2013-09-13

El cielo se alegra



«En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”».
Lc 15, 1-32

Los que se creen perfectos 


El evangelio de hoy vuelve a señalar la controversia entre Jesús y los fariseos. Era muy frecuente que se acercaran a Jesús diversas gentes consideradas pecadoras. Eran personas que sentían que algo debía cambiar en su vida e intuían que en Dios estaba la respuesta a su búsqueda. Marginados por su condición de publicanos, tachados de pecadores, acudían a Jesús, que los escuchaba y les hablaba al corazón. 

Los escribas y los fariseos pertenecían a un grupo prestigioso, una clase social alta y de buena reputación. Observantes estrictos de la Ley, llegaban a creerse puros y perfectos, en contraste con los pecadores, y formaban una élite con poder religioso e influencia sobre el resto de sus conciudadanos. Hoy día, este grupo podría muy bien ser el conjunto de los creyentes, los que van a misa, cumplidores con el precepto. La tentación de juzgar y señalar a los demás es la misma. Son estas personas, que no reconocen ningún fallo en su conducta y no creen necesitar la misericordia de Dios, los que murmuran y critican a Jesús. 

La salvación es un regalo


Jesús responde a las murmuraciones con tres parábolas: la oveja descarriada, la dracma perdida y el hijo pródigo. En todas ellas, lo más importante a destacar, más incluso que la conversión del corazón, es la inmensa misericordia y generosidad de Dios. No se trata tanto de esforzarse y ganar méritos para convertirse y volver a él, como de recibir su gracia inmerecida. La salvación es un regalo suyo. Una relación mercantilista, que ofrece favores a cambio de la gracia, no nos garantizará el cielo. El mismo Papa Benedicto XVI lo apuntó en una de sus homilías: el solo hecho de venir a misa y cumplir el precepto no nos asegura la salvación. Dios nos regala su perdón. Más que nuestro esfuerzo, será su amor infinito y su iniciativa lo que nos salve. 

El pastor busca a la oveja descarriada. Cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros y comunica con alegría a sus amigos que ya la ha encontrado. Así mismo la mujer, cuando encuentra su moneda perdida, reúne a sus amigas y celebra el hallazgo. El cielo se alegra con cada persona que se convierte, que es hallada y que regresa al amor de Dios. 

Evangelizar con respeto 


La figura del pastor que sale en busca de la oveja perdida nos muestra que los cristianos no podemos quedarnos encerrados en nuestro redil. Hemos de salir más allá de nuestro territorio, proyectándonos hacia fuera y evangelizando con dulzura, con belleza, con hondura; hemos de aventurarnos para ir a los que no conocen a Dios o viven al margen de Él. Pero, en nuestra tarea evangelizadora, nunca debemos forzar la fe. Invitar, ofrecer, regalar, no es colonizar. Jamás hemos de imponernos. Estamos llamados a conquistar, a seducir y a atraer hacia la fe a los demás, siempre con ternura y con un profundo respeto. Tan sagrado es creer como respetar la libertad del otro. La fe no debe imponerse. Antaño, la pedagogía era más impositiva. Algunos tal vez aún recordamos aquella frase: «la letra con sangre entra». En la evangelización no puede ser así. Hemos de educar enamorando. 

La ruptura, el mayor sufrimiento 


La parábola del hijo pródigo nos muestra con claridad cómo es Dios. En esta historia, vemos cómo un joven insensato pide su herencia y dilapida sus bienes. Cuando lo ha gastado todo se queda solo, siente frío y hambre. Alejado de su padre, de su familia, de su hogar, su hambre, antes que de alimento, es un hambre de calor. 

Entre tanto, el padre siempre espera, asomado al camino, día tras día, anhelando que el hijo vuelva. Y el hijo regresa, compungido, y pronuncia aquellas palabras: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. No merezco llamarme hijo tuyo. Acéptame, al menos, como uno de tus criados». El padre lo acoge, lo abraza, lo cubre de besos, lo viste y festeja su regreso. 

El retorno del hijo pródigo es imagen de la conversión. No solo se refiere a una conversión en el sentido moral, de abandonar una vida disoluta o reprobable. El sentido más hondo de la conversión es la reparación de una ruptura. El padre sufre con la ruptura, del mismo modo que Dios sufre cuando el ser humano rompe con él y se aleja, creyéndose superior y pensando que puede prescindir de su amor. 

El hijo mayor de la parábola reacciona de manera agresiva ante la bondad de su padre. Lo increpa con dureza. «A mí, que siempre he estado a tu lado, obedeciendo todas tus órdenes, jamás me has ofrecido una fiesta». Si realmente estuviera unido al padre, se sumaría a su alegría. En cambio, tiene celos. Su actitud también nos interpela. Dios es tan compasivo que, a veces, su misericordia nos indigna. Pero, ¿cómo puede enfadarnos que Dios sea bueno y misericordioso con el pobre, con el pecador? El hijo que no se ha ido de casa está mucho más distante de su corazón. El que estaba cerca, en realidad, está muy lejos. Se enfada: ha roto con él. 

La peor inmoralidad 


A veces tendemos a interpretar el pecado reduciéndolo a cuestiones de moral sexual. Pero también existe la moral social. Peor que la pornografía es el afán de poder. Peor aún que la prostitución es el orgullo y la soberbia. Existe la pornografía del terror, del egoísmo, de la prepotencia, mucho más terrible que la del sexo. Porque esta tiene enormes consecuencias morales. Cuando una persona se endiosa y se olvida de los demás, cuando se convierte en el centro de su propia vida y cae en la vorágine de la codicia, del afán de dinero y poder, ignorando la pobreza y el sufrimiento de aquellos que sufren por su causa, esa persona cae en la mayor de las inmoralidades. Está atentando contra la caridad, la fraternidad, la solidaridad y el bien de las personas. Está rompiendo con Dios. 

Dios también es alegría 


Dios es paz, comprensión y misericordia. Pero también es fiesta y alegría. Se regocija y quiere celebrar la venida de los que se han convertido y vuelven a Él. ¿Sabemos alegrarnos con Él? ¿Estamos en su órbita, sintonizando con su corazón? ¿Perdonamos como él? ¿Somos compasivos? Por supuesto que todos necesitamos convertirnos, pues nunca estamos totalmente limpios de corazón. Pero lo deseamos, y este deseo va acompañado de una misericordia creciente con los demás, especialmente con aquellos que no nos caen bien, con los que nos critican o nos han ofendido, con los que nos desprecian. Cuando lleguemos a las puertas del cielo, no nos reclamarán méritos, sino cuánto hemos amado. Nos abrirán en la misma medida en que hayamos dejado que Dios corone nuestra existencia.

2013-09-07

Quien quiera seguirme...



23º Domingo del Tiempo Ordinario 


…Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. Lc 14, 25-33.

Dios en el centro de nuestra vida

La bondad de Jesús cala en los corazones de quienes le escuchan. En un momento dado, mira a su alrededor y ve a una multitud que le sigue. Entonces se dirige a aquellos que quieren ir en pos de él con una interpelación que no deja de sorprender por su exigencia. “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Esta frase suena como un bofetón. Sus palabras se clavan como dardos. ¿Cómo interpretarla? 

No podemos leer esta frase de modo literal o fundamentalista. Dios no desea la ruptura de las familias ni el abandono de los deberes de cada cual. No se trata de rechazarlo el hogar, de abandonar a los padres o de romper con nuestro entorno. Eso sí, para quien dice sí a Dios, él se convierte en lo primero en su vida, por delante de la propia familia. La persona que sigue a Dios le abre su corazón para incluirlo y situarlo en el núcleo de su existencia. 

La familia 


Jesús pide a quienes quieran seguirlo que pospongan padre, madre, hermanos y parentela y sitúen a Dios en el centro de su vida. Esta es la condición necesaria para que se dé una total sintonía con él y una confluencia de libertades –mi libertad, la libertad de Dios– y de voluntades acordes. Seguir a Dios requiere dejar muchas cosas atrás: todos aquellos lastres que nos impiden acercarnos a él. A veces pueden ser personas, situaciones, cosas que nos atan. La familia puede ser un gran apoyo en la vocación si se alegra por ésta y la comparte. Pero, en ocasiones, cuando se opone, la familia puede dificultar o impedir la fe. En nuestro mundo de hoy los cristianos no son arrojados a los leones, pero sí existen muchas fuerzas sutiles que quieren arrancar la fe de la sociedad y de nuestro corazón. Cuando Jesús dice: “Quien no lleve su cruz no puede ser discípulo mío”, se está refiriendo a esto. Decir sí a Dios puede acarrearnos conflictos sociales y familiares, muchas veces comportará navegar a contracorriente y enfrentarnos a la oposición de muchos. 

Es en esos momentos cuando hay que estar dispuesto a dejarlo todo por la vocación. Es entonces cuando debemos recordar que, en el origen de todo está Dios. Él ha querido nuestra existencia y nos ha regalado todo cuanto tenemos: vivir, respirar, los padres, el esposo o la esposa, los hijos, la familia, el trabajo, los bienes que disfrutamos… Todo cuanto tenemos es suyo. 

Ignorar a Dios es la gran tragedia del ser humano. Jesús no quiere que rompamos con nadie; su único deseo es que seamos capaces de amarle con todas nuestras fuerzas. 

El mayor obstáculo: uno mismo 


Pero a menudo puede suceder que el mayor obstáculo a superar somos nosotros mismos. “Negarse a sí mismo” alude al mayor de todos los impedimentos: el ego. Las personas tendemos a aferrarnos a nuestro concepto de la realidad, a nuestros criterios, nuestro modo de hacer y de comprender el mundo. Somos duros y reticentes al cambio. Nos centramos en nosotros mismos y pretendemos que la realidad se adapte a nosotros o que el mundo gire a nuestro alrededor. Corremos el riesgo de caer en el narcisismo. 

Negarse a sí mismo significa volcarse en los demás, especialmente en los más pobres, necesitados de nuestro amor. Negarse a sí mismo se traduce por ocuparse de los otros, por diezmar una parte de nuestro tiempo, de nuestro dinero, de nuestros afanes, para la causa del Reino de Dios. 

La sabiduría del corazón 


Sigue hablando Jesús con la parábola del hombre que calcula bien antes de echar los cimientos de su torre. Calculemos bien. Es ahí donde entra en juego la inteligencia del corazón. Esa inteligencia no es mero saber abstracto, ni erudición, sino sabiduría. Es la inteligencia del amor que nos permite descubrir la voluntad de Dios. ¿Cómo alcanzar esa sabiduría? 

Los niños, con su innata razón natural, nos muestran una maravillosa capacidad para captar las verdades espirituales. El niño intuye esa realidad trascendental que le rodea. Luego, si no recibe la educación adecuada, tal vez su entorno y la sociedad lo despistarán y adormecerán su sensibilidad religiosa. Pero, si ésta se cultiva, crecerá y enriquecerá su vida. Los niños que dan sus primeros pasos en la fe son, en muchos aspectos, auténticos maestros. 

La verdadera sabiduría consiste en abrirse a Dios y dejarse llenar por su amor. Del intelecto pasamos a la experiencia. Del puro raciocino llegamos a la vivencia palpable. Los cristianos estamos llamados a ser excelentes, no en estudios, teología, filosofía o conocimientos científicos. El día en que muramos, no nos examinarán de nuestras capacidades intelectuales, sino de nuestra apertura a Dios. Nuestra aspiración es obtener un “diez” en el amor, en el servicio, en la generosidad y en la entrega a los demás.

2013-08-31

Llamados a la humildad



22º Domingo del Tiempo Ordinario

Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
Lc 14, 1-7.14

El banquete de los fariseos

Jesús nos propone en esta lectura una actitud fundamental en la vida cristiana: la humildad. Aprovecha el contexto de un banquete al que es invitado para asentar criterios.

En ese banquete, Jesús observa a los fariseos. Entre los hombres de esa clase social, muchos pugnan por los primeros puestos, por la preeminencia y la notoriedad. Hoy hablamos del afán por querer salir en la foto.
Hemos de huir de la vanagloria. El único que posee gloria es Jesús, y renunció a ella. Esto supone un cambio de mentalidad, en contra de las corrientes de nuestra cultura.

¿Qué significa la humildad evangélica?

Dios, el primer humilde


Dios nos da ejemplo el primero. A través de la encarnación nos va revelando su pequeñez y su sencillez. Asume la condición humana y su fragilidad. Un niño en un pesebre es la imagen más bella de este Dios humilde.

Dios no premia al que se libra a una carrera trepidante por afán de brillar, ya sea intelectualmente, económicamente o de otros modos. Dios, en cambio, enaltece al humilde. Jesús fue el primero. Obediente al Padre, fue dócil y aceptó pasar por todas las humillaciones posibles. Y Dios lo encumbró, resucitándolo después de su muerte.

Ser humilde significa replantearse muchas cosas. Supone renunciar a ser infalibles, a querer tener siempre la razón, a discutir o pelear por imponer nuestra verdad, salvaguardando nuestro orgullo. Es muy difícil aceptar que el otro no piensa igual que nosotros y que podemos equivocarnos, que nuestra percepción de las cosas no es siempre certera. Dios es el único que jamás se equivoca. Pero nosotros, desde el momento en que nos levantamos y damos el primer paso, nos equivocamos una y otra vez. Somos así, y pensar que no podemos fallar es petulancia y vanidad.

Ser últimos


El mundo se ve agitado por una pugna feroz: todos quieren ser primeros en todos los ámbitos: en el político, el religioso, el social, el cultural… Nos gusta posicionarnos, ser protagonistas de la historia, ser el centro. Para decirlo en una expresión coloquial, nos miramos demasiado el ombligo, pretendemos que el mundo gire a nuestro alrededor. Pero más allá de nosotros existe una realidad muy rica y diferente, ni más ni menos importante que la nuestra, ante la que no podemos cerrar los ojos.

El humilde vive en paz. No busca competir con nadie ni pasar por delante de los demás. La dinámica de la humildad es pacífica. Entraña aceptación, calma y sosiego.

Este evangelio de hoy es una llamada a echar el freno en esa carrera desenfrenada hacia poseer más, dominar más, ser más que nadie, con un orgullo sin límites. Sólo los últimos son felices, libres de la competitividad, del afán de figurar y de la vanagloria. Tan sólo en una cosa hemos de afanarnos: en correr para ayudar y atender a quienes nos necesitan, a los más pobres y olvidados. Únicamente en esto hemos de apresurarnos para ser primeros. En cambio, a la hora de buscar poder, reconocimiento, prestigio y honor… en esto, seamos últimos.

Nuestro lugar es servir


Renunciar a competir nos evitará mucho sufrimiento. El desgaste anímico y espiritual de querer mantenerse siempre en el primer puesto es enorme. Ese esfuerzo nos aleja de Dios y de la realidad que nos envuelve. Nuestro lugar es para servir. Si alguien nos coloca en un puesto de responsabilidad es porque cree en nosotros y confía que estamos capacitados para prestar un servicio a los demás.

La imagen del banquete, en los evangelios, ha de leerse como un símbolo de la eucaristía. A este banquete están especialmente invitados los más pobres, los alejados, los que sufren. Esos cojos, ciegos y lisiados de los que habla Jesús son, en realidad, los humildes, los que no poseen nada ni pueden presumir de mérito alguno, en su pequeñez. Los humildes sintonizan con el corazón de Dios de un modo especial. Y nosotros, hijos de Dios creados a imagen suya, somos transmisores de su humildad. Ser humilde, en clave cristiana, no es otra cosa que ser una persona abierta a Dios. Ser humilde es poner el corazón en Dios, y no en el dinero, el prestigio o el conocimiento intelectual. Los humildes sólo cuentan con su bondad, su sencillez y su gratitud. Pero tienen el mayor tesoro: el amor de Dios.


Ojalá los cristianos vivamos con la sensibilidad despierta y tengamos nuestras puertas abiertas a quienes más sufren. Dichosos los humildes, dice la bienaventuranza, porque ellos verán a Dios. Lo verán en el rostro de tantas y tantas personas sencillas, necesitadas, carentes de ayuda y afecto. En ellos, cuando sepamos acogerlos, veremos a Dios.  

2013-08-23

La puerta estrecha


“Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”, y él os replicará: “No sé quiénes sois”
Lc 13, 22-30 

21 Domingo Tiempo Ordinario -C-

Las dos puertas 


Mientras Jesús va recorriendo las aldeas, predicando el reino de Dios a las gentes, un hombre se le acerca y le pregunta: “¿Serán pocos los que se salven?”. Esa pregunta nos aguijonea todavía hoy. En realidad, podría traducirse por un: ¿Me salvaré? ¿Podré entrar por esa puerta angosta hacia el banquete del Señor? ¿Serán pocas las personas que entren? Jesús advierte que muchos querrán entrar por esa puerta y no podrán.

“Esforzaos”, dice. Parece difícil acceder. Y es así porque el Reino de Dios pide sacrificio y entrega. ¿Estamos verdaderamente abiertos a lo que nos pide Dios? Esa puerta estrecha, paradójicamente, nos abre un horizonte inmenso. Es la puerta de la generosidad, del corazón abierto y magnánimo. Atravesar la puerta estrecha exige esfuerzo y renuncia de uno mismo. Su paso no es fácil pero, una vez traspasada, nos conduce al cielo. En cambio, la puerta ancha es engañosa. Es la entrada al egoísmo, a la soberbia, a la frivolidad y al orgullo. Es una puerta fácil de franquear, pero una vez se ha cruzado, nos conduce al abismo.

Heredar la fe no basta 


Los cristianos bautizados, que formamos una comunidad y cumplimos nuestros preceptos, ¿nos salvaremos? Tal vez este interrogante nos inquieta. No es suficiente recibir una herencia cristiana. Nuestras creencias adquiridas no bastan para alcanzar el cielo. Así lo pensaban los antiguos judíos, que sabiéndose herederos de Abraham y Moisés, creían que tenían la salvación garantizada y se consideraban el pueblo salvado, frente a otros destinados a condenarse. Pero Dios pide algo más que una rutina religiosa o el cumplimiento de unas leyes. 

El sí a Dios es algo más que cumplir. Es una vocación actualizada diariamente, personal, íntima y profunda. Ser bautizado no asegura el tíquet para la eternidad. Es necesario cultivar nuestra relación con Dios, de tú a tú. De la misma manera que un matrimonio ha de darse un sí cada día, renovando su amor constantemente, nuestra vocación cristiana nos pide unión con el Padre, dándole nuestro sí cada día. 

 La vocación cristiana ha de estar estrechamente ligada a todas las facetas de nuestra vida. No podemos separar nuestra vida creyente de nuestra vida profesional. Estamos llamados a ser testimonios de Jesucristo en medio del mundo. ¿Somos realmente cristianos en nuestro proceder, en nuestro ámbito laboral, en nuestra ciudad? ¿Somos capaces de testimoniar nuestra fe más allá de los preceptos litúrgicos? Tenemos ante nosotros un reto: replantear cómo vivimos nuestra fe y cómo transformamos en vivencia cotidiana aquello que creemos. El día que debamos atravesar ese umbral, en el final de nuestra vida, Dios nos conocerá si hemos sabido dar un paso más allá de la fe heredada. Nos conocerá si somos sus amigos, si hemos buscado esa experiencia íntima con él y hemos cultivado una rica vida interior. Si hemos vivido como criaturas de Dios, sintiendo su paternidad y su amor, cercanos a su corazón, ¿cómo no va a reconocernos? 

Hay últimos que serán primeros 


Si hemos participado de la eucaristía pero no hemos vibrado con ella, no nos hemos dejado interpelar, no hemos sintonizado con Dios ni con la comunidad, tal vez llegado el momento seamos unos “desconocidos” ante la puerta del cielo. Y vendrá otra gente, que realmente ha conformado su vida según Dios, y el amo de la casa les abrirá la puerta. “Hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”, avisa Jesús. Quizás muchas personas, que por prejuicios o ideas erróneas consideramos indignas del reino de Dios, pasarán por delante de nosotros. Alerta ante el orgullo, la petulancia, la vanagloria. Tal vez Dios nos pondrá a la cola, aún cuando creamos ser los primeros. De ahí la importancia de ser humildes, sencillos, atentos, capaces de perdonar siempre. 

Veamos más allá de nosotros mismos y de nuestras percepciones particulares. Sepamos mirar al otro: el inmigrante, el desconocido, aquel que no nos cae bien. Ellos son el prójimo a quien amar. Pues si sólo amamos a quienes nos aman, o a quienes guardamos simpatía o cariño, ¿qué mérito tenemos?, nos recuerda San Juan. Estamos llamados a vivir la caridad, y ésta se manifiesta con más fuerza que nunca cuando somos capaces de amar al enemigo. Es decir, cuando sabemos amar y perdonar a quienes nos guardan rencor y hacia quienes abrigamos aversión. Nuestro esfuerzo por perdonar y olvidar, nuestra capacidad de escuchar, de atender, con ternura, de mostrar misericordia, todas estas cosas nos ayudarán a cruzar esa puerta estrecha. Entonces habremos cumplido el anhelo más profundo de todo ser humano: encontrarnos con el Creador en un abrazo eterno.

2013-08-16

He venido a prender fuego...



20º Domingo del Tiempo Ordinario

He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.
Lc 12, 49-53

El fuego de Dios


Jesús se dirige a sus discípulos con palabras desconcertantes. ¿Cómo es posible que haya venido a traer fuego al mundo? ¿Cómo puede decir que ha venido a traer la división, y no la paz?
“He venido a prender fuego”. Hay que interpretar las palabras en su contexto bíblico y en el momento de la vida de Jesús en que son pronunciadas. El fuego tiene un significado teológico: es el amor de Dios, el fuego del Espíritu Santo que depura los corazones para limpiarlos de todo mal. Jesús desea que este fuego anide en nuestros corazones y llegue a arder en todo el mundo.
“¡Ojalá ya estuviera ardiendo!”. Estas palabras expresan un deseo apremiante. Es urgente que el mundo se abra al amor de Dios. Jesús nos transmite una verdad que nos quema por dentro. Sus palabras queman. Nos instan a decir, ¡basta! Despertad y dejad que el fuego de Dios arda en vuestro interior.

Una verdad que incomoda


En la primera lectura de hoy vemos al profeta Jeremías castigado por el rey Sedecías, porque su discurso no gustaba a las gentes de su pueblo. Muchas veces, la palabra de Dios, lo que dice la Iglesia, también molesta. La exigencia del evangelio nos disgusta y resulta poco grata, porque no estamos preparados para digerirla. Y muchos prefieren acallar esa voz o rechazar ese mensaje. Los políticos, por ejemplo, quieren silenciar a los creyentes. Insisten en que la fe ha de quedar relegada al ámbito privado. ¿Cómo pueden impedir que los cristianos expresemos públicamente lo que creemos? La verdad de Cristo no es una elaboración de la Iglesia: es un regalo de Dios. Nadie la ha inventado. La verdad de Jesús es una experiencia viva que vibra en el germen de las comunidades cristianas, y nada puede matarla.

Molesta que la Iglesia se erija en voz de los más pobres y de los más débiles, porque constituye un referente moral para muchas personas. No sólo guarda la palabra de Dios, sino que nos enseña a través de las encíclicas de los Papas, a través de los sacerdotes y los pastores. La Iglesia habla, y mucho, sobre el mundo y sus problemas, sobre el ser humano, sus inquietudes y anhelos. Ofrece profundas reflexiones sobre nuestro entorno y da orientaciones para saber por dónde ir.

Afrontar la ruptura y las divisiones


“No he venido a traer la paz”. ¿Cómo puede decir esto Jesús, que es llamado el príncipe de la paz? Hemos de comprender bien estas palabras. Las verdades a veces inquietan y nos provocan divisiones internas, porque apelan a una transformación de nuestra vida espiritual y, a menudo, nos exigen cambios y una conversión que nos cuesta asumir. La palabra de Jesús, en sí, no genera conflictos; es la forma en que recibimos esa palabra la que causa rupturas en las personas, en las familias y en la misma sociedad.

“He de pasar un bautismo”, continúa Jesús. Es muy consciente de que su tarea de anunciar el Reino de Dios lo llevará al patíbulo y a la muerte en cruz. El sí a Dios pasará por subir a Jerusalén y por una entrega absoluta, hasta de su propia vida. ¡Qué angustia hasta que se cumpla!

Dios no quiere la guerra ni el enfrentamiento entre las gentes, de ninguna manera. Pero, a veces, por decir la verdad, o por seguir su palabra, se desencadena el conflicto. Las personas se separan, se rompen familias, amistades, grupos... Un joven que quiere ser sacerdote puede toparse con la oposición de sus padres, que se cierran a su vocación. O una mujer que desea profesar como religiosa puede tener que luchar contra el rechazo de sus familiares, como fue el caso de santa Clara. Seguir a Cristo sin temor comporta, en muchas ocasiones, divisiones y fracturas.

¿Qué es la Verdad?


La Verdad a veces resulta escandalosa, exigente y rotunda, incluso desconcertante. ¿Qué es la Verdad? En las horas de su pasión, Jesús se encontró ante esta pregunta, formulada por un escéptico Pilatos. La Verdad es él. La única Verdad es el amor. Lo demás, son ideologías y filosofías. Dios nos ama. Esta es la realidad más intrínseca del cristiano. Y esta Verdad, el amor divino, sólo puede alentar la unión. Estamos llamados a ser una unidad en Cristo y realidad viva del amor de Dios en el mundo.

2013-08-02

La verdadera riqueza


18º Domingo del Tiempo Ordinario

… Estad alerta y guardaos de toda avaricia: que no depende la vida del hombre de la abundancia de los bienes que posee.” Lc 12, 13-21 

Un mundo lleno de vacío 

“Vaciedad de vaciedades”, dice el texto del Eclesiastés este domingo. “Todo es vaciedad”. En nuestro mundo moderno, tan abundante y lleno, saturado de bienes, de palabras, de tecnología, también existe esa vaciedad. Podemos percibirla en la enorme carencia de valores que sufren tantas personas. Viven desorientadas y vacías, faltas de referencias morales, perdidas y sin norte. 

La parábola del evangelio de hoy nos muestra al hombre próspero que planifica su futuro. Inmerso en abundancia, decide echarse a vivir plácidamente de sus rentas. Ciertamente, cada cual tiene derecho a vivir con prosperidad y a administrar su patrimonio. Todos tenemos derecho a una vida digna e incluso al disfrute y al placer, sanamente entendido. Pero Jesús nos recuerda que no podemos centrar nuestra vida en el dinero y en los bienes materiales, olvidando a los demás. No podemos dedicar nuestra vida exclusivamente al dios dinero, al dios sexo o al dios poder. Cuando lo hacemos así, nuestra vida, paradójicamente, se llena de vacío. Nos volcamos en el sinsentido y nunca tenemos bastante, siempre necesitamos más, porque esas riquezas nunca podrán llenarnos.

Vivir bien es totalmente lícito. Pero, ¿basta sólo con tener las necesidades materiales cubiertas? El afán de poseer y dejarse poseer por Dios Tener más que otros no va a garantizarnos nuestra vida en el cielo. Esta filosofía mercantilista ha contaminado incluso nuestra fe. Pensamos que, por hacer muchas cosas, por trabajar duramente y acumular méritos, vamos a ganar el cielo, como si la vida eterna fuera una paga a nuestro esfuerzo interesado. Hemos de trabajar por las cosas del reino de Dios. Pero el culto al trabajo y al dinero no nos dará el cielo. 

Otra actitud, contraria a ésta, es todavía más común. Solemos decir: “la vida son cuatro días, ¡hay que pasarlo bien!” Este tópico nos puede llevar a la dejadez y al egoísmo. Vivir bien significa vivir amando. La buena vida consiste en amar a Dios y a los demás. Todas las cosas de este mundo son caducas pero, no obstante, nos aferramos a ellas. Nos aferramos a las relaciones, a la familia, al dinero, a nuestras posesiones... Nos obsesionamos por poseer bienes efímeros y, en cambio, no nos dejamos poseer por Dios. Y él nos ama. Somos su tesoro. Él es quien hace eterna nuestra vida. 

La mayor riqueza es gratuita 

Muchas personas viven centradas en sí mismas, encerradas en su ego. Su tesoro son ellas mismas, girando alrededor de su narcisismo. Esa es una enorme pobreza. Cuando intentamos amar y esto no cambia nuestra vida, es señal de que algo no hacemos bien. Y tal vez es porque no hemos abierto nuestro corazón y seguimos dando vueltas alrededor de nuestro ego, buscando nuestro tesoro dentro de nosotros mismos. Hay una riqueza que se hincha, que se convierte en vanagloria y se alimenta de sí misma. Muchas veces, esta riqueza –ya sea dinero, propiedades, etc., también nos genera problemas, como al hombre del evangelio, en litigio con su hermano por una herencia. En cambio, hay otra riqueza, que viene de Dios, que nos llega a través de la Iglesia y que nos hace sentirnos bien con nosotros mismos. 

¿En qué medida nuestra vida es rica de Dios? Todo lo que poseemos nos lo ha dado Dios. Creemos tener muchas cosas ganadas por nuestro esfuerzo y nuestros logros. Pero ¡hasta el aire que respiramos nos lo da Dios! Él nos regala la vida, y con ella, todo cuanto hemos obtenido. No somos conscientes de esos dones porque no nos han costado dinero ni hemos tenido que esforzarnos por adquirirlos. Pero su valor es incalculable. ¿Cuánto vale despertarse con la luz del sol? ¿Cuál es el valor de respirar, de contemplar el cielo, de ver la sonrisa en el rostro de un niño o en las arrugas de un anciano? 

Dios nos da la existencia, los padres, los hijos, los amigos... También nos da las fuerzas, la capacidad de trabajar y el dinero que obtenemos, fruto de nuestro afán. Cada día nos regala cosas inmerecidas. Pero la mayor riqueza es el mismo Dios. El nos ama y confía en nosotros, tanto, que incluso nos pide algún gesto de amor. 

Dar nos enriquece 

Nosotros también podemos corresponder a su regalo haciendo cosas por los demás. Seamos ricos para Dios. Podemos dar mucho amor cada día. Nos enriquecerá venir a la eucaristía, recibir los sacramentos, entregarnos a los demás. Dar nuestra vida es el don más espléndido que podemos hacer. Nuestro tiempo es una gran riqueza. A menudo no tenemos tiempo para Dios ni para los demás. Nos faltan horas para ser solidarios, para hacer un voluntariado, para visitar la casa de Dios y dejarnos acunar en sus brazos... El siempre nos espera, en su templo, y en el corazón de las personas. Dediquemos tiempo a Dios y a quienes nos rodean. Esta es nuestra verdadera riqueza, el tesoro que se acumulará en el cielo.

2013-07-27

Pedid y se os dará



17º Domingo del Tiempo Ordinario

Un día, estando Jesús orando en cierto lugar, acabada la oración, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar como enseñó también Juan a los suyos. Y Jesús le respondió: “Cuando os pongáis a orar, decid: Padre, sea santificado tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación”.”
Lc 11, 1-13

Dios es Padre

En su intensa vida misionera, Jesús siempre sabía encontrar tiempo para nutrir su vida espiritual. No se podría explicar su energía incansable sin esos momentos de paz y de sosiego que dedicaba a la comunicación con Dios.

Además, su oración produce un efecto pedagógico en los discípulos. Al verlo, quieren aprender a rezar como él. Y les enseña.

Su primera palabra es ésta: “Padre”. No podemos confiar en Dios si no lo consideramos igual a un padre. “Padre” evoca confianza, ternura, cercanía. La plegaria de Jesús rezuma confianza en Dios. Sin sentirse hijo del Padre difícilmente podría darse esa sintonía y esa comunicación tan estrecha.

Llamar a Dios Padre es reconocer la centralidad de su presencia en su vida. Jesús nos presenta una imagen de Dios muy alejada del Dios implacable que fiscaliza al hombre. Dios es padre, respeta a sus hijos y su libertad. Un padre da la vida, nos mima, nos cuida, nos educa, nos lo da todo. Ese es el Dios de Jesús de Nazaret.

Dios, en el centro de la vida

Continúa Jesús: “santificado sea tu nombre”. Dios es el santo de todos los santos. A imitación suya, la Iglesia nos llama a vivir cada día la santidad. Nuestra vida entera ha de ser santificada. Jesús es modelo y reflejo para todos nosotros.

“Venga tu reino”: esta invocación expresa un deseo de paz, de justicia, de bienestar. Es el deseo de que el amor de Dios reine en nuestro corazón, que la vida de Dios invada nuestra vida; que su cielo venga aquí, ahora, entre nosotros.

El Padrenuestro es un compendio del Nuevo Testamento y la revelación de Jesús. Cada cristiano está invitado a trabajar por ese reino de Dios, donde la gente se ama, confía y construye espacios de cielo. Cuando las personas abren su corazón a Dios y viven la gran aventura de su amor, están comenzando a levantar ese reino en la tierra.

“Danos el pan de cada día”. El trigo es perecedero. Sacia hoy, pero no alimenta el alma. Más allá de la necesidad de pan físico y sustento, esta petición significa: danos la fuerza necesaria para alimentarnos de ti. Danos alegría para vivir, ternura, amistad, compañía, el pan existencial que necesitamos para crecer como personas y convertirnos en pan para los demás.

El valor del perdón

“Perdona nuestros pecados como también nosotros perdonamos”. Perdonar, ¡cuesta tanto! Pero el perdón es intrínseco de Dios. No podemos comprender su bondad sin su infinita capacidad de perdón. Siempre somos pecadores, siempre fallamos. Y él siempre nos está perdonando. A ejemplo suyo, si queremos seguir a Jesús, hemos de perdonar. Él nos enseña con su vida. El perdón ha de ser algo vital en nosotros, pues sin él no podemos crecer ni avanzar. Tampoco estaremos preparados para recibir los sacramentos.

Perdonar es vibrar al unísono con el corazón de Jesús, la expresión más nítida de la capacidad de misericordia de Dios.

A lo largo de toda nuestra vida necesitamos la mirada cálida y tierna de Dios, que nos levanta. Solemos ser ambiguos, egoístas, mentirosos; generamos conflictos a nuestro alrededor, no somos transparentes, nos ensimismamos, nos gusta ser el centro de todo, actuamos sin pensar en los demás… Pero, cada día, Dios nos restaura con su perdón. Nuestra vida espiritual sería imposible si él no nos perdonara.

Tan importante es dar como recibir perdón. Esta es, quizás, nuestra asignatura pendiente. Nuestro corazón está agrietado, hemos de resolver muchas cosas, ser más humildes, más sencillos. No podremos crecer como persona, como familia, como comunidad, como grupo de amigos, si no tenemos el corazón abierto al perdón y si no sabemos perdonar. ¿Cuántas veces? Jesús responde a Pedro, que le pregunta: hasta setenta veces siete. ¡Toda la vida hemos de perdonar!

Aprender a confiar

Continúa este evangelio: “Pedid y se os dará, llamad y se os abrirá”. No podemos iniciar ningún proyecto si antes no confiamos. Y es la confianza la que nos llevará a pedir, a llamar, a caminar para llegar a nuestra meta.

Muchos de los males existenciales que afectan a las personas tienen su raíz en la desconfianza. Los psicólogos y especialistas así lo ratifican. La desconfianza genera miedo, mentiras, distanciamiento de los demás, ambivalencia y una fisura profunda en la persona. Muchas dolencias psíquicas, que se somatizan y acaban degenerando en enfermedades físicas, podrían resolverse si confiáramos más en Dios. ¿Por qué nos suceden las cosas? Pensemos en ello. También se ha comprobado que muchas personas que padecen diversos trastornos psicológicos y mentales se recuperan antes o mejoran mucho si creen en Dios. La fe les da una fuerza interior enorme. ¿Cómo puede ser de otro modo? Dios es nuestra salud, nos quiere sanos y quiere que nos sintamos plenamente amados.

Sin embargo, nos cuesta confiar. El evangelio nos dice que, ante las ofensas, volvamos la otra mejilla. Nos dice que amemos al enemigo. Es difícil. Pero podemos hacerlo. Imitemos a Jesús. Abandonémonos, con total confianza, en manos de Dios, y él nos dará fuerza para vivir con plenitud nuestra existencia.

Jesús confió totalmente en Dios, aún en los momentos más críticos de su vida. Pero lo más extraordinario es que ¡Dios confía en nosotros! Si Adán, el primer hombre, falló a esta confianza, en Cristo ha quedado restaurada plenamente la confianza entre Dios y la humanidad. La desconfianza facilitó la caída del hombre en el abismo. La confianza de Jesús en el Padre hizo posible su redención.


Confiar en Dios ha de llevarnos a confiar en los demás: la familia, los buenos amigos, la Iglesia… También en las intuiciones de nuestro propio corazón. Creamos, de verdad, que Dios nos ama.

2013-07-19

Marta y María


16º Domingo Tiempo Ordinario - C

«Prosiguiendo su viaje, entró Jesús en cierta aldea, donde una mujer, de nombre Marta, le hospedó en su casa. Tenía esta una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, estaba escuchando su palabra. Mientras tanto, Marta andaba muy afanada en disponer todo lo que era menester, por lo cual se presentó y dijo: “Señor, ¿no reparas que mi hermana me ha dejado sola en las tareas de la casa? Dile que me ayude”. Pero el Señor le dio esta respuesta: “Marta, Marta, tú te afanas y acongojas por muchas cosas. Cuando con pocas, y hasta con una sola, basta. María ha escogido la mejor parte, y no le será arrebatada”». 

La hospitalidad ante Dios 

El evangelio de este domingo nos presenta a dos mujeres judías hospitalarias, que saben acoger al Señor. La hospitalidad es intrínseca de la cultura judía. Además, Marta y María tenían un vínculo de amistad con Jesús, formaban parte de la familia de amigos de Betania. ¡Qué importante es saber acoger y abrir las puertas a los demás! Y aún más, qué importante es abrir las puertas del corazón a Dios. 

El activismo de Marta

Las dos hermanas tienen reacciones diferentes ante la visita de Jesús. Marta se multiplica en el servicio para atender a su amigo. María se sienta a sus pies para escucharlo. Marta nos recuerda el hiperactivismo, ese afán por hacer, aplicado a muchos aspectos de nuestra vida. Aunque siempre es bueno trabajar por los demás, también conviene encontrar espacios para hacer silencio, rezar y acoger. Muy a menudo, en nuestro empeño por ser obsequiosos, nos perdemos en detalles y olvidamos lo más importante: la misma persona a la que recibimos. 

A veces, la mejor acogida es la escucha. Hoy la gente va deprisa, estresada y preocupada por mil cosas, como Marta. Y nunca llega a todo. Nos falta tiempo y calma. Nos ponemos nerviosos y de aquí pasamos a la angustia y, en muchos casos, a la depresión. Llega un momento en que tenemos que plantearnos, no tanto qué hemos de hacer, sino qué hemos de dejar de hacer para encontrar esos momentos necesarios de paz y sosiego. No podremos ser acogedores si en nuestro interior reinan el nerviosismo y la prisa. 

La acogida de María 

Jesús elogia a María y le dice que nadie le quitará su parte ―la mejor parte―. María ha centrado su acogida en el amigo que viene a visitarlas y es ella quien recibe el regalo que les trae Jesús: su presencia, sus palabras. Hoy, viniendo a la eucaristía, los cristianos hemos escogido la mejor parte del día: estar cerca de Jesús, escucharle y, además, tomarlo y llevarlo dentro. Ese elogio de Jesús a María puede hacerse extensivo a todos los cristianos. 

Hemos de aprender a encontrar espacios para acercarnos a Dios e intimar con Él. El núcleo de la revelación cristiana es la amistad de Dios con el ser humano. Dios no desea otra cosa que cultivar esa amistad, pero solo será posible si somos capaces de encontrar esos momentos de paz y de silencio. 

Dios busca nuestra amistad 

Jesús no quiere el servilismo de Marta, no desea que le sirva como una criada, sino que sea su amiga. Hacer muchas cosas puede convertirse, inconscientemente, en un afán por ganar méritos y buscar una recompensa. A Dios, en cambio, solo le basta que dejemos de hacer y nos pongamos ante Él. La fe cristiana no consiste tanto en lo que yo puedo hacer por Dios sino en lo que Él hace por mí. Hemos de lograr ser buenas Marías para ser buenas Martas. Con Dios en nuestro corazón, podremos servir mejor a los demás y nuestro trabajo será fructífero. Solo desde la escucha y la contemplación podremos ejercer la caridad.

2013-07-13

¿Cómo ganar el cielo?


15º Domingo Tiempo Ordinario C

«Se levantó un doctor de la Ley y le dijo, con el fin de tentarle: Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna? Jesús le dijo: ¿Qué es lo que se halla escrito en la Ley? Le respondió él: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo. Le respondió Jesús: Bien has respondido: haz eso y vivirás. Mas él, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?...».

Lo que dice la ley

¿Qué hacer para ganar el cielo? Es una pregunta que nos concierne a todos. Nos inquieta el más allá. Venimos a misa, rezamos, practicamos la caridad… y, al igual que aquel judío, preguntamos a Jesús qué hemos de hacer para heredar la vida eterna.

Jesús responde al letrado: ¿Qué lees en la Ley? Amarás al Señor tu Dios con todas tus fuerzas, con toda tu mente, con todo tu corazón, con todo tu ser. Esto significa poner a Dios en el centro de nuestra vida, no como una realidad abstracta o esotérica, sino vivida en lo más hondo de nuestro ser. Amarlo con todas las fuerzas, con todo el corazón y toda la mente es amarlo con tenacidad, con pasión, con plenitud.

Pero, a continuación, la Ley también habla del prójimo. Amarás al prójimo como a ti mismo. Esa es la clave de esta lectura.

¿Quién es mi prójimo?, pregunta el judío. Y Jesús le explica la parábola del buen samaritano.

¿Quién es el prójimo?

Un hombre que viaja de Jerusalén a Jericó es asaltado por unos bandoleros, apaleado y dejado medio muerto en medio del camino. Lo ven un sacerdote y un levita, dan un rodeo y pasan de largo. En su actitud están desoyendo incluso las escrituras del Antiguo Testamento, que exhortan a practicar la misericordia. Los mismos representantes de esta ley pasan, ignorando el dolor de la persona.

En cambio, un samaritano que pasa por allí lo ve y se compadece del hombre apaleado. Es el forastero, el mal visto, hoy diríamos «el inmigrante», el «marginado». Y es él quien ejerce la caridad. Cuida al hombre herido y lo lleva a un lugar donde podrán atenderlo, pagando sus gastos por él.

Con esta parábola, Jesús está universalizando al prójimo. Ya no es el cercano, el pariente, el compatriota o el que practica la misma fe. El concepto de prójimo salta por encima de la Ley, del pueblo judío, de la cultura o las convicciones. Lo importante no es quién es, o de dónde procede. Es un ser humano que necesita ayuda.

El samaritano se convierte en un símbolo del mismo Jesús y de la Iglesia. Cura sus llagas ungiéndole con aceite y vino, signos que evocan los sacramentos de la unción y la eucaristía. Jesús vino a curar y a rescatar al hombre caído, y la Iglesia continúa su labor.

La caridad por encima del precepto

En nuestro mundo vive mucha gente apaleada por el sufrimiento, la soledad, la angustia, la falta de sentido en su vida… Como cristianos, no podemos quedarnos en el cumplimiento del precepto. La ley que quiere Dios, como leemos en el Deuteronomio, está en nuestra boca, pero también en el corazón. No queda fuera de nuestro alcance, no es nada que no podamos cumplir.

Hemos de responder al sufrimiento de quienes padecen, de quienes se encuentran llagados anímica y existencialmente. No podemos pasar de largo. En el corazón de la Iglesia están los pobres, los moribundos, los enfermos, los marginados. Hemos de cumplir los preceptos de la Iglesia, sí, pero por encima de todo, nuestra ley es el amor.

No basta con venir a misa y cumplir. La caridad es aún más importante. Después de explicarle la parábola, Jesús le dice al maestro de la Ley: «Anda, haz tú lo mismo».

Despertar la sensibilidad

Nuestra cultura del progreso tecnológico nos arrastra en una marea estresante. La velocidad nos impide ver lo que hay a nuestro alrededor. La prisa es tremenda, porque nos aleja de la realidad. En cambio, si uno camina despacio puede ver, contemplar, escuchar y saborear. Puede hacerse sensible a cuanto le rodea.

El progreso científico es estupendo. Pero el bienestar material y tecnológico no basta para hacer feliz a la persona. En medio de la prosperidad brota el malestar social, psíquico y existencial. Algunos sociólogos señalan que vivimos en un mundo hiper-tecnificado y narcisista, que nos aleja de lo pequeño, lo humano, lo cotidiano. Nos aleja, también, del que nos necesita.


Jesús revela el corazón compasivo y la bondad de Dios. Como hijos suyos, estamos llamados a alimentar un corazón misericordioso. No podemos permanecer impasibles ante el dolor. Hay que invertir en humanidad, en medios para acoger a los que sufren y viven abandonados, en el arcén. Los cristianos no podemos callar esto. Seamos el corazón de Cristo en medio del mundo, torrente de bálsamo y dulzura para el que sufre.


2013-07-06

Os envío como corderos




14º domingo Tiempo Ordinario -C-

«Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado, ni os paréis a saludar a nadie por el camino (…). En cualquier ciudad que entrareis y os hospedareis, comed lo que os pusieren, y curad a los enfermos que en ella hubiere, y decidles: El reino de Dios está cerca de vosotros…». Lucas 10, 1-20.

Una experiencia de evangelización 

A parte de los doce, mucha gente se movía alrededor de Jesús, deseosa de descubrir el rostro de Dios. En el evangelio de hoy vemos cómo Jesús designa a setenta y dos discípulos y los envía a predicar a las aldeas de su tierra. Los manda para que se ejerciten en la tarea de anunciar el mensaje de Dios a todos los pueblos. «La mies es mucha y los obreros pocos», dice Jesús. «Pedid al amo de la mies que envíe operarios a su mies». Todavía ahora son muchos los campos para evangelizar, y somos pocos para ese gran cometido. A los cristianos de hoy, Jesús nos invita a incorporarnos a la labor misionera de proclamar la buena nueva. 

Os envío como corderos 

Antes de partir, da a sus discípulos varias consignas. Con estas instrucciones, Jesús deja claro que no quiere colonizar ni obligar a nadie a creer en Él. «No llevéis manto ni bastón, ni os entretengáis por el camino». «Os mando como corderos en medio de lobos». Es decir, que en la misión no se trata de imponer nada a quien no quiere abrir su corazón. Los misioneros han de ser humildes, sencillos, pacíficos y mansos como corderos. No podemos arrasar, como ciertas ideologías que van coartando las libertades e imponiendo su criterio. Jesús quiere que los suyos anuncien con serenidad el Reino de Dios. 

Dad la paz y anunciad el Reino 

La primera consigna es desear la paz a quienes los reciben. La gente está falta de paz, inmersa en problemas de toda índole. Lo primero que deben hacer los apóstoles es desear la paz a todos. Quedaos allí, continúa Jesús, respetad sus costumbres, comed lo que os den, con gratitud. El obrero bien merece su salario. 

La siguiente consigna, que es el núcleo de la misión, es anunciar: el Reino de Dios está cerca, está llegando. Los apóstoles preceden a Jesús, que trae consigo un Reino de paz, más allá de las diferencias; un reino solidario, con esperanza y ánimo para crecer. El Reino de Dios no es otra cosa que el amor de Dios en el mundo, encarnado en el mismo Jesús. Él dará sentido y esperanza a nuestra vida. Se entregará para que alcancemos una alegría existencial plena y profunda. Anunciad esto, les pide Jesús. Viene Aquel que llenará vuestra existencia de sentido y felicidad. 

Sanar el cuerpo y el alma 

También les dice Jesús: curad a los enfermos. Sanar es el otro gran cometido de los apóstoles. Mucha gente enferma padece dolencias físicas, pero una enfermedad más honda, que debilita la existencia y la mina por dentro, es la falta de razones para vivir. No saber a quién amar, no sentirse amado, no tener un proyecto, una motivación, algo que dé sentido profundo a la vida, es la dolencia más grave. Hay muchas personas que tienen de todo: dinero, salud, compañía… Y, sin embargo, aún les falta algo. Aún existe otra terrible enfermedad que afecta más allá de lo fisiológico y lo psíquico: la carencia de Dios. Allí donde no llegan la psicología ni la psiquiatría, ni la ciencia médica, allí puede llegar Dios. Él puede penetrar hasta lo más hondo de nuestro ser. Ese dolor existencial que no pueden curar los psicólogos puede sanarlo Dios. Curar a los enfermos es también sanar el alma, la vida entera. Ante los grandes interrogantes de la persona: ¿en qué creemos?, ¿quién somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Ni siquiera las ciencias tienen respuesta. Pero la sabiduría que emana del propio Cristo es fuente de salud, tanto para el cuerpo como para el alma. 

Vuestros nombres están inscritos en el cielo 

Los setenta y dos regresan contentos. Hasta los demonios y los malos espíritus se les someten. Sucumben ante la fuerza rotunda del amor, del perdón, de la infinita misericordia. Pero Jesús les dice que no deben estar satisfechos solo porque han peleado y vencido contra el mal. Sí, han hecho un buen trabajo, la gente los ha escuchado y se han convertido. Pero la mayor alegría es otra. «Estad contentos porque vuestros nombres están inscritos en el Cielo». Están grabados en el corazón y en la mente de Dios. La causa de su alegría no son sus logros, sino el amor que les da su fuerza. 

Somos enviados 

Cuando finalizamos la misa, el sacerdote nos dice: «Id en paz». También nos envía, llenos de paz y alimentados por la Eucaristía. Y vamos al mundo como corderos. No somos lobos ni hemos de ser como ellos para vencerlos. Ser como ovejas, aún llevadas al matadero, como el mismo Jesús, significa renunciar al poder. Después de recibir el alimento eucarístico tenemos la fuerza suficiente para salir afuera y explicar las grandezas de Dios. 

Podemos comenzar con la propia historia. ¡Qué gracia tan grande, cuántos dones nos ha dado Dios! Nuestra misión, hoy, es esta: anunciar por todo el mundo que el amor de Dios está cerca y que somos instrumentos de ese amor. Ojalá vengamos a misa cada domingo satisfechos porque hemos cumplido nuestra labor. El testimonio de una vida entregada a los demás es el mejor mensaje evangelizador que podemos transmitir. No nos rindamos. Continuemos, tenaces y valientes. Demos lo que tenemos y hemos recibido. ¡Comuniquemos! No podemos quedarnos solo en la eucaristía, cerrados en el ámbito parroquial. Esto empobrece nuestra fe. Afuera la gente espera, hambrienta, que les anunciemos el amor de Dios.

2013-06-28

Déjalo todo y sígueme


13º domingo Tiempo Ordinario  -C-

«Mientras iban andando su camino, hubo un hombre que le dijo: Yo te seguiré a donde quiera que fueres. Pero Jesús le respondió: Las raposas tienen guarida, y las aves del cielo nidos, mas el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. A otro, le dijo: Sígueme. Mas este respondió: Señor, permíteme que vaya antes y dé sepultura a mi padre. Le replicó Jesús: Deja a los muertos sepultar a sus muertos, pero tú, ve y anuncia el Reino de Dios…».

Seguirlo sin condiciones

Jesús sabía muy bien que su misión era redimir a la humanidad. Pero esto pasaba por dirigirse a Jerusalén, donde le esperaba la muerte en cruz y, posteriormente, la resurrección. Con su muerte Jesús llevaría a cabo el máximo gesto de entrega. Es en este contexto y en esta tesitura espiritual que Jesús emprende el camino a Jerusalén.

Se encuentra con varios hombres que quieren seguirlo, pero… seguir a Jesús es caminar a la intemperie, sin seguridades. La única certeza es saber que caminamos hacia el Padre. El camino no es fácil y está lleno de riesgos. Unirse a Jesús y caminar con Él es tener claro que siempre estaremos en su corazón y que la meta nos espera en el cielo. Pero no tendremos nada seguro en el mundo.

«Deja que los muertos entierren a sus muertos», dice Jesús. El hombre que quiere seguirle le da un sí, pero condicionado. De ahí esa respuesta rotunda.

Abrirse a otra familia

Jesús no pide que rompamos los lazos familiares, por supuesto, sino que lo sigamos sin condiciones, con serenidad y total confianza. Cuando se sigue a Jesús no se rompe con nada, más que con aquello que nos puede impedir acercarnos a Dios. No se trata de abandonar la familia de sangre, pero sí de abrirnos a una familia mucho más extensa, que trasciende la biológica: la familia del pueblo de Dios. En esta familia, todos somos hijos de Dios y hermanos, «nación consagrada, estirpe elegida, pueblo santo».

Dejarlo todo no debe leerse literalmente. Cada cual debe saber estar en su familia, en el trabajo, en su ciudad, en medio de la sociedad, desempeñando sus tareas, dando testimonio y evangelizando desde su lugar. Lo importante es la actitud del corazón.

La excusa más frecuente

Seguir a Jesús no es sencillo hoy. ¿Qué excusas le podemos poner?

Posiblemente, la más frecuente sea esta: «No tengo tiempo». Estamos tan metidos en nuestra familia, en nuestro trabajo, en nuestros compromisos, en mil y una cosas, que no tenemos tiempo para seguirlo. ¿No suena esto un poco a excusa? Dios nos lo ha dado todo. Suya es la existencia que disfrutamos, suyo el tiempo de que disponemos. ¿No sabremos darle, al menos, una parte?

Dios no quiere que seamos irresponsables con nuestras obligaciones, pero sí nos pide un tiempo para Él. Un tiempo que quizás perdemos vanamente en ocio innecesario, en televisión, en cosas vacías y estériles. Seguir a Dios implica un sacrificio. Pero podemos seguirlo desde nuestro hogar y desde nuestras opciones profesionales.

El que mira atrás no es apto para el Reino del Cielo, leemos en los evangelios. Vemos cómo Eliseo, fiel a la llamada del profeta Elías, lo sigue para ser su ayudante y, más adelante, lo sucederá como profeta. Mata a sus bueyes, obsequia a su familia y lo deja todo. Entierra su pasado. «Enterrar» significa sepultar todo aquello que nos quita vida. Para ello es preciso ser valientes.

Fidelidad para perseverar

Para los que ya somos cristianos, la llamada hoy, no es solo a seguir a Jesús, pues ya creemos en Él, sino a mantenernos fieles.

La gente se cansa. A todos nos cuesta desvelar nuestra fe y nos olvidamos de Aquel que nos ha hecho existir y nos lo ha dado todo. Nos cuesta seguirlo porque sabemos que esto implica tiempo, compromiso, cambiar nuestras actitudes, nuestros criterios, nuestra forma de pensar… y poner toda nuestra confianza en Él.

Muchas personas rehusarán escucharnos. Jesús es paciente, no se enfada ante los que rechazan su mensaje. Cuando sus discípulos le piden que haga descender fuego del cielo sobre aquella aldea que no los quiere recibir, Él los reprende y se marchan de allí. La verdad no puede ser impuesta a nadie, y Jesús lo sabe. Con dolor, puesto que los que se cierran al amor de Dios viven ensimismados, intoxicados en su cerrazón, faltos de oxígeno. Pero Jesús nos dice que, si bien unos lo rechazarán, otros abrirán su corazón. Por esto hemos de continuar trabajando, entusiastas, tenaces, para difundir nuestra fe.

Valentía, tenacidad y confianza: con estas tres virtudes podremos emprender nuestro camino de seguimiento a Jesús.

2013-06-22

Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?


12º domingo Tiempo Ordinario C

«Y vosotros, replicó Jesús, ¿quién decís que soy yo? Respondió Simón Pedro: El Cristo de Dios. Pero él los apercibió que a nadie lo dijeran. Y añadió: Conviene que el Hijo del Hombre padezca muchos tormentos y sea condenado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y sea muerto y resucite al tercer día. Así mismo, decía a todos: Si alguno de vosotros quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y lleve su cruz cada día, y sígame. Pues el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mi causa la salvará». 

Una pregunta pedagógica

Además de ponerse en camino para anunciar la buena nueva y obrar milagros, Jesús busca siempre espacios para la oración y para formar a sus discípulos. Alguna vez se retira, solo, a la montaña a rezar, y otras veces lo hace delante de los suyos.

Durante estos espacios de diálogo sosegado, Jesús aprovecha el momento adecuado para preguntar a los discípulos sobre su identidad: «¿Quién dice la gente que soy yo?».

Esa cuestión resulta crucial para los discípulos. Él les plantea este interrogante, pues quiere saber hasta qué punto entienden sus palabras, sus gestos y sus milagros. Pero, sobre todo, quiere saber si han captado su relación filial con Dios Padre. Es entonces cuando ellos descubren realmente quién es Jesús.

A los cristianos de hoy esta pregunta se podría considerar como un examen de catequesis. ¿Quién es Jesús para nosotros?

Lo que el mundo dice de Jesús

Jesús formula su pregunta en una doble dirección. La primera vez, les pide que le digan quién dice la gente que es Él. Y los discípulos contestan lo que han oído: unos dicen que Jeremías, otros que Elías, Juan o alguno de los profetas. También hoy se dicen muchas cosas sobre Jesús y se hacen interpretaciones diversas sobre su persona en libros, documentales y películas. Filósofos y pensadores han escrito largamente sobre la imagen de Jesús de Nazaret, un personaje controvertido que siempre ha levantado pasiones. Incluso ha habido quien sostenía que Jesús era una invención de los primeros cristianos, una fábula de quienes organizaron la Iglesia. Algunos retratos modernos de Jesús nos lo presentan como un lunático, un revolucionario, un librepensador, un rebelde ante las estructuras, un pacifista, un líder carismático o un gurú espiritual. Otros, más románticos, quieren ver a un Jesús ingenuo; muchos piensan que simplemente era una buena persona, y alguna versión incluso aventura que fuera un extraterrestre. La literatura también nos ha legado imágenes dispares de Jesús, que a veces han generado mucha confusión. Algunos autores se concentran en su humanismo; otros movimientos lo reducen a la imagen estética de un hombre lleno de bondad, pero quitándole toda su dimensión divina. Y aún podríamos decir más cosas…

Una experiencia de salvación

Jesús formula la pregunta de nuevo, y esta vez se la dirige a ellos, a sus propios seguidores: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».

A Jesús no solo le interesa saber qué piensa la gente. Le importa mucho más saber qué han comprendido sus amigos, las personas cercanas a Él, que han vivido en su proximidad.

Pedro, el cabeza del grupo, responde con rapidez a esta cuestión tan vital. Y lo hace de manera decidida y acertada: «Tú eres el Mesías de Dios».

Con esta respuesta, Pedro demuestra que ha comenzado a penetrar en la dimensión misteriosa de Jesús. Lo reconoce como Mesías, es decir, el salvador. Y lo sabe, sin dudar, porque se ha sentido salvado por Él. En su interior tiene muy presente aquella escena en la barca, cuando, sacudido por el oleaje, intentó caminar sobre las aguas para alcanzar a su maestro. Cuando el miedo lo hizo vacilar y lo comenzó a hundir, Jesús lo tomó de la mano y lo levantó. Esa experiencia salvadora,  las palabras que le ha escuchado y los milagros que le ha visto obrar, lo convencen de que es realmente el Hijo de Dios que ha venido a rescatar a la humanidad.

Después de salvarlo, Jesús lo llama, al igual que llama al resto de los discípulos. Pedro sabe con certeza que en las entrañas de Jesús está Dios.

¿Quién es Jesús para nosotros?


Hoy también, en la celebración de este domingo, Jesús nos pregunta a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, quién es Él para nosotros. ¿Qué pensamos de su persona? ¿Cómo vivimos nuestra amistad con Él? Y esta pregunta nos lleva más lejos. Jesús quiere saber si nuestro corazón está realmente abierto a Él; si vivimos nuestra vocación cristiana con coherencia; si tenemos la misma valentía de Pedro. En nuestra realidad social, familiar, laboral, ¿cómo vivimos nuestra fe? ¿Estamos enamorados del mensaje de Cristo? ¿Es para nosotros el centro de nuestra vida? ¿Lo llevamos adentro, después de tomarlo en la eucaristía? Jesús también nos está preguntando si el amor y la justicia gobiernan nuestra vida, y si somos capaces, llegado el momento, de darlo todo por amor. Quiere saber si su amistad ha llegado a ocupar un lugar en nuestro corazón, si somos conscientes de que Él nos ha salvado, nos ha liberado de la esclavitud del egoísmo y nos ha sacado del éxodo de nuestra frágil existencia para llevarnos a la vida de su reino.

Es conveniente, de tanto en tanto, preguntarse estas cuestiones profundas que afectan a nuestra fe, para saber si estamos en el camino correcto y comprobar si realmente estamos caminando con Él. 

Tomar la cruz y seguirle

La última parte del texto nos alerta: seguir a Jesús y acompañarlo toda la vida comporta una exigencia: la negación de uno mismo. Negarse a sí mismo, lejos de ser una autoanulación, es la auténtica libertad. Solo el que es capaz de anteponer el amor a Dios y a los demás a sus propios intereses podrá vivir plenamente, libre de trabas. La cruz es esa herencia que todos hemos de asumir y aceptar, nuestras cargas, nuestros límites y nuestras dificultades. Pero quien acepta su cruz y la echa a su espalda, dispuesto a dejarlo todo atrás, alcanza una inmensa libertad interior.

Seguir a Jesús requiere darlo todo, como lo hicieron los apóstoles hace veinte siglos. Hoy, la exigencia es la misma: Dios nos lo pide todo. Pero no nos arrebata nada de lo que realmente anhela y necesita nuestro corazón. Al contrario, cuando decidimos seguirle, nos ofrece el mayor regalo. Ojalá sepamos descubrir que la auténtica felicidad está en decir sí a Dios y en amar a los demás. 

2013-06-15

A quien mucho ama, mucho se le perdona

11º Domingo del Tiempo Ordinario

… una mujer pecadora de la ciudad, luego que supo que se había puesto a la mesa en casa del fariseo, trajo un vaso de alabastro lleno de perfume. Y, acercándose por detrás a sus pies, comenzó a bañárselos con sus lágrimas, y los besaba, y derramaba sobre ellos el perfume. Viéndolo el fariseo que le había convidado, decía para sí: Si este hombre fuera profeta, bien conocería quién y qué tal es la mujer que le está tocando: una mujer de mala vida (…)
Le dijo Jesús: Simón, ¿Ves a esta mujer? (...) Le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho; pues a aquel a quien poco se le perdona, poco ama. 
Lc 7, 36-50

Más allá del cumplimiento de la ley

En el evangelio de este domingo vemos los hermosos gestos de una mujer ante Jesús. Son gestos de arrepentimiento, pues llora, y también de ternura: le lava los pies, los besa, los perfuma. El autor nos dice que era una pecadora, tal vez se trataba de una mujer de la vida, una prostituta. Y Simón, el fariseo que ha invitado a Jesús, inmediatamente hace un juicio ético sobre ella. Entonces Jesús le explica la parábola del prestamista y los dos deudores y le hace una pregunta. Simón responde con certeza: a quien más le perdonó, más amará a su acreedor.

Los fariseos creían que cumpliendo estrictamente la ley podían considerar que todo lo hacían bien. Pero Jesús era un hombre libre, sin prejuicios, más allá de las convenciones sociales y religiosas. Al ver llorar a la mujer arrepentida, debió conmoverse hondamente. Y, ante el fariseo, le hace una relación de sus actitudes ante él. No le ha ofrecido agua, mientras que ella le ha lavado los pies con sus lágrimas; no le ha besado, pero ella no ha dejado de besarle los pies; no le ha ungido, y ella le ha perfumado con aromas. En contraste con Simón, más parco en atenciones, la mujer se vuelca ante la persona de Jesús.

El gesto de Jesús pasa por encima de la ley judía. Se deja tocar, besar, ungir por la mujer. Es una actitud revolucionaria respecto al amor y la libertad. Recordemos que fue la ley quien mató a Jesús. Él nos enseña que, por encima del cumplimiento de la ley, está la caridad y la ayuda a los demás. Lo más importante es el amor, la misericordia, la ternura, la delicadeza.

Tocar la pureza de Dios

Aquella mujer necesitaba sentir que Dios la amaba para poder convertirse. ¡Qué mejor manera de mostrarle este amor que dejarle tocar el corazón de Dios! Dejándola lavar sus pies, Jesús la acoge y le muestra que Dios no la rechaza. Y ella cree en este amor. Por eso Jesús le dice: “Tu fe te ha salvado”.

La mujer pecadora, ungiendo los pies de Jesús, toca la pureza y la hermosura de Dios. Jesús no queda manchado, al contrario: es ella quien queda purificada por la experiencia sublime del amor. El amor limpia y sana. Cada vez que recibimos a Cristo en la eucaristía nos alimentamos de su amor y quedamos puros.

El corazón arrepentido, la mejor ofrenda

San Pablo lo recuerda en sus cartas: no serán los méritos lo que nos salve, sino la gracia de Dios. Tampoco será el cumplimiento del precepto lo que nos salve a los cristianos. Lo que Dios desea es un corazón convertido, que lo anhele, que lo busque, que lo acaricie.

El fariseo era un perfecto cumplidor de la ley. En cambio, la mujer seguramente vivía con sentimientos de culpa y de pecado. Llora, arrepentida. Por eso Jesús la deja acercarse. El salmo 50 canta: “un corazón quebrantado tú no lo rechazas, Señor”. Dios quiere un arrepentimiento sincero. Él recoge nuestras lágrimas y nuestra ternura. El gesto de aquella mujer demostró a Jesús que necesitaba cambiar su vida. ¿Cómo no iba a acoger a los pecadores, para liberarlos del peso de su pecado y bañarlos con su luz salvadora?

Necesitamos el perdón

Necesitamos la dulzura, el perdón y la misericordia de Dios. Si creemos no necesitarla, ¡qué lejos estamos de su amor! Estar a los pies de Jesús y pedir que nos limpie es una genuina actitud cristiana.

Jesús acoge a todos los pecadores. “Porque has creído, porque te has arrepentido, porque me has amado mucho, tu fe te ha salvado”. Como la mujer del evangelio, necesitamos abrir nuestro corazón. Dios nos sigue para salvarnos; dejemos que nos revele su amor a través de mil gestos cotidianos, dejémonos tocar por Él.

Esta es la lógica del amor de Dios: rescatar a la oveja perdida. Jesús la hace sentirse restaurada, redimida, elevada a la categoría de hija de Dios. Entre el cumplidor y la pecadora que sufre, Jesús opta por ella. No nos creamos mejores porque cumplimos nuestros preceptos. Jesús muestra una clara preferencia por los que viven en el arcén, los marginados, los mal considerados, los que andan errados, necesitados de ser acogidos. Como viva imagen suya, los cristianos estamos llamados a ser capaces de transformar el corazón de la gente. Ser cristiano es tener la osadía de ir a contracorriente de los criterios del mundo por amor a Dios.

2013-06-08

¡Levántate!


10º Domingo del Tiempo Ordinario

… he aquí que sacaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, que era viuda, e iba con ella gran acompañamiento de personas de la ciudad. Así que la vio el Señor, movido a compasión, le dijo: No llores. Y, acercándose, tocó el féretro. Y los que lo llevaban se pararon. Dijo entonces: Joven, yo te lo mando, levántate. Se incorporó el difunto, y comenzó a hablar. Y Jesús lo entregó a su madre.
Lc 7, 11-17

Siempre en camino

Los evangelistas, especialmente Lucas, subrayan en Jesús el verbo caminar. Son muchas las lecturas del evangelio que señalan que el Señor “va de camino”. Con estas expresiones, el autor sagrado nos muestra a un Jesús que siempre está en marcha y sólo se detiene para rezar o descansar lo poco que puede. Su vida está llena de acción y en él se da una dinámica constante que lo lleva a acercarse a los demás, especialmente a los que sufren y sienten dolor, a los pobres y a los abandonados. En una cultura que desprecia y considera maldecidos por Dios a los pobres y a los enfermos, Jesús corre a calmar el corazón de estas personas desoladas. Su cometido es anunciarles el amor del Padre. Les trae la paz y les ayuda a descubrir que, Dios también les ama y que, en él, hasta el sufrimiento tiene sentido.

En su caminar, Jesús siempre va acompañado de discípulos, amigos y gentes que lo siguen. Han descubierto en él la bondad de Dios y su enorme capacidad para conectar con las necesidades y el corazón de la gente. Muchos encuentran en él la respuesta a su dolor.

Movido por la compasión

Esta vez, se dirige a una ciudad llamada Naín y se encuentra con un sepelio. La muchedumbre acompaña el entierro de un joven, hijo único de una viuda. Muchos arropan a la desconsolada madre que solloza durante el recorrido. La compasión también conmueve a Jesús, que se acerca y consuela a la mujer.

Ante el dolor, Jesús nunca pasa de largo. Descubrimos en él un hombre sensible y atento al dolor ajeno.  Emocionado, camina hasta el féretro y con voz recia le ordena al muchacho que se levante.
¡Levántate! Cuántas veces nuestra propia vida es un sepelio. Caminamos hundidos, desencajados, yertos. Nuestra existencia se desliza en la oscuridad o se encierra en una penumbra de ataúd. Sin el Espíritu Santo, nuestro cuerpo es una osamenta que no se aguanta ni se adhiere a nosotros mismos. Encerrados en nuestro egocentrismo, vivimos sin vivir por temor a abrirnos.

Hoy, Jesús también nos dice a nosotros: ¡levantaos! Salid de vuestros ataúdes, de vuestro vacío. Dejad atrás las tinieblas del miedo.

Levantarse y vivir

Jesús tiene la potestad divina para levantar nuestra vida, pero para ello es necesario que nuestra respuesta esté libre de temor y sea una decisión lúcida y voluntaria.

Si no entendemos la vida como donación, como un vivir para los demás, nos faltará esa luz. ¡Cuántas veces, cuando hemos decidido hacer algo por los demás, nos hemos sentido más vivos que nunca!

San Juan nos dice que quien ama, vivirá para siempre. El cristiano está llamado, no a enterrar muertos, sino a dar vida. ¡Cuánta gente muere sin conocer la hermosa aurora de una vida nueva, que empieza aquí y ahora! Cuando nos abrimos a Dios, él nos hace sentir trascendidos.  Por su encarnación, Jesús nos ha visitado y se ha querido quedar para siempre con nosotros. Lo podemos encontrar ahí, en el sagrario, siempre cercano, siempre presto a ocupar un lugar en nuestro corazón.

Esta es la gran noticia que debemos proclamar los cristianos. Dios está siempre con nosotros. En esta certeza encontramos la fuerza para levantarnos y resurgir cada día.