Jesús en el evangelio también da una lección de humildad a todos los que trabajan por su reino. No creamos ser importantes porque tengamos una tarea pastoral, misionera o evangelizadora. Somos siervos, portadores de un tesoro que no es nuestro, sembradores de una luz que hemos recibido y que se apagará si no la damos a otros. La humildad del sirviente, que no se cree grande y trabaja con fervor, da alegría y ayuda a perseverar. No temamos: si estamos con Dios, él está con nosotros. Nos dará todo lo que necesitemos para trabajar en su mies. Y lo mejor: ¡se nos da él mismo! Trabajamos de sol a sol, pero su pan nos alimenta cada día. Cristo fortalece nuestro cuerpo y reafirma nuestra fe.

2022-09-23

Un abismo infranqueable


26º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Amós 6, 1-7
Salmo 145
Timoteo 6, 11-16
Lucas 16, 19-31

Homilía

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La parábola que leemos este domingo es muy conocida. El rico Epulón que ignora al hambriento y el pobre Lázaro, hundido en la miseria, mueren. Y en la otra vida descubren que Dios revierte los papeles: el que banqueteaba y disfrutaba de la vida despreocupadamente ahora sufre en el infierno, mientras que el pobre enfermo que sufría ahora goza en la gloria.

Es fácil sacar conclusiones demasiado simples: que Dios castiga a los ricos y premia a los pobres. Pero esta parábola es mucho más densa en contenido. Jesús enraíza directamente con el profetismo de Israel.

Amós, el profeta de quien leemos la primera lectura, podríamos decir que es el profeta de la justicia de Dios. Pocos discursos oiremos, tan duros y despiadados, contra los ricos que oprimen al pueblo empobrecido. Nuestros políticos de hoy se quedan cortos, al lado del profeta, a la hora de denunciar las injusticias y la desigualdad. Amós arremete contra los que viven nadando en lujo y les promete un futuro espantoso: caerán bajo el ejército enemigo y todo su mundo se derrumbará. Sufrirán la suerte del rico Epulón, un tormento eterno, mucho más terrible aún si lo comparan con la vida placentera que han llevado hasta entonces.

El profeta Amós se indigna ante la injusticia y declara que Dios no puede querer eso. Hoy podríamos decir que tampoco Dios quiere ese abismo tan grande que se abre entre pobres y ricos, tampoco quiere el hambre y la miseria, tampoco le gusta el lujo desmesurado en el que viven los ricos, los famosos y los gobernantes de muchos países.

Pero tanto Jesús como el profeta van más allá del discurso político y social.  Porque, si lo miramos bien, quienes protestan contra los ricos, en realidad, quisieran disfrutar de esa riqueza que no tienen. Todos, ricos o pobres, estamos obsesionados con el dinero y el tener. El problema de fondo no es la riqueza y los bienes materiales, sino nuestra actitud: hemos puesto como meta de nuestra vida la prosperidad, y adoramos al dios dinero. Todo lo que hacemos, incluso rezar, es para tener más abundancia material.

Ese es el gran pecado de Epulón. Olvidar que la vida no se termina en lo material. Olvidar que, además de cuerpo, tenemos un alma. Olvidar que todo lo físico perece y que estamos llamados a algo más que a acumular bienes. Cuando esto se acabe… ¿qué nos quedará? El que ha vivido únicamente para su bienestar se encontrará, en la otra orilla, con una soledad tremenda. Se encontrará solo en el infierno del egoísmo, donde no hay lugar más que para él. Él y sólo él. Ese es el peor de los tormentos. Ese es el abismo infranqueable que no se puede salvar, porque el puente para cruzarlo lo destruyó él mismo.

El sentido de nuestra vida no puede limitarse a estudiar, para poder trabajar, para ganar dinero, para vivir cómodamente y, si podemos, ir escalando posiciones y ganar cada vez más. En esto podemos caer todos, pobres y ricos. Es más, se nos educa para que aspiremos a esto. Incluso en las familias, a menudo, parece que priorizamos el éxito material por encima de otros valores, y así lo inculcamos a nuestros hijos.

San Pablo nos da la clave para vivir de otra manera y abrir las puertas del cielo: «Hombre de Dios, busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado».

No nos dejemos engañar por la publicidad, por los medios, por el cine y todo lo que corre por las redes sociales. No caigamos en la banalidad y en perseguir bienes perecederos, que sólo alimentan nuestro ego. No nos dejemos arrastrar por el consumismo compulsivo.

¿Cuál es el camino a seguir? Cultivar esas virtudes de las que habla el apóstol: justicia, piedad, amor, paciencia… Son las virtudes que abren nuestro corazón, nos acercan y nos vinculan a los demás. Cultivar el tesoro de la amistad, las sanas relaciones familiares, el amor, la generosidad. Acumular paciencia, escucha atenta, cariño, horas de entrega y horas de cuidado. Esta es, sin duda, la mejor inversión. Quien vive así está construyendo un pequeño cielo en la tierra. Cuando muera, tan sólo tendrá que dar unos pocos pasos para entrar en el otro cielo, el definitivo.

2022-09-16

25º Domingo Ordinario - C - No podéis servir a Dios y al dinero

Nadie puede servir a dos amos. Pero cuando hablamos de dinero, en seguida saltan todas las alertas. ¿Por qué nos duele tanto? Jesús, siempre pedagógico, explica con la parábola del sirviente astuto y varias comparaciones cómo no es posible entregar el alma a Dios si el dinero, en vez de ser un medio útil, se convierte en el fin y en el centro de nuestra vida.
Al mismo tiempo, nos invita a usar con inteligencia nuestros recursos e invertir dinero para el bien.

Evangelio: Lucas 16, 1-13.


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2022-09-09

24º Domingo Ordinario - C

«Os digo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.»

Lucas 15, 1-32



Las lecturas de hoy nos presentan distintos retratos de Dios. Pero todas nos muestran que nuestro Dios, Padre, tiene un corazón tierno de madre, incapaz de juzgar y de condenar. Siempre está dispuesto a perdonar y a olvidarlo todo, listo para festejar el regreso del hijo que se alejó y vuelve al hogar.

En la lectura del Éxodo vemos cómo el pueblo en el desierto se cansa y se pone a idolatrar un dios-novillo, una imagen fabricada en oro. Es como si hoy adoráramos algo visible, material, el fruto de nuestro esfuerzo y nuestro trabajo, nuestra propia obra. Moisés se enfurece, ¡defiende la causa de Dios! Pero Dios no se enfada como él y se muestra paciente. ¿Cómo va a castigar al pueblo que ama? Igualmente hoy podríamos pensar que Dios no se irrita contra los ateos, los materialistas y los despistados que corren en pos de diosecillos falsos (fama, dinero, confort, tecnología o bienestar material…) En cambio, se muestra paciente y pide a los creyentes que sepamos dar un testimonio de auténtica caridad y empatía con los dramas que sufren nuestros contemporáneos. Queremos ser más exigentes que Dios… ¡qué osados!

San Pablo relata con honestidad conmovedora su conversión. Se describe como un arrogante, descreído y violento. Pero Dios tampoco lo castigó. Lo miró con compasión, lo llamó… ¡y se fió de él para darle una gran misión! De perseguidor a apóstol ferviente. La conversión de Pablo debería animarnos a todos: si Dios pudo obrar tal cambio en él, ¿qué no podrá hacer en nosotros, si nos dejamos? Ah, pero falta que, como Pablo, caigamos de nuestro caballo y escuchemos la llamada.

Jesús, ante los criticones que le acusan de comer con pecadores, responde con tres parábolas sencillas y de gran hondura. Los pecadores somos ovejas descarriadas del rebaño, monedas perdidas, tesoros extraviados. Somos hijos pródigos que hemos dilapidado nuestra vida (el gran bien que Dios nos ha dado) invirtiendo nuestro tiempo y energía quizás en cosas que no valen la pena. No hace falta gastar el dinero en juego y en mujeres para ser hijos perdidos. Podemos gastar la vida estresándonos en tareas inútiles, dispersos con el Whatsapp, Netflix, las redes sociales o los comadreos frívolos de la tele. Podemos derrochar el tiempo amasando una fortuna para nada, descuidando nuestras relaciones con la pareja, los hijos, la familia… Dios tiene paciencia. Dios nos espera, como el padre de la parábola. Jesús nos busca, como el pastor valiente o la mujer que barre su casa. ¿Puede una madre condenar al más criminal de sus hijos? Pues Dios, que es aún más amoroso que una madre, tampoco lo hará. Ablandemos nuestro corazón y descubriremos que Dios tiene su corazón abierto de par en par para recibirnos, siempre.

2022-09-02

23º Domingo Ordinario C

«Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.»

Lucas 14, 25-33


Las tres lecturas de hoy son un poco incómodas. El libro de la Sabiduría nos dice que las cosas de Dios son demasiado altas e inalcanzables para comprenderlas si su Espíritu no nos ilumina. ¿Quién rastreará las cosas del cielo? O bien son muy utópicas: San Pablo le pide a Onésimo que reciba a su esclavo fugitivo, ahora como hombre libre, hermano en la fe. ¿Es posible saltar por encima de las clases sociales? Las cosas de Dios también pueden ser demasiado difíciles: Jesús dice que nadie puede seguirlo si no pospone a su familia, a sus padres e hijos, a su cónyuge. ¿Es posible valorar a alguien por encima de los de nuestra propia sangre? Admitámoslo: aún entre los creyentes, nuestro primer valor casi siempre es la familia, por encima de Jesús y de la fe.

Nos quedamos con esas frases del evangelio y nos decimos que son demasiado para nosotros. Solo unos pocos “elegidos” son capaces de renunciar a tanto. ¿Cómo vamos a preferir a Jesús por encima de nuestros propios padres, hijos o esposos? El seguimiento a Jesús es para los curas, los religiosos o los misioneros, no para mí.

Pero Jesús añade algo que seguramente se nos pasa por alto: para seguirle también hay que posponerse… ¡a uno mismo! Y ahí tenemos la clave: quien vive para sí no puede seguir a Jesús. Ante Dios no valen las idolatrías: se le adora a él, o se adora a otro. Y ese otro casi siempre es uno mismo. Cuando yo soy el centro de mi vida, todo cuanto gira a mi alrededor es importante siempre que me aporte algo. Muchas veces valoramos la familia por las ventajas y la seguridad que nos aporta: nos hace sentirnos importantes, arropados, queridos, necesarios; nos protege y da buena imagen ante el mundo…

Jesús no engaña a sus seguidores. No les promete éxito fácil ni complacer los deseos del ego. Les pone la comparación del hombre que calcula sus gastos y el general que mide las fuerzas de su ejército y del enemigo. Si queremos seguir a Jesús hemos de darlo todo y estar dispuestos a todo. Necesitamos desprendernos del afán posesivo, de cosas y de personas. Esto significa que centro mi vida, no en mí mismo, sino en él. Me “des-centro” y me vuelco en amar al otro. Porque amar a Jesús y amar al prójimo son sinónimos. Si me pospongo a mí para seguirle, no debo temer. No sólo amaré a Dios;  amaré a los demás sin condiciones, y amaré mucho mejor a mi familia y a mis amigos si dejo de vivir centrado en mí. Porque lo primero que me pedirá Dios será, justamente, que ame al prójimo como Jesús nos amó. Con un amor bueno, sano, entregado, generoso, y no posesivo o condicionado por mil cosas, como suele suceder. 

¿Es imposible? Si lo intentamos solos, quizás sí. Pero no estamos solos. Cada uno lleva su cruz, pero la cruz más pesada la lleva Cristo. Él camina con nosotros, él nos ayuda y nos alimenta con su pan.

2022-08-26

El que se enaltece será humillado


22º Domingo del Tiempo Ordinario - C

Eclesiástico 3, 17-29
Salmo 67
Hebreos 12, 18-24
Lucas 14, 1. 7-14

La semana pasada Jesús decía que muchos últimos serán primeros. Hoy las lecturas nos proponen este «mundo al revés» que parece desvelarse en la Biblia hebrea y en los evangelios. Un mundo donde los humildes son enaltecidos, donde se premia la pequeñez y la sencillez. Un mundo donde los invitados al banquete son los pobres que no pueden corresponder. Un mundo donde los «importantes», los ricos y los soberbios no caben. Un cielo donde millares de ángeles hacen fiesta con los pobres, las viudas, los huérfanos, los desposeídos de la tierra. Ellos son los primeros en el banquete de Dios.

¿Es que Dios alienta la pequeñez, la miseria y el dolor, como denunciaban los filósofos de la sospecha y los vitalistas ateos? ¿Es el cristianismo un consuelo para mediocres y fracasados? ¿Una religión victimista y resentida contra los que buscan la grandeza? Esta preferencia de Dios por los pobres ¿no será una forma de enemistad contra el desarrollo del potencial humano?

Cuando leemos un trozo de los evangelios o de la Biblia no podemos aislarlo del resto, pues podemos correr el riesgo de no comprenderlo bien. ¿Cómo Jesús, que no dejó de aliviar, curar y consolar, puede representar a un Dios que ama lo miserable, lo ruin y lo enfermo? No, no es así. Dios quiere dignificar al ser humano y darle vida para que florezca en su esplendor. Al mismo tiempo, es tierno y compasivo como una madre, de ahí su especial predilección por los más débiles y sufrientes. Dios no puede soportar el dolor: Jesús se apiada de los que más padecen. Y aunque las personas que sufren no puedan devolvernos jamás el favor o la ayuda prestada, Jesús nos insta a que las atendamos y les abramos las puertas de nuestras casas e iglesias. Ellos son los primeros invitados al banquete del reino. Quizás serán, también, los que más agradecidos se sentirán, pues no tienen nada y lo reciben todo.

En cambio, la Biblia nos previene contra la actitud arrogante del cínico o del que se cree grande y merecedor de todo: honor, reconocimiento, primeros puestos en los banquetes… Cuántas veces nos peleamos por estar en primera línea, por «salir en la foto», porque nos cuelguen medallas o reconozcan lo que hacemos. Incluso en nuestros servicios pastorales, en las parroquias, no estamos exentos de la tentación vanidosa. El libro del Eclesiástico dice que la herida del cínico es de mal curar. Porque el cínico, en el fondo, es el que se basta y se sobra, nadie tiene que enseñarle nada. Es impermeable al consejo del sabio, pero también al amor y a la compasión. No necesita nada y acaba aislado en su orgullo, lamiéndose sus heridas en la más completa soledad.

Jesús nos previene. La humildad, donde uno reconoce sus límites y nadie se erige por encima de los demás, es un camino seguro hacia el reino de Dios. Y san Pablo habla con imágenes muy bellas de cómo será el banquete celestial: «ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo… asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo».  

2022-08-19

Últimos que serán primeros

21º Domingo Tiempo Ordinario - C


Isaías 66, 18-21
Salmo 116
Hebreos 12, 5-7. 11-13
Lucas 13, 22-30

Las lecturas de hoy vuelven a cuestionar la calidad de nuestra fe. En Isaías leemos versos alentadores para el pueblo dispersado por el exilio. El profeta anuncia un día en que Dios será proclamado en toda tierra y ese pequeño resto de Israel volverá a reunirse. Es un Dios que recoge, rescata, llama y anima a sus hijos. No deben rendirse.

Pablo, como Isaías, también se dirige a una comunidad que atraviesa dificultades. Y utiliza una comparación: como un padre que ama a su hijo y lo corrige, así Dios permite las pruebas para que su pueblo amado se forje a fuego, crezca y madure. Los problemas no son un castigo, sino una enseñanza que puede fortalecer a la comunidad.

Al lado de estas dos comunidades sufrientes a las que hay que animar, el evangelio nos muestra la otra cara de la moneda: una comunidad muy apoltronada, muy segura en sus creencias y en su práctica, que cree tener garantizada la salvación. A estos acomodados Jesús los avisa: ¡cuidado! Porque quizás muchos creen estar salvados y serán arrojados fuera de la presencia de Dios. En cambio, muchos que se consideran perdidos, pecadores, alejados, serán acogidos en su gloria. «Muchos últimos serán primeros, y muchos primeros, últimos».

¿Qué quiere decirnos Jesús? Es un discurso severo que debería hacernos saltar de nuestra fe, a veces tibia y poco comprometida. ¿Quiénes son los primeros? Quizás son aquellos que piensan que la fe es cuestión de voluntad, perfeccionismo y méritos propios. Y la fe, claro que no es ociosa. Quien ama trabaja, sirve y actúa por el bien de los demás. Pero no es una carrera para acumular puntos ante Dios. ¿Qué podemos ofrecerle, comparado con lo que él nos da? El voluntarismo puede llenarse de orgullo. Del altruismo se pasa a la vanidad, y del servicio al poder. Como hago mucho, merezco mucho. Me he ganado la salvación. Pero a lo mejor resulta que en el cielo «no me conocen». He llenado mi vida de mí mismo, de mis conocimientos y mis obras —aun siendo valiosas—, y no he dejado espacio para Dios.

Los últimos ¿quiénes serán? Los humildes y los pobres de Dios. Aquellos que pueden pasar por la puerta estrecha, porque no tienen el ego hinchado. Aquellos cuya única riqueza no es lo que tienen ni lo que hacen, sino Aquel que los posee y obra en ellos. Aquellos cuyo único tesoro es Dios. Como dice san Pablo, «sólo me glorío en Jesucristo». Él es lo único que vale la pena en mi vida… y él no es mío: soy yo quien le pertenezco. Nada importan mis afanes y logros. Todo es por él y para él. Quizás en las puertas del cielo nos sorprenderá ver quiénes pasan por delante de nosotros. Quizás veremos a personas que hemos despreciado o hemos considerado menos que nosotros, incluso alejadas de la Iglesia y de Dios. Quizás nos pasarán por delante grandes pecadores, fracasados, desechados en el arcén de la vida… Almas de Dios. Para él, ni una sola está perdida.

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2022-08-12

He venido a prender fuego...

20º Domingo Ordinario - C


Jeremías 38, 4-10
Salmo 39
Hebreos 12, 1-4
Lucas 12, 49-53

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¡Las lecturas de hoy son tremendas! Las tres nos sitúan ante el conflicto, la persecución, incluso la muerte. Nos acercan a los cristianos que, ahora mismo, sufren y mueren violentamente en tantos países. ¿Cómo explicar estas realidades atroces? ¿Qué respuesta nos da Jesús?

Vivir por la fe no es cómodo. Es más, intentar vivir según la voluntad de Dios en este mundo es complicarnos la vida. Nos va a traer problemas de fijo. A Jeremías, por anunciar la Palabra, lo echaron a un pozo. San Pablo anima a los cristianos de su tiempo porque sabe que están teniendo dificultades, y aún y así, les dice: «todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado». Jesús prevé su muerte violenta, la llama «bautismo», sabe lo que le espera por su coherencia y su fidelidad al Padre. Y estremecen sus palabras: «He venido a prender fuego en el mundo ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!» y «No he venido a traer paz, sino división». ¿Cómo entender esto?

No se puede sacar una frase de Jesús del contexto de todo el evangelio. Sólo así comprenderemos que un hombre pacífico, amigo de los pobres, las mujeres y los niños, un hombre compasivo, que se deja apresar e impide a los suyos que utilicen las armas, no puede referirse a la guerra como parte de su misión. No es este el mensaje ni debe utilizarse este discurso para justificar ningún tipo de violencia a la hora de propagar o defender la fe.

¿De qué fuego habla Jesús? Del fuego del Espíritu, el amor puro que transforma los corazones y cambia a las personas por dentro. ¡Ojalá el mundo ardiera de amor, y no de guerra! Sería, entonces, el reino de Dios en la tierra. ¿Y la división? ¿Acaso dividir y enfrentar a unos con otros no es propio del diablo? La división de la que habla Jesús no es voluntad de Dios, pero sí es una consecuencia de la rebeldía de todos aquellos que no la aceptan. El seguimiento a Jesús acarrea conflictos porque en ese camino no valen las medias tintas. Por eso una vocación respondida puede enfrentar a familias, amigos e incluso parejas. El amor de Dios pide corazones indivisos y, cuando se opta por él —que es una forma de optar por el amor incondicional a los demás— no hay egoísmos ni compromisos humanos que valgan.

Leyendo a Jeremías, a Pablo, a Lucas, uno puede caer en la tentación de pensar: ya que ser bueno y auténtico siempre nos va a llevar a la cruz, ¿vale la pena seguir a Jesús? ¿No es una tragedia que los buenos siempre acaben mal? ¿No será mejor una adhesión moderada, una vida de fe a medio gas, sin comprometerse del todo para evitar riesgos? ¿No será más razonable evitar los peligros de una entrega radical?

¡Ah, la moderación! Es la tibieza que mata más que el odio y adormece como un suave opio complaciente. ¡Por la moderación se pierden tantas personas! Siendo moderados somos como Pilatos, que no queremos condenar, pero tampoco nos atrevemos a ser justos. O como el rey Sedecías, que condena a Jeremías incitado por sus ministros y luego permite que otros lo liberen: ¡un títere sin carácter! No queremos seguir la corriente del mundo, pero nos asusta seguir la de Dios. Y acabamos, sin querer, causando más daño del que pretendíamos. Lo peor de todo es que dejamos que nuestra alma se adormezca y se congele, y esto nos hace incapaces de arder. Es decir, incapaces de amar de verdad.

Y donde no hay amor… ¿qué ocupará su lugar, sino el egoísmo, el odio y el aburrimiento? Allí donde los corazones se congelan hay pista libre para que todos los predadores del alma se ceben en las personas. Así encontramos sociedades enteras dormidas, manipuladas, complacientes y sumisas. De tanto en tanto un susto nos despierta, nos horroriza ver el mal que se desata en el mundo, hacemos un poco de aspavientos y algún gesto de duelo, pero de inmediato queremos volver a dormir, queremos volver a distraernos con mil tonterías porque es incómodo estar despierto, ver que hay tanto por hacer y no hacemos nada.

A los cristianos que no hemos llegado al martirio san Pablo nos alerta. Tenéis un maratón que correr. ¡No perdáis de vista la meta! Con los ojos fijos en ella ganaréis la fuerza necesaria. Venimos del amor de Dios, corremos hacia su amor. No, la meta del hombre bueno no es la muerte trágica. El fin de los buenos no es el absurdo. Cristo es el modelo: el hombre nuevo, resucitado, el que se entrega y al que Dios regala una vida eterna. Esta es nuestra meta. ¿Cuesta? ¿Encontramos oposición, incomprensión, dificultades? «No os canséis ni perdáis el ánimo». Porque todavía no hemos llegado a la sangre. Y no lo olvidemos. Jesús corrió este camino solo, y solo se enfrentó a la muerte. Nosotros no estamos solos, nunca. Él es nuestro compañero. Él carga la cruz más grande. Él nos da alimento para el camino. Su pan nos fortalece y nos sostiene.

Jesús tan sólo nos pide que confiemos en él y le sigamos. Que tomemos nuestra pequeñita cruz. Y que no nos apaguemos. Para entrar en el reino necesitamos arder. Como escribió José Luis Martín Descalzo, a Dios le gustan los ardientes.

2022-08-07

19º Domingo Ordinario - C


«No temáis, pequeño rebaño, porque mi Padre ha tenido a bien daros el Reino...»

Lucas 12, 32-48.

Jesús se dirige a sus discípulos en tono íntimo: los llama «pequeño rebaño». La expresión revela cariño: Jesús se muestra como pastor de los suyos, y les avisa para que no caigan en ciertas actitudes o tendencias que se apartan del proyecto que tiene para ellos. Y ¿qué les dice? Primero, que «vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino». Ya de entrada, ellos han dicho que sí al seguimiento, a la llamada, a la vocación. El gran regalo es el Reino, es para ellos. Pero a cambio les exigirá: «vended vuestros bienes y dad limosnas». No es que tengan grandes bienes porque, en realidad, ya son pobres. Pero les alerta para que no sean codiciosos cuando ejerzan sus responsabilidades más adelante, porque cuando uno desempeña un cargo de autoridad es muy fácil caer por el tobogán de la avaricia y la codicia. Jesús alerta a los suyos.

También les dice que atesoren riquezas en el cielo. ¿Qué significa esto? Un tesoro inagotable en el cielo son las buenas obras de caridad. Estamos en una situación social y económica en la que, si no tienes algo, no eres nada ni nadie. No puedes ir por el mundo mostrándote vulnerable. Sin embargo, Jesús llama a sus discípulos a esta vulnerabilidad espiritual. No hay que ser puritano con el tener, pero sí hay que tener cuidado con la avaricia. Por tanto, el tesoro inagotable en el cielo son las cosas buenas que estamos haciendo, porque estas obras buenas contribuyen a hacer reino de los cielos en medio del mundo.

Jesús sigue: «Tened ceñida la cintura». Estamos, como he dicho, en una situación social compleja. Los continuos vaivenes generan crisis y ansiedad en mucha gente. Problemas económicos serios, la falta de soberanía energética, la dificultad de que la nación pueda generar sus fuentes de energía y tenga que depender de otros lugares, comprando a precios muy elevados. Estamos en medio de un conflicto bélico: Rusia, Ucrania... Suenan tambores de guerra entre China y Taiwán. Y todo esto en medio de una corrupción terrible en el ámbito político y económico. Pero Jesús nos dice: «No temáis». Y luego añade: «Encended las lámparas». No nos achiquemos, no dejemos que esta situación nos haga sentir completamente desvalidos o incluso faltos de esperanza en un horizonte nuevo. Sabemos que Jesús está con nosotros. Por eso es bueno alertar de tanto en tanto. Esta situación, esta crisis económica, sanitaria, bélica, esta afirmación del orgullo del hombre poniéndose en lugar de Dios, puede generar vértigo. Pero si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? Algunos grupos y corrientes filosóficas pueden pensar que el mundo lo llevan ellos, lo manipulan señores, diosecitos que toman las grandes decisiones a nivel mundial, pero pensad que esto no es verdad. Aunque ellos crean que sí y utilicen todos sus medios de comunicación, su arsenal mediático, enorme, que va infiltrándose en nuestras televisiones para lograr una manipulación sin precedentes. Están ciertamente marcando una tendencia psicológica y existencial para apabullarnos por completo. No podemos consentirlo de ninguna manera. No podemos arrodillarnos ante el miedo. No podemos postrarnos ante esa gente que está al otro lado, en la oscuridad, orquestando el futuro de nuestro mundo.

¿Dónde está Dios? ¿Se ha dormido en la barca, como aquel día que navegaban por el mar y estalló una tormenta? Las olas de las mentiras y la manipulación, las olas de la desinformación, el culto al cientificismo, nos están llevando a la incapacidad de dialogar. Todo se censura y todos los medios dicen lo mismo, ¡todos!, empezando por Europa y acabando por los países asiáticos.

Jesús nos dice: No tengáis miedo. No digo que no seamos prudentes y cautelosos. Pero lo que está pasando, según los estudiosos en psicología y sociología, es un sometimiento absoluto por parte de nuestra cultura occidental ante a los poderes de este mundo, esta unión de globalistas que se han casado con el poder político y las grandes corporaciones.

No tengáis miedo. Encended las lámparas de vuestra fe, las lámparas de vuestra alegría, las lámparas de vuestra certeza. No podemos rendimos ante el miedo, ante todo este impacto reiterativo, que hoy podemos llamar terrorismo informativo, las 24 horas del día. Hemos pasado la pandemia, ahora estamos con el cambio climático. No podemos idolatrar a los políticos y a los ideólogos. No podemos creer todo lo que la prensa dice, porque nos están abduciendo. Nos están sometiendo, estamos perdiendo la soberanía, no sólo nacional, sino incluso personal. Cuando uno pierde su identidad como persona se deshace, se desequilibra, se rompe. Pierde la capacidad de pensar, de razonar, de discutir. No pasa nada por discutir a los políticos. ¡Ellos no son científicos!  No les demos una categoría de dioses, como si nunca se equivocaran. No podemos arrodillarnos ante los poderes de nuestro mundo.

No nos dejemos llevar, no temamos, pequeño rebaño. Somos de Jesús. Somos de la gran corporación que es la Iglesia, extendida por todo el mundo. Ojalá en estos momentos seamos un poco más valientes frente a estas élites radicalizadas en su ideología. No sé si sabéis que el marxismo y el comunismo han provocado más de cien millones de muertos en el mundo. ¿Sabéis lo que es esto?

Encendamos esas lámparas de la fe en Dios que nos ama para que llene de sentido todo lo que hacemos y decidimos.

Para acabar, Jesús dirá algo más, con esa exigencia que a veces nos molesta, incluso a los curas. Es la exigencia que se deriva del evangelio y que nos apela a todos, desde el Papa hasta el último bautizado. «A quien mucho se le da, mucho se le exigirá.» Yo pienso: estamos aquí, sentados, celebrando la eucaristía porque se nos ha dado mucho. El mismo Jesús se nos da cada domingo en la eucaristía: el mismo Jesús murió por amor. ¡No digáis que no se nos ha dado mucho! La Iglesia nos da los sacramentos: se nos pedirá mucho. Es como a un niño pequeño, cuyos padres se vuelcan en él, lo aman con profundidad, le dan todo y más para que crezca con alegría. Sin embargo, cuántos jóvenes desprecian a sus padres y cuántos desprecian a sus abuelos. No responden a aquello que se les ha dado tan generosamente.

Nosotros hemos recibido el don de la vida, el don de los amigos, el don de la esposa, de los hijos; el don de la fe, el don de la vida sobrenatural, el don de los sacramentos. ¡Claro que se nos tiene que exigir! ¿Qué hacemos? ¿Nos mantenemos con las luces apagadas, porque nos da vértigo enfrentarnos a un mundo increyente, despiadado, que señala permanentemente, matando a los profetas de nuestro tiempo? Incluso, y perdonad, dentro de la Iglesia.

Mucho se le exigirá al que mucho se le confió. Se nos ha confiado administrar esa maravillosa herencia que Dios nos ha dado por medio de Jesús de Nazaret. ¿Qué hacemos con ese legado tan extraordinario? ¿O es que nos hemos adormecido? ¿Y si todo lo que está pasando en el mundo sucede para que nos durmamos y nadie diga nada, nadie quiera cambiar nada, y se autoconfine permanentemente? No lo digo yo: lo dicen obispos, teólogos, médicos y filósofos cristianos.

Por tanto, mantengamos con firmeza nuestra fe. Porque es la única manera de brillar en medio de la oscuridad, en medio de la desesperanza, en medio de la profunda tristeza y ansiedad que hoy embarga a mucha gente. Esto no se explica, pero sabed que ha habido muchos suicidios producidos por las medidas restrictivas (que han sido más políticas que sanitarias) ante la pandemia, especialmente entre la adolescencia y la juventud, tantos como muertos por la enfermedad. Esto es trágico y los medios no lo explican, porque no interesa. ¿Sabéis cuántas personas están muriendo como consecuencia de las inoculaciones y las medidas tomadas? La prensa está completamente vendida. Ha renunciado a decir la verdad. Y cuando renuncia a decir la verdad, está sirviendo al poder diabólico, a la mentira y a la desinformación.

Si algo quiere Jesús, y si algo quiere el cristianismo desde el principio es la libertad. La libertad es un don de Dios que nadie, bajo ninguna circunstancia real o ficticia, nos puede arrebatar, nadie. No temamos, como nos dice Jesús. A pesar de las crisis, las olas y las dificultades, él siempre está con nosotros y con él nada tenemos que temer. Así sea.

Barcelona, 7 de agosto de 2022

2022-08-05

19º Domingo Ordinario - C


No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino...

Lucas 12, 38-42

La semana pasada, las lecturas nos invitaban a no sucumbir a la ansiedad por los bienes materiales y a aspirar a los bienes del cielo, esos bienes espirituales que son los que llenan de sentido la vida entera. Esta semana, las lecturas ahondan en este tema.

¿Dónde está nuestro tesoro? Jesús dice que allí donde esté nuestro tesoro está nuestro corazón. ¿Cuál es nuestro tesoro? ¿Qué nos afanamos por acumular? ¿A qué dedicamos más tiempo, más desvelos y esfuerzos en nuestra vida?

El afán excesivo por acumular dinero y cosas suele venir del miedo. Tenemos miedo a la pobreza y a la carencia, y este miedo a veces está justificado, pero otras veces es una actitud general de desconfianza. No creemos en la Providencia. Por eso, por si acaso, queremos acumular más de lo que nos es necesario, pensando en el día de mañana o en emergencias que quizás nunca sucederán. Es bueno ser previsor, pero muchas veces sobrepasamos la prudencia necesaria y acabamos totalmente agobiados y obsesionados por tener más y más.

Jesús nos invita a confiar en Dios: No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. ¿Qué es el reino? Mucho más que todos los bienes que podamos atesorar. Mucho más que tener lo necesario para vivir. El reino de Dios no es pura supervivencia, sino vida plena y hermosa. El reino de Dios es una vida que vale la pena ser vivida. Una vida que es entrega, generosidad, apertura al amor. Esta vida incluye, y sobrepasa, nuestras necesidades materiales de cada día.

Por eso Jesús nos invita a buscar ese reino, acumulando un tesoro en el cielo. Para ello hemos de estar bien despiertos, como esos sirvientes fieles y en vela, que, aunque el amo está ausente, siguen cumpliendo su deber con la máxima responsabilidad.

Tampoco nosotros vemos a Dios, pero él está en todas partes y está dentro de nosotros. Un buen ejercicio espiritual, que recomiendan muchos santos, es actuar, en todo momento, en presencia de Dios, siendo conscientes de que él nos mira y nos acompaña. No como un juez inquisidor, controlándonos, sino como un Padre amoroso que contempla a sus hijos con inmenso afecto. Ante esa mirada llena de amor, ¿cómo no vamos a hacer las cosas de la mejor manera posible, con calidad, con belleza, con tacto y con cuidado? Si actuamos así seremos como ese servidor fiel y prudente del que habla Jesús en su parábola de hoy. Y Dios nos hará responsables de una pequeña o gran misión en su reino.

San Pablo en su carta a los hebreos, que hoy leemos, nos invita a tener la fe de los patriarcas: Abraham, Isaac, Jacob se fiaron totalmente de la Providencia. Pablo repasa la historia bíblica y explica algo que vale la pena meditar. Todos ellos, dice, salieron de su patria sin saber qué les esperaba. Se fiaron de las promesas de Dios, que les ofrecía otra tierra mejor. La fe es justamente esto: fiarse de lo que te dice alguien digno de confianza. Escuchar a quien te encomienda algo, aunque luego no veas los resultados. Cuando Dios nos llama a una misión, quizás nunca veremos sus frutos. Tan sólo seremos sembradores y otros cosecharán. Pero cuando la misión es muy grande, hemos de aceptar que su cumplimiento necesita más tiempo que el breve intervalo de una vida humana, y hemos de seguir trabajando con ganas y esperanza. No se trata de un fiarse a ciegas, sino de un confiar en quien sabemos que es digno de fe. ¿Y quién más digno de fe que el Creador que nos sostiene y nos acompaña en nuestro existir?

Pero ¿cuál es esa patria, esa tierra prometida que los patriarcas buscan? Ellos venían de Mesopotamia, una tierra rica y fértil, donde tenían todo lo que querían y sus mismas raíces familiares. ¿Qué puede ser mejor que esto? ¿Quién abandona su país, si no es para llegar a un destino mejor? Pablo explica el significado de esta peregrinación de los patriarcas: «Es claro que los que así hablan están buscando una patria; pues si añoraban la patria de donde habían salido, estaban a tiempo para volver. Pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo.»

2022-07-29

18º Domingo Ordinario - C

«Guardaos de toda codicia. Pues, aunque ande sobrado, la vida del hombre no depende de sus bienes».

Lucas 12, 13-21


Todas las lecturas de este domingo son preciosas lecciones del arte de vivir: nos invitan a dejar de obsesionarnos por el tener y a abrazar el ser. Pero no sólo nos afanamos por el tener… Occidente está enfermo de activismo, también nos aqueja la fiebre del hacer y hacer. Conseguir objetivos, alcanzar méritos, acumular cargos, medallas, títulos, hazañas. ¿Para qué? El autor del Eclesiastés es crudo y realista. Para nada, ¡vanidad de vanidades! Todo pasa, nada queda.

El salmo nos invita a ser sabios aprendiendo a contar nuestros años. Gestionar el tiempo es un paso para aprender a vivir con sentido. No se trata de aprovechar el tiempo con avaricia ni de atiborrar nuestras agendas, sino de vivir el presente, saboreando cada momento, mirando a los ojos a quien tenemos delante, poniendo los seis sentidos y toda nuestra pasión en lo que hacemos. Es gracias a Dios que existimos. Es su amor el que nos da las fuerzas y la inteligencia para actuar. Nuestras obras deberían ser actos de gratitud y adoración a él. ¡Cómo cambiaría el mundo si todos trabajáramos con esta consciencia! Adiós chapuzas, adiós trabajos inútiles, adiós empresas con fines inhumanos, que no favorecen la vida ni la dignidad.

Jesús, en el evangelio, nos previene contra la codicia que rompe familias y amistades. Herencias, ganancias, lucro fácil… ¡Lo vemos cada día! ¿De qué sirve acumular bienes, dinero, ahorros, casas y tierras? ¿Ha añadido intensidad, belleza y amor a nuestra vida? Una gran trampa del diablo en nuestros días es justamente esta: nos quiere convencer de que trabajando a destajo «nos ganamos la vida», cuando ocurre lo contrario. Si no sabemos poner límites al trabajo y a la ambición acabaremos perdiendo el tiempo, la salud y lo más valioso: el amor de nuestros seres queridos.

¿Tener o ser? ¿Hacer o vivir? Claro que hay que tener lo necesario para vivir dignamente, y claro que el trabajo es bueno y edificante. Quien no trabaje, que no coma, dijo San Pablo. Pero el mismo apóstol nos recuerda que nuestra vida vale más que las pertenencias materiales y los afanes egoístas. ¿A qué dedicamos nuestra vida? ¿Gastamos más tiempo en ganar dinero que en estar con Dios, o con los seres amados? ¿Estamos adorando al dinero o a nuestras obras?

Tenéis una vida con Cristo, escondida en Dios, dice Pablo. ¡Qué hermoso! Nuestra vida es semilla divina y está ahí, acurrucada en el corazón de Dios. Estamos llamados a ser hombres nuevos, resucitados. Llamados a vivir en plenitud. Desde Dios podemos reenfocar toda nuestra vida, nuestro trabajo, nuestras posesiones. Entonces viviremos de verdad.



2022-06-24

13º Domingo Tiempo Ordinario - C

«Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú, ve a anunciar el reino de Dios.»

Lucas 9, 51-62.



Eliseo. Pablo. Juan y Santiago… y muchos otros. ¿Qué tienen en común? Todos ellos fueron llamados a anunciar el reino de Dios. Todos ellos, en un momento de sus vidas, tuvieron que decidir. Y para ello tuvieron que dar un giro radical y romper, en cierto modo, con su pasado, sus tradiciones, costumbres y ataduras culturales. Eliseo, labrador, sacrifica sus bueyes, quema el yugo y los ofrece a Dios. Con la carne prepara un banquete, obsequia a su familia y se despide para seguir al profeta Elías, que lo ha llamado a ser su sucesor. Pablo, el fariseo fervoroso, perseguidor de los cristianos, se convierte en el apóstol de Cristo más entusiasta. De la esclavitud de la ley judía pasa a la libertad de los hijos de Dios, donde la única ley es el amor.

Jesús amonesta a sus discípulos y advierte a quienes quieren seguirlo. A Santiago y Juan los riñe para que no sean fanáticos y respeten a quienes no quieren recibirlos. ¡La libertad de conciencia es sagrada! El mismo Dios respeta a quienes lo rechazan, ¿cómo no vamos a hacerlo nosotros? Pero a quienes se sienten atraídos por él les pone el listón muy alto. Muchas personas se entusiasman con Jesús por su carisma. Igualmente sucede hoy: puede haber líderes, sacerdotes o misioneros que atraen con su personalidad vibrante y por su vida de fe coherente y apasionada. El éxito y el testimonio atraen. Pero pocas personas están dispuestas a las renuncias que pide el seguimiento de Jesús. ¿Sabrán desprenderse de sus bienes, aceptar el riesgo, el cambio, la provisionalidad, la crítica, el rechazo? ¿Sabrán aceptar la cruz?

Quien echa mano del arado y mira atrás no vale para el reino de Dios, dice Jesús. Es duro, pero real: quien se aferra a sus seguridades y a sus prejuicios, sus ideas, sus conceptos, su clan familiar, su dinero… no puede abrirse a la novedad incesante del Espíritu Santo, que sopla donde quiere y lleva a lugares insospechados. Para ser cristiano hay que ser libre. Y San Pablo explica maravillosamente qué es ser libre de verdad: es libre quien vence al egoísmo. Seguir la carne aquí significa vivir centrado en uno mismo y buscar solo el propio bien, con lo cual en seguida saltan los conflictos con los demás y las envidias. Pablo sabe muy bien lo que ocurre en una comunidad dominada por los egoísmos y el afán de poder: se devoran unos a otros. En cambio, el Espíritu Santo es un impulso de amor, de servicio, de unidad, de búsqueda del bien del otro por encima del propio. La auténtica libertad es vencer al propio tirano: el ego, y entregarse a amar a los demás. Sed esclavos unos de otros por amor. El amor al prójimo no es una atadura, sino la ruptura de todas las cadenas. Porque, como nos recuerda el apóstol, nuestra vocación es la libertad.

2022-06-03

Ven, dulce huésped del alma


Domingo de Pentecostés

Hechos 2, 1-11

Salmo 103
1 Corintios 12, 3-13
Juan 20, 19-23

Descarga aquí la homilía en pdf.

Hoy celebramos la fiesta de Pentecostés, el nacimiento de la Iglesia. ¡Dos mil años de historia! Mirando atrás, y viendo todas las vicisitudes pasadas, más de uno se puede preguntar: ¿cómo la Iglesia ha sobrevivido hasta hoy? Porque ha pasado épocas de persecución, otras de poderío y sumisión a los reyes, otras de gran expansión, pero también de corrupción. Por la Iglesia han pasado santos, héroes y villanos, los hombres más nobles y también los más canallas. Y, pese a sus errores y caídas, sigue en pie. Cuando Napoleón asedió el Vaticano y amenazó al papa diciendo que la Iglesia llegaba a su fin, este respondió: Si nosotros no hemos podido acabar con ella, menos aún podréis tú y tus tropas.

Y así ha sido. Y esto no es por mérito de los que formamos parte de ella, en absoluto. La Iglesia sobrevive y vivirá siempre porque su cabeza es Cristo y está animada por el Espíritu Santo. No hay mal ni muerte capaz de vencerlos.

La venida del Espíritu Santo convirtió a un grupo de discípulos espantadizos y llenos de dudas en un puñado de apóstoles valientes y arrojados, dispuestos a dar la vida por Jesús y su evangelio. Su fuerza alcanza hasta hoy, gracias a su coraje estamos aquí. La experiencia que tuvieron se ha transmitido de siglo en siglo, y esto es lo que mantiene viva la Iglesia. Lo más importante no es la institución y sus estructuras, sino que la Iglesia es familia de Dios, embajada del cielo en la tierra. A pesar de la frialdad y la debilidad en la fe de muchos, bastan unos pocos hombres y mujeres que realmente vivan la experiencia de Dios para continuar expandiendo su reino. Bastaron doce hombres y unas cuantas mujeres para cambiar el mundo…

Pero hoy podemos preguntarnos: ¿dónde está el Espíritu Santo? ¿Cómo actúa? ¿De qué manera afecta a mi vida? ¿He sido tocado, también, por ese espíritu? ¿Me dejo transformar por él?

El Espíritu Santo, dice un teólogo, está presente siempre, penetrando el universo entero con su fuerza y su gracia. Todo está bañado en el amor de Dios, que todo lo crea y todo lo sostiene. ¿Cómo percibir su presencia?

La Iglesia nos ofrece los sacramentos: en todos ellos actúa el Espíritu Santo. Especialmente en la misa, y en la comunión, él está presente, con Jesús. La oración, solitaria o en grupo, también es una ocasión para abrirnos a sus dones. El Espíritu no deja de soplar, y está deseando hacer llover sobre nosotros una catarata de regalos.

¿Cómo se nota que una persona ha recibido el Espíritu Santo? En los apóstoles fue llamativo su don de lenguas, su capacidad de comunicar de manera que todos podían comprenderlos. Más que habilidad lingüística, el Espíritu les dio el don de comunicar de corazón a corazón, conectando con los demás, abriendo sus oídos y su alma. San Pablo explica que el Espíritu reparte muchos carismas. Son los dones o talentos personales que todos tenemos, y que podemos poner al servicio de los demás, para el bien. Si los invertimos en amar al prójimo, ¡nunca nos faltarán esos talentos! Siempre tendremos más. Si nos los guardamos por egoísmo o por miedo… Esos talentos se desperdiciarán y los perderemos.

Pero la acción del Espíritu se nota sobre todo en las obras, en la forma de vivir y de tratar a los demás. No todos recibimos dones espectaculares, de lenguas, de sabiduría, de sanación o de conocimientos ocultos. No todos somos “profetas” o grandes oradores. Pero todos, sin excepción, recibimos el don mayor, el mejor carisma, según san Pablo: la capacidad de amar. Este es el don superior, el mayor de todos y el que nos asemeja a Dios.

Se notará que estamos llenos del Espíritu por la caridad en nuestras relaciones, por la delicadeza, la comprensión, la ternura y el servicio a los demás. El Espíritu es un dulce huésped que nos llena de amor y nos permite amar al modo de Dios. Pero también es viento poderoso que nos empuja a vencer el miedo, y es fuego que derrite los hielos de un corazón duro e impenetrable. A veces en las iglesias hay tantos corazones helados… Ojalá el fuego del Espíritu, hoy especialmente, pueda arder en nuestras parroquias y comunidades, y nos encienda, y nos anime a salir de nosotros mismos para encontrarnos con los demás. El mundo espera. El mundo está hambriento de amor. El mundo está sediento de Dios, aunque no lo sepa. Y Dios necesita brazos, y voces, y mentes creativas. En nuestras manos está que, en medio de la oscuridad, ardan nuevas hogueras que den luz y calor.

2022-04-01

5º Domingo de Cuaresma - C

El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra.

Juan 8, 1-11


Las tres lecturas de hoy nos invitan a dejar atrás todo lo que nos ata, nos esclaviza o nos hunde en el abismo para dejar nacer algo nuevo.

El profeta Isaías habla al pueblo de Israel exiliado con palabras llenas de esperanza. Lo invita a dejar atrás la nostalgia por lo que ha perdido. Dios puede hacer que el desierto florezca, sacando frutos del yermo. Así, de las cenizas de nuestro dolor y fracaso, siempre puede surgir vida, porque el Señor de la vida nunca nos abandona. ¿Confiamos en Dios? No nos desesperemos nunca, porque él puede regenerarnos: «Mirad que hago algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis?» Dios no desea nuestra ruina, su gloria es que vivamos en plenitud y podamos cantarle agradecidos.

Pablo, el hombre renovado tras su encuentro con Jesús, también se ha desprendido de un gran lastre del pasado. La esclavitud de la ley, la tiranía del afán perfeccionista y la fuerza de voluntad han dado paso al amor gratuito de Dios, vertido en Cristo. De ahí nace la confianza y la fe. Sus méritos propios y su esfuerzo nada valen al lado de la amistad con Cristo. Él es su amor, su tesoro, su triunfo. Lo demás es nada, «basura». Pablo ha aprendido a pasar del merecimiento al amor; de la lucha por ganar a la gratuidad del recibir.  

¿Cómo mejor se puede ilustrar la bondad de Dios que con el episodio del evangelio? Una mujer adúltera, acusada ante Jesús, es utilizada como una trampa. Si él acepta que la condenen, cumple la ley pero falla a su bondad; si la perdona, está rompiendo con la ley de Moisés. ¿Qué hará? Jesús es más inteligente que los acusadores. No romperá con la ley, la llevará hasta su extremo. ¿Queréis lapidarla? El que esté libre de pecado, el que sea justo y puro, que lance la primera piedra. Con esto, Jesús les recuerda que solo Dios tiene la potestad de juzgar y condenar… Los fariseos y letrados se retiran, confusos y abrumados. Jesús los ha dejado en evidencia. ¿Quién es perfecto para juzgar sino Dios? Pero Dios, por encima de todo, es misericordioso y clemente. No desea la muerte de sus criaturas, ni su castigo, sino su redención. No quiere destruirnos, sino recuperarnos. No se ensaña con los enfermos y los cautivos del mal, sino que los rescata. Así lo hace Jesús. Ante la mujer que se ha quedado sola, no la condena. Tampoco niega su pecado. Pero le abre una puerta hacia la sanación de su alma y la rehabilitación de su vida: «Vete y no peques más». Con estas palabras de paz y liberación Jesús está abriendo un sendero de luz en el corazón herido de aquella mujer, utilizada por los hombres. Está haciendo que en su desierto interior, tal vez lleno de zarzas, brote algo nuevo. Así es Dios: antes que juez, es padre cariñoso y salvador.


2022-03-25

4º Domingo de Cuaresma - C

«Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.»

Lucas 15, 1-3. 11-32


Con la parábola del hijo pródigo Jesús traza el retrato más vivo y profundo de quién es Dios Padre. ¡Un Dios cuya justicia es asombrosa!

No basta creer en Dios o creer que existe. ¿Qué imagen tenemos de Dios? ¿Cómo es nuestra relación con él? ¿Nos sentimos juzgados, vigilados, censurados, controlados? Si decimos que Dios es amor, ¿nos sentimos realmente amados por él? ¿Confiamos en su amor? ¿Cómo experimentamos su perdón? ¿Nos sentimos justos e irreprochables, como el hijo mayor del relato, merecedores de un premio y con el derecho a juzgar a los demás? ¿O nos sentimos tan miserables, como el hijo menor, que no nos atrevemos a ser hijos, sino solo siervos?

Jesús nos presenta a un Padre Dios de bondad insólita y sin límites. En primer lugar, nos da total libertad. Deja que el hijo menor se vaya sin detenerlo, aunque se equivoque. En segundo lugar, es generoso. Le da su parte de la herencia al joven, aunque no sea el momento y aunque sepa que la va a dilapidar. Así es Dios con nosotros: nos da la vida, nos lo da todo y no pide explicaciones ni nos impide seguir nuestro camino. Nos deja libres aunque sea para alejarnos de él y causarnos daño, a nosotros mismos y a los demás. ¡Qué misterio tan grande!

Pero ¿qué hace cuando el hijo regresa? Lo acoge. No solo le abre las puertas de su casa, ¡corre afuera para abrazarlo! Sale, se avanza, “primerea”, como dice el Papa Francisco. Dios siempre se anticipa porque quien ama mucho no puede esperar más, ¡corre! Después, perdona, y más aún: olvida. No le pide cuentas, no le echa nada en cara, no le recuerda sus faltas y su error. Cuando el hijo empieza a hablar lo interrumpe. Nada de excusas ni humillaciones. Lo viste como un príncipe y le ofrece un banquete. El cielo está de fiesta, dice Jesús, cuando un pecador se arrepiente y regresa a los brazos del Padre.

¡Qué Padre tan bueno! ¡Qué Dios tan derrochador de amor, de perdón, de acogida, de ternura! A los ojos racionales del hijo mayor, que se cree perfecto, eso es injusto. Su visión es clara, pero carente de amor y de compasión. Es la postura de quien cree ganar el cielo con sus méritos y esfuerzos. Jesús nos enseña que el cielo no se gana, lo ofrece Dios a todos, gratis, y basta solo ser humilde y tener el corazón abierto para dejarse invitar y acoger, sobre todo cuando hemos caído y nos hemos arrastrado por el barro del desamparo, la soledad y la pobreza más honda, que es el vacío interior, la falta de sentido y de amor en la vida. Dios es así: generoso, respetuoso de nuestra libertad, acogedor y festivo. Como dice San Pablo, nos llama a todos a reconciliarnos con él. No nos pide cuentas de nada. Nos abraza y con su amor nos renueva: lo antiguo ha pasado. Lo nuevo ha comenzado.

2022-03-18

3r Domingo de Cuaresma - C

«Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré... a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar.»

Lucas 13, 1-9


Las lecturas de este domingo afrontan una realidad dura y difícil de entender. ¿Por qué se da el mal en el mundo? ¿Por qué hay tantas injusticias? ¿Por qué tantos inocentes mueren víctimas de catástrofes naturales o provocadas por el hombre? Hoy el drama de la guerra, los refugiados, el terrorismo y las migraciones provocadas por el cambio climático nos hacen pensar. ¿Qué han hecho las víctimas para merecer tantos males? ¿Dónde está Dios, en medio de estas desgracias?

Tanto Jesús como Pablo nos avisan. No caigamos en la tentación de juzgar y creer que las víctimas son castigadas porque de algún modo se lo merecían o «se lo buscaban». Si no os convertís, dice Jesús, tampoco vosotros os salvaréis. El que se crea seguro, ¡cuidado!, que no caiga, avisa Pablo. Nadie está libre de peligro, ni siquiera los creyentes. Todos corremos el riesgo de caer en el orgullo que endurece el corazón y esteriliza el alma: el orgullo que nos hace morir en vida porque mata la vida espiritual y el amor.

Pero hay otra tentación, que es la de creer que Dios, o no existe, o es impotente, o es cruel, porque permite que haya tanto dolor y violencia en el mundo. Son muchos quienes piensan que Dios está de brazos cruzados ante el sufrimiento y la injusticia. ¿Es realmente así?

La lectura del Éxodo responde. Yahvé es un Dios cercano a su pueblo: ve su esclavitud, oye su clamor, se compadece y actúa. ¿Cómo? Enviará a su siervo Moisés para que libere al pueblo. El mensaje es claro: Dios está cerca y nos quiere libres. Dios se apiada de nuestras esclavitudes, físicas y morales, y quiere que vivamos en libertad y plenitud. Y actúa a través de sus enviados: profetas, misioneros, sacerdotes, personas solidarias con una vocación que nos ayudan y acompañan.

También el evangelio responde con una parábola de Jesús. El amo de la viña, decepcionado porque no da frutos, quiere cortarla pero el viñador le suplica que le dé una oportunidad. Él cavará, abonará y la cuidará a ver si el próximo año da buenas uvas. También Dios tendría motivos para enfadarse con sus criaturas humanas: les ha dado poder e inteligencia, y se han dedicado a destrozar el mundo y a pelearse entre sí. ¿Quién intercede y le pide un tiempo? El mismo Jesús, que baja a la tierra para cuidar y mimar esta viña herida y poco fértil. La regará con su propia sangre y la abonará con su cuerpo entregado por amor. Todos nosotros somos esas vides… ¿Sabremos dar fruto?

Dios está empeñado en liberarnos. Él es el primero que nos quiere libres, felices, realizados. La conversión, quizás, no es tanto hacer muchas cosas que nos podrían envanecer sino dejarse amar y salvar por él: abrirnos para dejar que su amor nos transforme.

2022-03-11

2º Domingo de Cuaresma - C

La transfiguración de Jesús en el monte Tabor

«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas...»

Lucas 9, 28-36


La lectura del Antiguo Testamento nos muestra a Abraham ofreciendo un sacrificio a Dios en lo alto de un monte. Dios acepta su sacrificio, pasando como fuego entre los animales, y le hace una promesa: será padre de un gran pueblo. Abraham cree sin dudar y el autor bíblico añade: «se le contó en su haber». Creer en las promesas divinas nos abre a la maravilla de lo inesperado, que sobrepasa todas nuestras expectativas. Abraham quería tener un hijo… ¡y fue padre de una multitud! 

El evangelio de hoy nos lleva a otro monte, el Tabor, donde Jesús se transfigura ante sus discípulos más amados: Pedro, Santiago y Juan. El monte, lugar de oración, es un lugar de transformación. No es Dios quien cambia cuando rezamos, sino nosotros: somos transformados y vemos las cosas de otra manera. Allí, en el Tabor, los discípulos vieron a Jesús como quien realmente era, en su gloria. Hombre y a la vez Dios. La voz que escuchan no es la de ningún profeta ni su propia imaginación: es el mismo Padre quien los exhorta a escuchar a Jesús. Esto cambiará sus vidas radicalmente.

San Pablo escribe a una comunidad muy querida: la de Filipos. Apenado porque muchos cristianos se dejan llevar por el materialismo del mundo y por seguir la voz de su propio egoísmo y complacencia, exhorta a los filipenses a seguir fieles a Jesucristo y a llevar una vida honesta. Utiliza una expresión hermosa: ¡somos ciudadanos del cielo! Vivimos en este mundo pero ya no pertenecemos a él. Somos de Dios, somos del cielo, y llegará un momento en que, al igual que Cristo, todos nosotros seremos transfigurados y pasaremos a vivir una existencia gloriosa, sin muerte y sin corrupción. Pablo alude a una realidad misteriosa que solo podía conocer por su encuentro con Jesús, al igual que la conocieron Pedro, Santiago y Juan: la certeza de que, más allá de la vida terrenal, nos espera una vida resucitada, gloriosa, eterna y plena, como no llegamos a imaginar. Esta certeza nos da valor, esperanza y alegría para vivir, ya aquí, como si viviéramos en el cielo. No hay lugar para el miedo ni la tristeza. Las lecturas de hoy nos hablan de vivir con gozo y confianza, amando y haciendo el bien. ¡Somos de Dios! Somos ciudadanos de su reino.

2022-03-04

1r Domingo de Cuaresma - Las tentaciones de Jesús

Está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios.

Lucas 4, 1-13



El primer domingo de Cuaresma leemos el evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto. El lugar de oración se convierte en un campo de batalla donde dos fuerzas libran su combate por ganar el alma humana. Tampoco Jesús, como hombre, se libró de esta pugna.

¿Qué significan el pan, el poder sobre todos los reinos del mundo, la protección angélica ante un acto temerario? Jesús podía caer en estas tres tentaciones que nos acechan a todos los cristianos y a toda persona llamada a una misión de servicio. ¿Reducimos todo a la economía y al sustento? ¿Nos basta con procurar el bienestar material? ¿Creemos que el poder es necesario? ¿Se puede conseguir un fin bueno con cualquier medio? ¿Cultivamos una fe milagrera, que necesita prodigios y signos para creer en Dios? Jesús responde con firmeza. No solo de pan vive el hombre. ¡No podemos endiosar la economía ni el dinero! Tampoco podemos adorar a nadie más que a Dios. Adorarnos a nosotros mismos, a nuestra obra, nuestro esfuerzo y logros, nos convierte en tiranos o en esclavos, por mucho que queramos hacer el bien. Y finalmente, como diría San Juan de la Cruz, lo más importante para crecer espiritualmente no son los milagros ni las experiencias sobrenaturales, sino la fe pura, desnuda, que se entrega sin condiciones aún sin tener pruebas de nada: esto es amor.

En el fondo de las tentaciones hay una base común: la adoración de uno mismo, inducida por el diablo que nos quiere alejar de Dios y romper nuestra relación con él. Creernos dioses, en realidad, nos destruye. La primera lectura del Éxodo recuerda la historia de Israel y su deber de gratitud hacia Dios, que le ha dado la tierra prometida. Quien se cree autosuficiente, ¿a quién tiene que agradecer nada? San Pablo en la segunda lectura nos habla de la palabra que salva: la que se aloja en el corazón y aflora en los labios. La fe del corazón nos redime: es allí, donde se alberga el amor, donde nacen la confianza y la gratitud que nos hacen adorar a Dios y verlo como el que es. Cuando reconocemos a Dios como fuente de nuestro ser y nuestra vida, podemos experimentar su ternura y sentirnos profundamente agradecidos. La gratitud nos hace humildes y adoradores. Nos hace conocernos. Y nos salva.